Ciencia y fe, compañeras de viaje

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El cardenal Cormac Murphy-O’Connor, primado católico de Inglaterra, escribe en The Times (9-02-2009) que ciencia y fe no se oponen, y que el bicentenario de Darwin ofrece una ocasión para renovar el diálogo entre una y otra.

La teoría de la evolución, “uno de los más grandes descubrimientos de todos los tiempos” -dice el cardenal-, nos ayuda a comprender “que todos los seres vivos están conectados”; junto con otras ramas de la ciencia, ilumina “la interacción de fuerzas que hacen de nuestro universo una realidad tan extraordinariamente dinámica”.

El cardenal cita una frase escrita por Darwin hacia el final de su vida: “Me parece absurdo dudar que se pueda ser a la vez teísta convencido y evolucionista”. En efecto, añade O’Connor, no hay verdadera oposición entre ciencia y fe. Creer que la ciencia es una amenaza para la fe, o que la fe obstaculiza el conocimiento, lleva a errores por uno y otro lado.

Por el lado de una fe mal entendida, el llamado creacionismo, que atribuye a la Tierra una edad mucho menor que la estimada por la ciencia, interpreta mal el Génesis. La Biblia no es un manual científico ni da una descripción fáctica de la historia natural del mundo. Más bien, “presenta una verdad profunda y válida sobre el mundo en que vivimos, su orden y su finalidad”; sobre “la relación ente Dios y la creación y en especial sobre el puesto de la humanidad en esa relación”. “El Génesis nos lleva más allá del ‘cómo’: al ‘porqué’. En definitiva, tanto la ciencia como la fe han de llegar a la pregunta más fundamental de todas: la pregunta por el sentido y la finalidad”.

No usar mal el darwinismo

También por el otro lado cabe el error. “Así como a veces se usa mal el Génesis y la idea cristiana de la creación, existe también el peligro de usar mal a Darwin”. Eso ocurre cuando se tergiversa su teoría para justificar la eugenesia, o el darwinismo social, como si discriminar en contra de los débiles y vulnerables fuera aplicar la ley de la “supervivencia del más apto”. Otra distorsión es sostener, como algunos hacen, que “los atributos morales son meros productos de la evolución y que nuestro sentido moral no es más que una estrategia de supervivencia. Pero la teoría de la evolución no implica negar la verdad moral. Deja al agente genuinamente libre ante la carga de la decisión moral y la cuestión de cómo debe vivir”.

“Somos parte de un proceso evolutivo, pero también somos agentes libres, capaces de influir en su dirección futura”. Por eso el ser humano no puede ser descrito en términos puramente materalistas. Y si la ciencia nos da un gran poder, tenemos la responsabilidad de usarlo en bien de toda la creación. Así, “el cristianismo puede contribuir al progreso de la ciencia, no solo alentando a los científicos en la busca de la verdad, sino también invitándoles a considerar esas cuestiones más amplias que van al centro de nuestra común y necesaria aspiración a comprender”. Pues no nos basta el conocimiento: necesitamos sabiduría.

Si se desprecian esas cuestiones, “la ciencia, en vez de estar al servicio de la humanidad, se convierte en un instrumento de opresión y destrucción”, como a veces se ha visto en los dos últimos siglos. Esto remite a la cuestión que está entrañada en las demás: “la opción entre el bien y el mal, que recae solo sobre los seres humanos”. “Es una cuestión planteada en el centro del relato de la creación que trae el Génesis. Es una cuestión que atañe tanto al científico como al creyente, y es una cuestión sobre nuestra libertad”.

En fin, “ciencia y religión no se excluyen una a otra”. Son “compañeras de viaje” en la busca de la verdad.

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