El hombre y la medicina, ante el problema del sufrimiento

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¿Hay algo más doloroso que la mirada de un niño a las puertas de la muerte? Ante una experiencia de esa índole, cualquier intento de explicación, cualquier muestra de aliento, resultan de algún modo obscenos. En esos casos, cuando la razón se da de bruces con el absurdo y ni siquiera el consuelo de la fe mitiga el duelo, se vienen abajo todos esos fríos silogismos que supuestamente han desentrañado los abismos del mal.

Job no precisó del auxilio de ninguna teodicea para cobijarse en los brazos de Dios; el siervo sufriente, que clama en su desesperación a las alturas, no vacila en su piedad filial. Solo más tarde, según sugiere Stanley Hauerwas, uno de los teólogos metodistas de mayor prestigio en Estados Unidos, es cuando comienza a interponerse, en el camino de quien cree, el obstáculo insalvable del sufrimiento.

El cambio no es, a su juicio, casual. Es en la Edad Moderna –coincidiendo, por tanto, con determinadas transformaciones filosóficas– cuando los pensadores empiezan a verse urgidos por solucionar el conocido problema del mal, es decir, cómo conciliar la existencia de un ser supremo, y todopoderoso, con la experiencia de los padecimientos humanos. Si, en efecto, la teodicea nació entonces, no fue porque quienes vivieron en el pasado fueran inmunes o insensibles al dolor, sino porque en el nuevo curso que tomaba la historia perdía vigencia el marco narrativo que dotaba de sentido a la existencia humana.

Una distorsión del Dios cristiano

Desde entonces, como explica Hauerwas en un libro traducido recientemente al castellano, pero publicado originalmente en 1990: Poner nombre a los silencios. Dios, la medicina y el problema del sufrimiento (Nuevo Inicio, Granada, 178 págs., 20 €), la teología, también la católica, ha asumido la titánica tarea de escudriñar las causas del dolor o la insatisfacción, sin percatarse de que el marco conceptual de la teodicea moderna distorsiona gravemente su concepción de Dios.

Para ser francos, no es el primer teólogo que censura la apropiación de ese ser supremo “tapagujeros” –como lo llamaba Dietrich Bonhoeffer– por la tradición cristiana, ni que deplora las consecuencias antropológicas que acarrea el deísmo implícito en muchas corrientes filosóficas. De alguna manera, cuando, ante la experiencia del mal, brotan desde un punto de vista teórico las dudas acerca de la existencia de Dios, es porque de algún modo este ha perdido fuste en nuestro horizonte; entonces, nos vemos en la necesidad de colmar el vacío que deja su ausencia.

Para Hauerwas, profesor emérito en la Universidad de Duke, el endiosamento del hombre moderno se refleja en la confianza que deposita en la ciencia, pero sugiere que lo importante es que reflexionemos sobre la repercusión de todo ello en nuestra forma de entender la medicina. La enfermedad y el dolor, e incluso la muerte, para los transhumanistas, dejan de ser considerados eventos con los que el hombre debe lidiar en su vida, convirtiéndose en amenazas para la independencia y la autonomía, de las que debemos intentar defendernos.

Cuidar al paciente

Pero el pensador americano insiste en que el objetivo supremo de la práctica médica no debe ser curar al enfermo, sino cuidarle. La medicina no puede proponerse desterrar el dolor y la muerte, ni buscar la curación a toda costa, porque se trata de fenómenos humanos que son inevitables. Sin aceptarlos, el empeño de la técnica médica por domeñar el mal acabará en un estrepitoso fracaso.

Eso no significa que el médico no deba paliar la aflicción o procurar una cura, sino que su vocación ha de ser el cuidado y, por tanto, tiene un alcance mayor: el profesional de la salud debe ayudar a integrar la enfermedad y la muerte en la vida del paciente, en el marco de una biografía que, en muchos casos y por los cambios culturales que se han producido, no está dotada de unidad, de sentido.

Hauerwas nos ayuda a deshacernos del hechizo de la teodicea y a tomar conciencia de que el problema del mal no se resuelve con teorías, sino que siempre implica un desafío práctico. Y nos aclara que nuestro objetivo no es resolver su misterio, sino “nombrarlo”. Como Dinesen, cree que ser persona es tener una historia que contar, pero que hoy, para nuestra desgracia, nos encontramos en una grave situación de “orfandad narrativa”, lo que nos lleva o bien a luchar vanamente contra el sufrimiento y la muerte, aumentando nuestra frustración, o bien a soslayarlos. Pero en ningún caso ofrece recursos contra el abatimiento.

Ciertamente, tampoco situar estas realidades lacerantes en el seno de la trama cristiana hace que desaparezca su sinsentido, ni consuela o alivia, aunque sitúa nuestra contingencia en el contexto de una relación confiada y esperanzada con Dios y con el prójimo. Y nos ayuda a constatar, incluso en el más misterioso de los desconsuelos, que no estamos solos.

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