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Contra el aborto, a favor de la mujer

publicado
DURACIÓN LECTURA: 6min.

35 personalidades norteamericanas suscribieron una declaración pública en la que proponían una nueva forma de plantear la cuestión del aborto: se trata de defender, a la vez, tanto a la mujer como al no nacido. Entre los firmantes figuran Robert Casey, gobernador de Pensilvania; el médico Leon R. Kass, de la Universidad de Chicago, activo defensor de la vida; Richard John Neuhaus, sacerdote católico converso, autor de la difundida obra The Catholic Moment, otros políticos, profesores universitarios y líderes religiosos de distintas confesiones. Ofrecemos un extracto del manifiesto, publicado en la revista First Things (Nueva York, noviembre 1992).

Al igual que la esclavitud, el aborto plantea las más elementales cuestiones sobre la justicia, que no se pueden eludir, ni se pueden resolver mediante una decisión judicial: ¿Quién merece ser protegido? ¿A quién reconoceremos derechos? ¿A quién respetaremos su dignidad humana? ¿Del bienestar de quién se responsabilizará la sociedad? Estas preguntas entrañan profundos temas de moralidad personal y pública. Su solución -y el modo como se debatan- definirán qué clase de sociedad será Estados Unidos en su tercer siglo de historia. (…)

Los primeros doscientos años de la república norteamericana manifiestan el desarrollo de una aspiración -y un progreso- al ideal de libertad y justicia para todos. (…) De modo ininterrumpido, se fueron ampliando las categorías de personas a las que se otorgaba protección, de suerte que Norteamérica se hizo una sociedad cada vez menos excluyente. Los Estados Unidos acogieron a los inmigrantes, protegieron a sus trabajadores, liberaron a los esclavos, emanciparon a las mujeres, ayudaron a los necesitados, proporcionaron Seguridad Social a los ancianos, garantizaron los derechos civiles de todos sus ciudadanos, e hicieron los espacios públicos accesibles a los minusválidos: todo para mejor servir a sus ideales de justicia.

Después, en enero de 1973, el Tribunal Supremo, en sus sentencias sobre el aborto Roe v. Wade y Doe v. Bolton, invirtió drásticamente esta tendencia expansiva. (…) Los jueces privaron a todo ser humano, durante los primeros nueve meses de su existencia, del derecho humano más fundamental: el derecho a la vida. (…)

Hoy, se defiende el aborto como medio de garantizar la igualdad e independencia de las mujeres y como solución a diversos problemas: los de las madres solteras, los malos tratos a los niños y el aumento de la pobreza entre las mujeres. La triste verdad es que la despenalización del aborto ha resultado ser un desastre para las mujeres, los niños y las familias, y, en consecuencia, para la sociedad norteamericana.

Llevamos veinte años de aborto prácticamente libre. Sin embargo, en el mismo periodo se ha extendido sin cesar la pobreza entre las mujeres y los niños. La insistencia de los partidarios del aborto libre en que sólo se debe dejar nacer a los «niños deseados» no ha servido para mejorar nuestra tasa de mortalidad infantil, que sigue siendo una de las más altas de los países industrializados; y tampoco ha ayudado a disminuir los casos de malos tratos a niños, que, por el contrario, se han hecho más frecuentes y graves.

El aborto sin restricciones no ha satisfecho ninguna verdadera necesidad de las mujeres, ni les ha devuelto la dignidad. De hecho, ha producido justamente lo contrario. Ha estimulado a los hombres irresponsables o rapaces, que tienen en el aborto una excusa fácil para eludir sus obligaciones, y ha extendido enormemente la explotación de las mujeres por parte de la industria del aborto. (…)

Los defensores del aborto agitan el fantasma del incremento de los abortos clandestinos, siempre que se intenta regular de algún modo la industria del aborto; pero la verdad es que veinte años de aborto libre no han eliminado esta tragedia. Todavía siguen muriendo o sufriendo graves lesiones mujeres y chicas jóvenes a consecuencia de abortos legales.

Ahora sabemos lo que sucede cuando la sociedad hace de la eliminación de la vida no nacida una cuestión de «elección» personal. La planificación familiar responsable y de mutuo acuerdo se ha devaluado. Ya no es sólo que la mujer afronte sola el aborto; la mayor parte de las parejas se separan a consecuencia de él. La licencia para abortar no ha proporcionado libertad ni seguridad a las mujeres. Más bien, ha traído una nueva era de irresponsabilidad -que ahora empieza antes del nacimiento- hacia las mujeres y los niños. (…)

Proponemos un planteamiento nuevo, un planteamiento que no enfrenta madre contra hijo. No hace falta legalizar el aborto para instaurar la justicia y promover el bienestar social. Lo que se necesita son políticas responsables que protejan y favorezcan los intereses de las madres y de sus hijos, antes y después del nacimiento; políticas que den la máxima protección legal posible al no nacido y la máxima atención y ayuda posibles a las mujeres embarazadas.

Nuestra tradición moral, nuestra tradición religiosa y nuestra tradición política coinciden en el respeto a la dignidad de la vida humana. Así, nuestras tradiciones y nuestro derecho prohíben matar excepto en caso de legítima defensa. Análogamente, todas las leyes que protegían al no nacido, anteriores a las sentencias Roe y Doe, incluían una excepción, para los casos en que corriera peligro la vida de la madre. Afortunadamente hoy, el embarazo rara vez es una amenaza a la vida o la salud de la madre. No obstante, una política adecuada sobre el aborto debe prever esos casos excepcionales y autorizar las acciones médicas necesarias para salvar la vida de la embarazada, incluso cuando de ellas se siguiese inevitablemente la muerte del no nacido. (…)

Al mismo tiempo, una política que responda más adecuadamente a las tradiciones y convicciones del pueblo norteamericano no puede limitarse a restaurar la protección legal al no nacido. Tendrá que tomar en serio las necesidades de las mujeres que por sus circunstancias sociales y económicas podrían estar tentadas a optar por la «solución» del aborto. Tendrá que reconocer nuestra común responsabilidad, tanto en la vida pública como en la privada, de facilitar a esas mujeres alternativas realistas al aborto. Tendrá que ayudar a esas mujeres a cuidar de sus hijos, si deciden hacerse cargo de ellos, así como a encontrar hogar para los que ellas no puedan cuidar. Tendrá que procurar que la madre y el hijo tengan una vida digna antes y después del nacimiento.

En suma, podemos y debemos adoptar soluciones congruentes con la dignidad y el valor de todo ser humano, y que partan de la base de que la sociedad tiene el deber de poner en práctica políticas que favorezcan verdaderamente a las mujeres y a los niños. Lo que queremos es una sociedad y unas políticas que ayuden a las mujeres que tienen dificultades para llevar a término el embarazo eliminando las dificultades, no al hijo.

La retórica abortista contiene una verdad que muchos abortistas olvidan. El aborto es una cuestión de elección. Pero no es una «elección» a la que se enfrenta una mujer sola en el ejercicio de sus derechos individuales. Es una elección a la que se enfrentan todos los ciudadanos de nuestra sociedad. Y la opción que tomemos, deliberada y democráticamente, será una respuesta elocuente a estas dos preguntas: ¿qué clase de sociedad somos?; ¿qué clase de sociedad seremos?

Si abandonamos el principio del respeto a la vida humana, haciendo depender el valor de una vida de que alguien la considere valiosa o deseada, nos convertiremos en un determinado tipo de sociedad.

Hay una posibilidad mejor.

Podemos optar por reafirmar nuestro respeto a la vida humana. Podemos optar por volver a extender nuestra protección a todos los miembros de la familia humana, incluidos los no nacidos. Podemos optar por prestar atención efectiva a madres e hijos.

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