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Cerebro sin espíritu

publicado
DURACIÓN LECTURA: 5min.

Contrapunto

¿Usted cree que somos agentes libres y responsables que hacen elecciones? ¿Todavía sigue hablando del alma? ¿Su experiencia le dice que hay un «yo» autoconsciente que dirige sus procesos mentales? Pues no está al tanto de los últimos «descubrimientos» sobre el cerebro, según la «cover story» de la revista «Time» (12-02-2007).

Se trata del viejo problema de la relación entre mente y cerebro. Lo nuevo es el enfoque tan reduccionista con que se aborda.

Para Steven Pinker, profesor de Psicología en Harvard, y otros autores invitados, nuestros pensamientos, sensaciones, alegrías y penas consisten enteramente en la actividad fisiológica de los tejidos cerebrales. No puede decirlo más claro Colin McGinn: «La consciencia es un producto biológico natural tan carente de espíritu como la digestión y la circulación de sangre».

Lo llamativo es que, a lo largo del artículo, se reconoce que lo que ignoramos del cerebro es mucho más que lo que sabemos. Para Pinker «sigue siendo un misterio» lo que llama el Hard Problem: «explicar cómo la experiencia subjetiva surge de la computación neuronal». Pero, cualquiera que sea la solución, «pocos científicos dudan de que la consciencia está localizada en la actividad cerebral». No sé si serán pocos, pero desde luego lo son en este reportaje, ya que no se ha invitado a nadie que no reduzca lo mental y subjetivo a meros procesos de fisiología neuronal.

El artículo se llama «The mystery of consciousness», pero las conclusiones parecen apodícticas. No hay lugar para el espíritu. Pero cuando de conocimientos tan fragmentarios como los que tenemos del cerebro se sacan conclusiones tan rígidas, hay que sospechar que los huecos se rellenan con ideología.

Tras este modo de enfocar el problema, hay un presupuesto ideológico: el hombre sería solo un producto más sofisticado de la evolución biológica, pero un producto material al fin y al cabo. Es solo una cuestión de volumen de registros. Michael Gazzaniga -director del Centro para el estudio de la Mente, de la Universidad de California- compara la consciencia a un órgano de tubos: «Lo que hace a la consciencia humana tan vibrante es que el órgano de tubos humano tiene muchas melodías que tocar, mientras que el del ratón tiene pocas». ¡Y uno que se sentía ya incómodo por el hecho de compartir el 99% del ADN con el chimpancé!

Curiosamente, para una ciencia que se enorgullece de ser experimental, no podemos fiarnos de nuestra propia experiencia. «El sentimiento intuitivo que todos tenemos de que existe un ‘yo’ que maneja el puesto de control de nuestro cerebro, examinando las pantallas de nuestros sentidos y pulsando los botones de nuestros músculos, es una ilusión», asegura Pinker. «La consciencia resulta ser un revoltijo de acontecimientos distribuidos por el cerebro. Estos acontecimientos compiten por la atención, y cuando un proceso eclipsa a otros, el cerebro racionaliza el resultado «a posteriori» y da la impresión de que un yo ha estado a cargo de todo». Pero ese «yo» llamado Pinker firma el artículo, como si hubiera estado a cargo de todo el proceso, en un ejercicio ilusorio de autoría.

Como si no pasase nada

Las «pruebas» que se exponen a lo largo del artículo se basan en las técnicas de neuroimagen, que muestran lo que se activa o desactiva en el encéfalo ante tareas cognitivas complejas. Pero una cosa es que los fenómenos psíquicos tengan un correlato en las neuronas y otra que los procesos fisiológicos cerebrales basten para explicar la autoconciencia, la intencionalidad o el conocimiento.

La idea de que en la persona humana la unión de espíritu y materia constituye una única naturaleza, es perfectamente compatible con esos cambios en el cerebro que detecta la neuroimagen. Pero reducir todo el psiquismo a la actividad neuronal no se debe ya a una explicación científica, sino a una opción filosófica previa, que descarta todo lo que no puede reducirse a estudio experimental.

Pero lo que más llama la atención en autores como Pinker es que, después de hacer afirmaciones que, de ser ciertas, cuestionarían desde el Derecho Penal a la solidaridad familiar, termina como si no pasara nada. Primero nos pone al borde del abismo de la falta de sentido de la vida humana: «Para muchos no científicos, esta es una perspectiva terrible. No solo ahoga nuestra esperanza de sobrevivir después de la muerte de nuestros cuerpos, sino que también socava la noción de que somos agentes libres y responsables de nuestras decisiones».

Pero que no cunda el pánico: «La biología de la consciencia ofrece una base más sólida para la moralidad que un improbable dogma de un alma inmortal». ¿Por qué? «Porque la biología de la consciencia puede forzarnos a reconocer los intereses de los otros seres, lo que es el centro de la moralidad. La capacidad de negar que los demás tienen sentimientos no es solo un ejercicio académico sino un vicio muy común, tal como lo vemos en la historia de la crueldad humana. Una vez que reconocemos que nuestra consciencia es un producto de nuestro cerebro y que los demás tienen cerebros como los nuestros, una negación de la capacidad de sentir de los demás se hace absurda. El hecho innegable de que todos tenemos el mismo tejido neuronal hace imposible negar nuestra común capacidad de sufrir».

Pero Hitler no persiguió a los judíos porque no creyera en su capacidad de sufrir, sino precisamente porque creía en ella. No somos crueles porque desconozcamos los sentimientos o los intereses de los demás, sino cuando queremos que prevalezcan nuestros propios intereses por encima de los suyos. Y no parece que nuestros conocimientos de neurología impliquen de por sí una mayor sabiduría ética.

Finalmente, Pinker recurre al viejo tópico de que creer en la vida futura estropea la terrena: «Basta recordar a los tipos más famosos que en los últimos tiempos actuaron esperando una recompensa en el más allá: los conspiradores que secuestraron los aviones del 11 de septiembre». Hombre, las neuronas de Pinker también saben hacer trampas. ¿Por qué no recordar a los bomberos que dieron su vida para rescatar a los que estaban en peligro en las Torres Gemelas? ¿Algún mecanismo de la biología evolutiva explica su heroísmo? ¿No esperarían quizá alguna recompensa en el más allá? El manual de instrucciones de estos científicos del cerebro no tiene mucho que decir sobre esto.

Ignacio AréchagaACEPRENSA

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