Experimento con cianuro

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El periodista Ramón Pi comenta en El Mundo (17-I-98) que el caso de la muerte del tetrapléjico español Ramón Sampedro (ver servicio 10/98) no constituye una prueba a favor de la eutanasia.

Me parece que los patrocinadores de la legalización de la eutanasia no han tenido mucha suerte con Ramón Sampedro, porque su caso no es precisamente el más adecuado para convencer a nadie de las presuntas bondades del homicidio por compasión, y menos aún de la conveniencia de cubrir ninguna clase de vacío legal al respecto.

En efecto, Sampedro no estaba en fase final de ninguna enfermedad; su tetraplejía no le producía dolores físicos de ninguna clase, ni insoportables ni soportables; la vida que llevaba no es que fuera meramente digna: incluso podría decirse que tuvo episodios brillantes, porque llegó a escribir un libro, cosa que no todos pueden decir que estén en condiciones siquiera de intentarlo. En suma, Ramón Sampedro era en cierto modo la personificación del peor ejemplo posible para poder patrocinar la legalización de la eutanasia, porque era la demostración viva de que la precariedad de las condiciones físicas y la indignidad de la vida son realidades que no tienen en absoluto por qué ir unidas, como de hecho no lo van, y no lo iban en su caso.

(…) Oigo la objeción: sí, todo esto está muy bien, pero se da la circunstancia de que los sufrimientos insoportables de Ramón Sampedro no eran físicos, sino anímicos, que pueden ser hasta peores. (…) Bien; Ramón Sampedro sufría anímicamente, y su sufrimiento él mismo lo consideraba insoportable. (…)

Pero esta situación no es propiamente una injusticia, sino una desgracia, que, obviamente, no es lo mismo. (…)

Pero una cosa es eso y otra es que le asistiera el derecho de exigir tal cosa [que le matasen], porque a ese presunto derecho habría de corresponder la obligación de otros de cumplir su deseo.

¿Y puede la ley cometer el disparate de obligar a nadie a dar muerte a un semejante, por mucho que éste lo pida? Con la sola base de una declaración de parte sobre su propio estado de ánimo, ¿puede pensar alguien en su sano juicio que resulta necesario dictar una normativa de carácter general que afecte nada menos que a la vida o la muerte de las personas? ¿Cree alguien que eso es posible sin generar una inmensa inseguridad jurídica? (…) También oigo la objeción. Es que se trata precisamente de eso, de que la ley permita que un particular pueda dar muerte a otro particular si éste así lo solicita, porque, a fin de cuentas, cada cual es dueño absoluto de su propia vida. Pero eso, a mi entender, no es así en absoluto. No tengamos en cuenta que tal actitud representa la abdicación de uno de los más genuinos logros morales de la civilización humana, como es la atribución al legítimo poder constituido del monopolio de la violencia sobre las personas, y veamos el argumento desde otro punto de vista.

(…) Esta es la tradición jurídica occidental: el derecho a la vida es un derecho-deber, un derecho indisponible. Y no es el único: nadie puede renunciar al derecho a la educación, o al derecho a trabajar en condiciones higiénicas mínimas.

Si el derecho a la vida fuera renunciable, ¿no habría que aceptar legalmente un contrato voluntario de esclavitud, ya que el que puede lo más forzosamente ha de poder lo menos? (…)

Además, no sabemos con precisión lo que pasó. El único que lo sabe es la persona que le administró el veneno. Pero ni se conoce quién es, ni ha dicho hasta ahora una palabra. Esta ignorancia nos permite la conjetura. Y con el mismo derecho con que algunos han supuesto que el homicida actuó por compasión, que Sampedro no sufrió y que todo se desarrolló pacífica, bucólica y silenciosamente, yo me permito conjeturar, a mi vez, que muy bien podría ocurrir que dentro de un tiempo esa persona, corroída por los remordimientos, saliera a la palestra pública y declarase: sí, yo lo hice, y en sus últimos instantes Ramón Sampedro me dijo entre vómitos que nos habíamos equivocado.

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