Aborto: ¿un derecho al mal?

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En el debate sobre el aborto en EE.UU. ha causado sorpresa y cierto revuelo un artículo (1) de la destacada feminista Naomi Wolf. Ella sigue defendiendo el aborto a petición; pero dice que habría que reconocer abiertamente que el aborto es un mal y que supone la muerte de un ser humano.

Wolf, conocida sobre todo por su libro The Beauty Myth, es una de las feministas que en los últimos años han suavizado sus posturas. Muestra de este revisionismo es su última obra, Fire with Fire (1993): allí sostiene que el feminismo «se ha cerrado a una enorme multitud: mujeres que no están seguras de apoyar el aborto, o se oponen activamente a él; (…) mujeres que rechazan firmemente considerarse víctimas; mujeres descontentas con lo que les parece una actitud antimasculina; mujeres conservadoras, y los hombres mismos». Por eso se muestra a favor de sustituir el viejo «feminismo victimista» por otro que «odie el sexismo sin odiar a los hombres».

También su propuesta en relación con el aborto se dirige, desde al punto de vista táctico, a que el bando pro-choice recupere «el centro». El movimiento pro-choice debe admitir «que la muerte del feto es una muerte verdadera; que en la decisión de abortar hay grados de culpabilidad, conciencia y responsabilidad; que el feminismo bien entendido implica enfrentar a las mujeres, así como a los hombres, con las responsabilidades inseparables de sus derechos; y que necesitamos tener la valentía de reconocer que la elevada tasa de abortos de este país -más del 25% en relación con los embarazos- sólo puede entenderse (…) como un fracaso».

Según Wolf, la actual retórica abortista conduce a tres errores: dos morales -endurecimiento de la conciencia y falsedad- y uno estratégico.

Niños deseados o indeseables

El primer error moral viene de cerrar los ojos a la realidad de la vida humana que se desarrolla en el seno materno. Los abortistas -recuerda Wolf- rechazan con fuerza que se muestren fotografías de no nacidos -como gustan hacer los pro-vida-, práctica que consideran terrorismo psicológico.

Pero, señala Wolf, «aunque las imágenes de la muerte violenta de un feto [abortado] sean magníficos instrumentos de polémica para los pro-vida, las fotos no son polémicas en sí mismas: son hechos biológicos, y lo sabemos». Así que «el eslogan pro-vida ‘El aborto para un corazón que late’ es una verdad incontrovertible».

La prueba es que la exhibición de fotos y ecografías de fetos no provoca esa reacción, cuando se dirige a padres que desean el hijo que esperan. «Entonces, ¿los fetos queridos son criaturas encantadoras (…) que en las ecografías son igual que papá, pero los no queridos son simple ‘material uterino’?».

Así, «los pro-vida tienen un fondo de razón cuando advierten que la difusión del aborto supone el peligro de que se rebaje la reverencia por la vida: una retórica de libre mercado sobre el aborto puede, ciertamente, contribuir a la extraña situación que contemplamos, donde parece que se ve a los niños no como criaturas a las que los padres dedican la vida, sino como equipamiento para elevar la calidad de vida de los padres».

En segundo lugar, añade Wolf, la retórica abortista es, en muchas ocasiones, la máscara de la insinceridad. A veces, abortan mujeres en situaciones muy difíciles. Pero hay también «millones» de abortos decididos «por estudiantes de universidad, profesionales y gente de clase media y media-alta». Y cuenta por qué ella misma decidió usar la «píldora del día siguiente» cuando estudiaba en Europa: «Había dos pesos en la balanza: yo y el bebé, y pesó más el primero». Wolf cree que la embarazada tiene derecho a obrar así; pero «no blanqueemos el interés propio con el lenguaje del sacrificio».

En conclusión, «el aborto debe ser legal; a veces es incluso necesario. A veces la madre ha de poder decidir que el feto, un ser plenamente humano, debe morir. Pero nunca es justo ni necesario rebajar el valor de la vida que se sacrifica». Lo contrario es, además, una mala estrategia que priva al bando pro-choice del apoyo del «centro», que no podrá aceptar una defensa del aborto que no lo reconozca como un mal lamentable y sea ajena a toda consideración ética.

Expiación

Pero ¿cómo defender el derecho a abortar y a la vez estimular a no hacerlo? Aquí está la parte más novedosa y más discutida de la argumentación de Wolf. Si el aborto es un mal, no vale escudarse en referencias a la «intimidad» o a que es «una decisión intensamente personal», como hace la retórica pro-choice. «No, la elección de una alfombra es una decisión intensamente personal». Para defender la posibilidad de abortar en un contexto moral, dice Wolf, hay que introducir dos elementos distintos del simple yo: Dios y la conciencia.

Que el aborto deba ser legal, explica, no significa que sea moral. La retórica abortista confunde ambas cosas. Wolf afirma que la mujer que aborta «debe comprender que no ha estado a la altura debida, y que tiene que pedir perdón y expiar por ello».

A partir de aquí, el artículo adquiere un fuerte tono religioso. La penitencia -ante Dios, o ante la propia conciencia, si uno no es creyente- repara el mal que es el aborto. Ahora bien, ¿cómo se puede afirmar que se tiene derecho a hacer algo por lo que habrá que expiar?

Escribe la autora, a propósito de los modos de «expiar»: «Si uno cree que abortar es matar pero sigue siendo pro-choice, podría intentar emplear siempre anticonceptivos; si tuviera que abortar, podría entonces esforzarse para proporcionar anticonceptivos, o empleo, u otras posibilidades a las chicas jóvenes; podría dar dinero a programas de atención prenatal a mujeres pobres; si es madre o padre, podría recordar al hijo abortado cada vez que estuviera tentado de ser menos cariñoso con el hijo vivo, y mostrarle renovado amor. Y así sucesivamente: penitencia».

Todo sigue igual

En suma, Naomi Wolf expone con claridad verdades nunca oídas en boca de los pro-choice. Pero ¿representa su propuesta un verdadero cambio en la postura abortista? En el número del primer trimestre de este año, The Human Life Review publica varios comentarios al artículo de Wolf. En general, los autores elogian su sinceridad, pero también señalan la incoherencia de la solución que propone.

Por ejemplo, Wolf subraya que la anticoncepción es la forma de prevenir el aborto. Pero en todas partes lo uno y lo otro aumentan juntos. Atribuir el aborto a un «fallo del anticonceptivo» puede ser verdad en algún caso, o en muchos, tomados uno por uno; pero en conjunto y en el fondo, el aborto muestra la victoria final de la mentalidad anticonceptiva. En fin, es incoherente lamentar que haya abortos y defender el uso irresponsable del sexo.

George McKenna advierte que es contradictorio llamar mal al aborto y sostener el derecho a cometerlo. Pues Wolf, aun reconociendo que hay abortos decididos por «malos motivos», no dice en qué casos sería inmoral: remite el asunto a la conciencia y Dios. Pero, si -como afirma Wolf- siempre se puede decidir abortar, Dios funciona como un mero recurso retórico, pues en todo caso podrá ser invocado como testigo aquiescente. Entonces, no es más que el yo quien decide el aborto consigo mismo.

Por tanto, Wolf parece aconsejar el remordimiento como medio de tranquilizar la conciencia. La suya es una extraña idea de la penitencia: una especie de patente de corso con que se compra el derecho moral a cometer el mal. O, como dice McKenna, el mensaje de Wolf es: «Siéntete mal y te sentirás bien».

Por eso, al final, todo queda como antes: se mantiene el aborto legal a petición, que es lo que a los pro-choice en definitiva importa.

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(1) «Our Bodies, Our Souls», The New Republic (16-X-95).

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