Las vacas que “comían” teles y smartphones

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Unas vacas famélicas hurgan entre la basura del vertedero de Agbogbloshie, en Ghana. La razón de que tengan el costillar tan a la vista puede ser la improbabilidad de que su estómago digiera trozos de carcasa plástica de ordenador, circuitos integrados, fragmentos de pantallas planas de TV…

Son desechos electrónicos, restos de equipos electrodomésticos y de comunicaciones que han ido a parar allí cuando en algún sitio, en un país desarrollado, dejaron de funcionar, o cuando simplemente dejaron de gustarles a sus antiguos propietarios.

Ghana es uno de esos rincones que abre los brazos a nuestros antes amados smartphones, ordenadores y teles; y tanto, que cada mes recibe en el puerto de Tema unos 400 contenedores de ellos, procedentes de EE.UU., el Reino Unido y Canadá. De allá se exportan al país africano no como desechos, sino como aparatos “de segunda mano”. Los importan comerciantes locales, que revenden los aparatos que todavía sirven, si bien por un período muy limitado, pero la mayor parte son, estrictamente hablando, basura, equipos rotos que acaban en los vertederos.

Quien, en cambio, sí se traga silenciosamente el veneno de estos residuos es la población local. Como hay que hacer espacio para el flujo constante de desechos —¡que son 6 500 toneladas mensuales!—, la peligrosa chatarra se va quemando, con la resultante contaminación del aire, o queda esparcida por el vertedero, y sus componentes se encargan de envenenar el suelo y las aguas.

Muchos aparatos desechados son enviados a países pobres, donde los comerciantes locales los revenden si aún funcionan o se quedan como basura

Pagar el reciclaje… para nada
Unos 50 millones de televisores, 300 millones de ordenadores y 2000 millones de equipos telefónicos. Tales son las cifras de lo que los consumidores desecharon en 2013. De continuar tan “alegre” tendencia, las 49 millones de toneladas de basura electrónica generadas en 2012 se volverán previsiblemente 65 millones en 2017.

Para que tengamos una idea más cercana de nuestra responsabilidad en el fenómeno, la organización Solving the E-waste Problem (StEP) ha elaborado un mapa interactivo con las cifras del desastre. Nos sorprenderá saber que, de media, cada persona en España genera 18 kg de desechos electrónicos al año, lejos —por fortuna— de los 29,7 kilos atribuibles a cada estadounidense.

¿Qué habría que hacer con estos residuos? Reciclarlos apropiadamente. De hecho, al comprar un equipo pagamos, incluida en el precio, una tasa de reciclaje por la que en 2013 los fabricantes, en teoría encargados del proceso, colectaron 4.000 millones de euros. Cabría esperar, entonces, que lo desechado tenga asegurado un reprocesamiento.

Pues no. Sale más barato echar balones fuera, “externalizar” los costos. Jim Puckett, coordinador de la ONG ambientalista Basel Action Network, lo explica: “Cuando se efectúa correctamente el reciclaje, las empresas a cargo deben pagar los altos costos de minimizar la exposición de sus trabajadores y del ambiente durante el tratamiento del cristal de plomo (empleado en las pantallas de tubos catódicos), de las lámparas de mercurio o de los fósforos tóxicos. Tales costos sobrepasan el valor de los metales per se”.

De modo que bajemos de la nube: reciclar no es la norma, aunque estemos pagando para que se haga. En la UE, dos tercios de lo que tiramos jamás llega a las plantas de reciclaje, que trabajan muy por debajo de su capacidad, y mientras, Europa dedica anualmente 130.000 millones de euros a importar metales estratégicos, una parte de los cuales podría obtenerse mediante el reciclado.

Un documental de la realizadora alemana Cosima Dannoritzer destapa qué sucede en muchos casos: o bien los robos en los contenedores de basura hacen desaparecer los equipos desechados, o bien se embarcan rumbo a Nigeria, Ghana, China, etc., ante la imposibilidad —matizada por un poco de indiferencia— de revisar exhaustivamente en los puertos europeos qué lleva cada contenedor: si aparatos realmente operativos o simple basura contaminante. Un escaneo con mayor o menor despliegue visual basta para que la “mercancía” zarpe a contaminar otros sitios del mundo, en un comercio ilegal.

Reciclar no es la norma, aunque el consumidor esté pagando una tasa para que se haga

“¿Esto es suyo, milord?”
Desde 1989, a raíz del escándalo suscitado por el descubrimiento en Koko, Nigeria, de 8.000 bidones de sustancias peligrosas abandonados allí por compañías italianas, la comunidad internacional se dotó de un instrumento, la Convención de Basilea, que prohíbe el tráfico ilícito de desechos tóxicos y obliga los Estados parte a eliminar de modo racional tales residuos. Enviar a un país subdesarrollado la basura electrónica que —se sabe— este no tendrá la capacidad tecnológica de procesar adecuadamente, es, por tanto, gravemente inmoral.

Con una segueta en la mano, el ghanés Mike Anane se tomó el trabajo de comprobar, en el vertedero de Agbogbloshie, cuánto “respeto” inspira realmente la Convención de Basilea, y separó las etiquetas de viejos ordenadores tirados allí. Así se enteró de que los antiguos dueños de la basura eran instituciones tan honorables como el banco Barclays, la alcaldía de la ciudad británica de Leeds y la Policía de West Yorkshire, entre otras. Y voló a Londres con las etiquetas para preguntar por qué los equipos habían ido a parar tan lejos.

En suelo inglés, más allá de decirle que “nosotros los donamos a entidades benéficas”, nadie pudo darle una explicación sobre el destino último de esos aparatos, a pesar de que se supone que el manejo de estos desechos debe ser un proceso fiscalizado, y de que el Parlamento Europeo instó en 2012 a los países de la UE a hacer más estrictos los controles portuarios.

Por otra parte, ya que desde allá los envían, ¿por qué Ghana los recibe? ¿Por qué lo permite? Pues porque, si bien es un país firmante de la Convención internacional, no ha insertado sus disposiciones vinculantes en las leyes nacionales, lo que dificulta perseguir eficazmente esas “tóxicas” importaciones. “El problema con los países de África es que ratifican los convenios, pero no los transforman en leyes internas. Incluso si firmas Basilea, no es ley para ti”, indica el nigeriano Oladele Osibanjo, director de la oficina regional para la aplicación del pacto medioambiental.

China: reciclando “en las cavernas”
Otro firmante de la Convención es China, que sobre el papel dice restringir la importación y el tráfico de residuos tóxicos. Habría que preguntarles sobre el tema a los habitantes de la sureña ciudad de Guiyú. Viven muy cerca de Hong Kong, el puerto con más ajetreo en toda Asia y el que recibe la mayor parte de los desechos electrónicos de EE.UU., el único país, además de Haití, que no ha rubricado el tratado de Basilea.

Se estima que, de cada 1.000 contenedores que entran al puerto hongkonés, 100 están repletos de “e-basura” norteamericana, mucha de ella otrora perteneciente a entidades del gobierno, que por ley está obligado a deshacerse de todo lo viejo al menor costo posible. Los restos de un ordenador, con la etiqueta de la Agencia de Protección Medioambiental de EE.UU. confirman, como cruel paradoja, que la ley se cumple a pie juntillas.

En Guiyú, la documentalista Dannoritzer captó una multitud de imágenes lamentables, entre ellas la de personas que, sin ningún tipo de protección, sumergen en ácido viejas placas de circuitos para obtener oro, a seguidas de lo cual arrojan al río la sustancia corrosiva. Otros individuos, con un mechero, queman un poco los componentes de plástico, los huelen, y en dependencia de lo que olfatean, los clasifican en grupos, mientras que otros, sentados en el suelo de un mísero taller sin ventilación, extraen a toda prisa y a mano limpia los chips y todo lo que puede ser “reutilizable”.

Modificar el patrón de consumo
Una búsqueda en la web de StEP arroja que, “felizmente”, está aflorando un compromiso empresarial para consolidar una solución: la del reciclado. “Hewlett Packard se ha unido a StEP para apoyar a los países (…) que maximicen la reutilización y el reciclaje”, afirma Klaus Hieronymi, responsable ambiental de la empresa.
Para algunos expertos, sin embargo, es solo un lavado de cara que no resuelve el problema. Según Jim Puckett, frente a la realidad que antes las neveras, los televisores, las tostadoras, etc. se usaban por décadas, hoy se impone la obsolescencia de los equipos a los dos o tres años.

Las pulcras imágenes de cielos azules y paisajes verdes que nos regala una sofisticada pantalla en una tienda de electrodomésticos, y que nos tienta a pensar: “Esta tele sí que vale la pena, no la que compré el año pasado”, no nos inducirá a conectar mentalmente en ningún momento con un vertedero de Ghana. ¡Pero vaya si están conectados!, tristemente conectados.

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