·

Entablar un nuevo debate democrático por la vida

publicado
DURACIÓN LECTURA: 5min.

El arzobispo de Sens y obispo de Auxerre (Francia), Gérard Defois, comenta en Le Monde (París, 31-III-95) que en la encíclica Evangelium vitae Juan Pablo II plantea la cuestión sobre la ley civil y el papel de la autoridad pública respecto a las exigencias de la ley moral.

(…) El argumento según el cual la moral, o la ética, pertenece al orden privado ha conducido al legislador a adoptar normas que reflejen el consenso mínimo de los ciudadanos: sometidos a la opinión pública, los gobernantes que la representan se verían obligados a conformarse a ella, y dejarían en manos de la libertad individual el cuidado de afirmar valores superiores o de seguir prácticas acordes con valores confesionales particulares. Algunos parlamentarios católicos, por ejemplo, declaran: «A título personal, me adhiero a las prescripciones de mi Iglesia. En cuanto encargado del bien común por delegación, mantengo la opinión de la mayoría de los ciudadanos».

Juan Pablo II desmonta el razonamiento, y recomienda a los responsables políticos que no se resignen a la promulgación de leyes «inicuas» que vayan contra del bien y la moral. El cristianismo se levanta sobre una base de valores espirituales, morales y sociales, entre ellos la preocupación por la persona humana y su protección desde el principio al fin de la existencia. Ahora bien, este conjunto de exigencias y de finalidades éticas no concierne sólo al creyente, sino también a la dignidad, libertad y responsabilidad de cada ser humano como tal. (…)

Bajo pena de convertirse en una formalidad sin contenido, la democracia debe referirse a esos valores humanos «esenciales y originales» que fundan la existencia común, que dan a la sociedad razones para vivir, para hacer vivir y vivir unos con otros. Si no, el Estado no es más que el árbitro fluctuante de intereses privados, el gestor efímero de los sondeos o de las corrientes múltiples de la opinión pública. A menos que se resigne a ser sólo la expresión de las relaciones de poder, con el riesgo de recurrir, en cuestiones esenciales, a los procedimientos totalitarios de un grupo dirigente.

Pues la experiencia revela que una ley distante de la ley moral corre el riesgo de legitimar mentalidades y prácticas injustas, o incluso inmorales, confiriéndoles la autoridad de la ley. Así, la interrupción voluntaria del embarazo, por ejemplo, se ha convertido en un «derecho» y un bien para la libertad, cuando estaba previsto que fuera tan sólo un remedio a la angustia en situaciones trágicas. Pero esto excluye el derecho elemental del ser humano a la vida, lo rechaza y lo niega.

Si «el papel de la ley civil es ciertamente diferente del de la ley moral y de alcance más limitado», según las palabras del Papa (n. 71), de ahí no se deduce que la ley de los hombres no tenga responsabilidad ante la ley moral y la ley de Dios. En efecto, un Estado y un legislador que hiciese abstracción de los valores espirituales y éticos no garantizaría las finalidades objetivas de la sociedad. En este sentido, cuestionar y criticar el funcionamiento o los términos de la ley es apelar a la autoridad de una trascendencia que está más allá de las corrientes de opinión. Para que el debate democrático tenga alguna consistencia, es preciso que los parlamentarios expresen convicciones que superen el consenso efímero y frágil de las impresiones y emociones colectivas. Ver más allá de los movimientos de opinión, y esto en función de los valores humanos esenciales, simplemente forma parte de una ética de responsabilidad en el contexto de una democracia moderna.

Por eso Juan Pablo II llama a los cristianos a un debate «serio y valiente» con todos para crear una movilización general de las conciencias, una «cultura de la vida» frente a las tendencias mortíferas de nuestra sociedad materialista e individualista. (…) Los problemas inéditos planteados por la investigación médica y por la evolución de las costumbres merecen este debate de la sociedad. Si no, el vacío moral de las instituciones públicas, políticas, médicas, educativas, nos arrastra a situaciones en las que el ser más débil, el más amenazado, sufre la ley de bronce de la fuerza, sea económica, ideológica o biológica. A través del Papa, la ley de Dios, que ha entrelazado las fibras de Europa, estimula nuestras conciencias para humanizar el Estado y las leyes que gobiernan nuestras vidas.

Mons. Javier Echevarría, obispo prelado del Opus Dei, comenta la nueva encíclica del Papa en un artículo publicado en Le Figaro (París, 31-III-95).

(…) Constituye un drama para la humanidad que los sistemas jurídicos legitimen y los Estados garanticen, en nombre de la libertad, no solamente la supresión de vidas inocentes, sino también la desorientación de las conciencias. Se trata de una perversión de quienes profesan defender la persona humana: de este modo la matan dos veces. Aun sin limitarse a los casos extremos de la supresión de la vida, Juan Pablo II muestra cómo la pérdida del sentido de Dios lleva a una concepción utilitaria y hedonista de la vida y de la sexualidad, por el rechazo de la responsabilidad de cara a la procreación, al sufrimiento y a la muerte.

Lucidez no significa pesimismo. La misericordia se alía con el rigor de la verdad: el Papa sabe ver, precisamente en aquellas personas cuyos actos ha calificado tan gravemente, víctimas que requieren ayuda y guía. La audacia le hace superar la resignación: Juan Pablo II llama por eso a los hombres de buena voluntad para emprender una movilización general de las conciencias, para realizar un esfuerzo ético común, para forjar un nuevo estilo de vida (n. 98).

Desearía yo poner énfasis en la esperanza y la confianza que suscita este texto, donde se invita a tantas iniciativas: las diversas profesiones, junto con los mundos de la cultura, la política y la comunicación, o las distintas formas de asociaciones, y, en fin, la familia, tienen una propuesta abierta en el panorama de esta «gran estrategia al servicio de la vida» (n. 95), que el Papa diseña para nuestro mundo y para la Iglesia.

La humanidad entera sufre con toda violencia realizada contra la vida humana inocente. Pero también es cierto que en todo acto de respeto a la vida y en cada corazón que se convierte y sabe ver la imagen de Dios en el rostro del hombre, es la humanidad entera quien sale vencedora.

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.