¿A quién me parezco?

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Margaret R. Brown, norteamericana de 19 años, estudiante de biología, expresa en Newsweek (7-III-94) su perplejidad después de saber que fue engendrada por inseminación artificial.

Tengo un sueño recurrente: me veo flotando en medio de la oscuridad mientras giro cada vez más deprisa en una región sin nombre, fuera del tiempo, casi no terrenal. Me angustio y quiero poner los pies en el suelo. Pero no hay nada sobre lo que plantar los pies. Ésta es mi pesadilla: soy una persona engendrada por inseminación artificial con esperma de donante, nunca conoceré la mitad de mi identidad. Siento rabia y confusión y se me plantean miles de preguntas. ¿De quién son los ojos que tengo? ¿A qué tanto secreto? ¿Quién metió en la cabeza a mi familia la idea de que mis raíces biológicas no importaban? No se puede negar a nadie el derecho a conocer sus orígenes biológicos.

Empezando con la selección del donante de esperma, todo se basa en el engaño. Se busca un donante que coincida lo más posible -desde el color del pelo y de los ojos a las preferencias musicales y religiosas- con la madre, o también con el marido, si está casada. Normalmente se realizan varias inseminaciones: una especie de lotería de la fecundación, a menudo con un donante distinto cada vez, de modo que es prácticamente imposible determinar quién es exactamente el padre biológico. En muchos casos, después de la donación se eliminan los registros (aunque creo que hay unos pocos bancos de esperma que permiten conocer la identidad de los donantes). Se sugiere a las parejas que no digan a nadie que van a recurrir a la inseminación artificial. Algunos médicos les aconsejan que mientan, que digan que el tratamiento contra la infertilidad del marido ha tenido éxito. Así, los amigos y familiares creen que el niño es fruto natural de la mujer y el marido.

Hasta hace poco no me enteré de que mi padre en realidad no es mi padre. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía 7 años, y he tenido muy poco contacto con mi padre desde entonces. Hace dos años, a los 16, cuando expresé mi deseo de volver a verle, mi madre decidió contarme que «papá» no era mi padre y que la mitad de mí correspondiente a mi padre procedía de una probeta. Como no quedan registros, la mitad de mi herencia ha sido borrada. Nunca sabré de quién he heredado los ojos. En vano he buscado álbumes de fotos familiares.

La noticia ha afectado a mi sentido de identidad. «¿Quién soy?» es una pregunta difícil de contestar para alguien que ignora de dónde viene. Me gustaría tener el consuelo de saber a quién me parezco. Es sorprendente cómo se puede perder el sentido de identidad cuando nadie te ha dicho nunca: «Eres igual que tu madre cuando era joven». Supongo que soy igual que el donante.

(…) Además de preguntarme quién soy y de dónde vengo, desde que se descubrió el secreto tengo una dificultad mayor: la confianza. Me he preguntado si no habrá otros secretos que desconozco. No debería dudar de mi madre. Pero me he sorprendido preguntándome si me había dicho toda la verdad. ¿Cómo puedo estar segura de que hubo un donante, como ella dice?

Los defensores de la fecundación artificial alegan que en la paternidad la biología es irrelevante: el amor y la atención que el niño recibe es lo único que importa. Comprendo que una pareja desee tener un hijo y no niego que sean capaces de ofrecerle mucho amor y atención, con independencia de cómo se produzca la concepción. Pero en un mundo donde la historia es una asignatura obligatoria y las bibliotecas contienen secciones dedicadas a la genealogía, no entiendo cómo alguien puede privar conscientemente a otro de algo tan básico y esencial como su herencia. (…)

Lo más asombroso, a la vista de la importancia que da la sociedad actual a los derechos de los niños, es que en la inseminación artificial se actúa en interés de la intimidad de los padres y del médico, en vez de en interés del niño. (…) Ni siquiera se plantea si el hijo tiene derecho a conocer a su padre biológico. (…) Parece que nadie pensó que quizá yo querría conocer la otra mitad de mi constitución genética. Pero un hijo no es una mercancía ni una propiedad: es una persona que tiene sus propios derechos.

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