Vaticano II: una síntesis de fidelidad y dinamismo

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Benedicto XVI dedicó buena parte de su discurso de fin de año a la Curia Romana, pronunciado el pasado 22 de diciembre, a reflexionar sobre el Concilio Vaticano II, de cuya conclusión se acaba de cumplir el cuarenta aniversario. Ofrecemos una traducción de amplios pasajes del texto.

¿Por qué la recepción del Concilio se ha producido, en gran parte de la Iglesia, de este modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la justa interpretación del Concilio o -como diríamos hoy- de su adecuada hermenéutica, de su apropiada clave de lectura y de aplicación. Los problemas de recepción nacieron por el hecho de que dos hermenéuticas contrarias chocaron y han litigado entre sí. Una ha causado confusión; la otra, de manera silenciosa pero cada vez más visible, ha dado frutos.

Dos interpretaciones

Por una parte, existe una interpretación que quisiera llamar «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura», que con frecuencia se ha valido de la simpatía de los medios de comunicación, y también de una parte de la teología moderna. Por otro lado, está la «hermenéutica de la reforma», de la renovación en la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha donado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero sigue siendo siempre el mismo sujeto único del Pueblo de Dios en camino.

La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre la Iglesia preconciliar y la Iglesia postconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tal no serían la auténtica expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de acuerdos en los cuales, para alcanzar la unanimidad, se tuvieron que arrastrar y reconfirmar muchas cosas viejas que hoy son ya inútiles. El verdadero espíritu del Concilio no se revelaría en estos compromisos, sino más bien en los impulsos hacia lo nuevo que están sobreentendidos en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y en conformidad con ellos habría que seguir adelante. Ya que los textos reflejarían sólo de manera imperfecta el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario ir audazmente más allá de los textos (…). En una palabra, no habría que seguir los textos del Concilio, sino su espíritu.

Es obvio que de este modo se deja un amplio margen para la pregunta sobre cómo se define este espíritu y, consecuentemente, se deja espacio a todo tipo de arbitrariedad. Así se malinterpreta en su raíz la naturaleza de lo que es un Concilio: se le considera como una especie de Asamblea Constituyente que elimina una constitución vieja y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita un mandante y después una confirmación por parte del mandante, es decir del pueblo al que la constitución debe servir. Los Padres conciliares no tenían tal mandato, nadie se lo había dado en ningún momento. Y nadie, desde luego, podía darlo pues la constitución esencial de la Iglesia viene del Señor. (…).

El Concilio como reforma

A la hermenéutica de la discontinuidad se le opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron en primer lugar el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio, el 11 de octubre de 1962, y después el Papa Pablo VI en el discurso de clausura del 7 de diciembre de 1965. Quisiera citar aquí tan solo las famosas palabras de Juan XXIII con las que, sin dejar lugar a equívocos, expresa esta hermenéutica cuando dice que el Concilio «quiere transmitir pura e íntegra la doctrina, sin atenuaciones o tergiversaciones».

Y añade: «Nuestro deber consiste no sólo en custodiar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos sólo de la antigüedad, sino en dedicarnos con voluntad firme y sin temor a la tarea que exige nuestra época… Es necesario que esta doctrina cierta e inmutable, que debe ser respetada fielmente, se profundice y presente de manera que corresponda a las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades contenidas en nuestra venerada doctrina, y otra la manera con que son enunciadas, conservando en ellas sin embargo el mismo sentido y el mismo valor».

Está claro que esta responsabilidad por expresar de forma nueva una verdad determinada exige una reflexión nueva y una nueva relación vital con ella. Está claro también que la nueva expresión puede madurar sólo si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada. Y que, por otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el programa propuesto por Juan XXIII era sumamente exigente, como también es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo.

Allí donde esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una vida nueva y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es más grande y está más vivo de cuanto no lo pareciera en la agitación de los años en torno al 68. Hoy vemos que la semilla buena crece, a pesar de que se desarrolle lentamente, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra desarrollada por el Concilio.

Iglesia y edad moderna

En su discurso de clausura del Concilio, Pablo VI señaló otro motivo que podía hacer convincente una hermenéutica de la discontinuidad. En la gran discusión sobre el ser humano que caracteriza el tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de forma particular al tema de la antropología. Tenía que interrogarse sobre la relación entre la Iglesia y la fe, por una parte, y el ser humano y el mundo de hoy, por otra.

La cuestión es todavía más clara si en lugar del término genérico de «mundo de hoy» escogemos otro todavía más preciso: el Concilio debía determinar de forma nueva la relación entre la Iglesia y la edad moderna. Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Más adelante se rompió totalmente cuando Kant definió «la religión dentro de la mera razón» y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder ningún espacio a la Iglesia y a la fe.

El choque de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con las ciencias naturales -que pretendían abrazar con sus conocimientos toda la realidad abarcable, proponiéndose con obstinación que la «hipótesis Dios» fuera superflua- provocó por parte de la Iglesia -en el siglo XIX, bajo Pío IX- condenas ásperas y radicales de este espíritu de la edad moderna. Aparentemente, no quedaba ningún ámbito abierto para un entendimiento positivo y fructuoso. Drásticos eran también los rechazos por parte de quienes se sentían los representantes de la edad moderna.

A pesar de todo, también la edad moderna había experimentado mientras tanto una evolución. Se era consciente de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno distinto del teorizado por las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, de modo cada vez más claro, sobre sus propios limites, impuestos por su mismo método, que si bien realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la realidad en su globalidad. De este modo, las dos partes empezaron a abrirse recíprocamente.

En los periodos de entreguerras, y más todavía tras la Segunda Guerra Mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico que no es neutro ante los valores, sino que vive alimentándose de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo. La doctrina social católica, que se desarrollaba cada vez más, se convirtió en un modelo importante entre el liberalismo radical y la teoría marxista del Estado. (…).

Tres cuestiones por resolver

Se podría decir que se formaron tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de manera nueva la relación entre fe y ciencia moderna. Esto no afectaba sólo a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, pues el método histórico-crítico -en una determinada escuela- reivindicaba la última palabra en la interpretación de la Biblia. Al pretender para sí la exclusividad en su comprensión de las Sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación elaborada por la fe de la Iglesia.

En segundo lugar, había que definir de manera nueva la relación entre la Iglesia y el Estado moderno. Un Estado que concedía espacio a ciudadanos de diferentes religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de manera imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad a favor de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos, y a favor de su libertad para ejercer la propia religión.

A esta cuestión, en tercer lugar, estaba ligado el problema más amplio de la tolerancia religiosa, que exigía redefinir la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, de cara a los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, al echar una mirada retrospectiva a una larga y difícil historia, era necesario evaluar y definir de manera nueva la relación entre la Iglesia y la fe de Israel.

Una ruptura aparente

Son temas de gran envergadura ante los que no es posible detenerse ahora más ampliamente. Está claro que en todos estos aspectos, que en su conjunto conforman un solo problema, podía surgir alguna forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, se había manifestado una discontinuidad. Sin embargo, era una discontinuidad en la que, teniendo en cuenta las situaciones históricas concretas y sus exigencias, no se abandonaba la continuidad en los principios, un hecho que fácilmente no se percibe a primera vista. La naturaleza de la verdadera reforma consiste precisamente en esta combinación entre continuidad y discontinuidad a diversos niveles.

En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a comprender, con mayor precisión que antes, que las decisiones de la Iglesia respecto a cosas contingentes -por ejemplo, algunas formas específicas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia- debían ser necesariamente contingentes porque se referían a una realidad en sí misma cambiable.

Había que aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permanecen en el trasfondo y motivan desde dentro las decisiones. No tienen el mismo nivel de permanencia las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por consiguiente, están sometidas a cambios. De este modo, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que pueden cambiar las formas de su aplicación a nuevos contextos.

La libertad religiosa en un nuevo contexto

Por ejemplo, si la libertad de religión es considerada como expresión de la incapacidad del hombre para encontrar la verdad, y por tanto se convierte en canonización del relativismo, entonces se eleva impropiamente tal libertad del plano de la necesidad social e histórica al nivel metafísico y se le priva de su auténtico sentido. La consecuencia es que no puede ser aceptada por quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado por ese conocimiento, en virtud de la dignidad interior de la verdad.

Algo completamente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana; más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad, que no puede ser impuesta desde el exterior, sino que tiene que ser asumida por el hombre sólo a través del proceso del convencimiento. El Concilio Vaticano II, al reconocer y asumir con el Decreto sobre la libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno, retomó el patrimonio más profundo de la Iglesia. (…).

Una Iglesia misionera, que se sabe obligada a anunciar su mensaje a todos los pueblos, debe comprometerse por la libertad de la fe. La Iglesia quiere transmitir el don de la verdad que existe para todos, al mismo tiempo que asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que les lleva una respuesta que -en el fondo de su intimidad- buscan. Una respuesta con la que no se pierde la multiplicidad de culturas, sino que hace crecer la unidad entre los hombres, así como la paz entre los pueblos.

Quitar contradicciones erróneas

El Concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y algunos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó e incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta discontinuidad aparente mantuvo e hizo más profunda su naturaleza íntima y su verdadera identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica, en camino a través de los tiempos (…).

Quien esperaba que con este «sí» fundamental a la edad moderna iban a desaparecer todas las tensiones y que esa «apertura al mundo» transformase todo en armonía pura, había minimizado las tensiones interiores y las contradicciones de la misma edad moderna; había infravalorado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todos los períodos de la historia y en toda constelación histórica. Estos peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del hombre sobre la materia y sobre sí mismo, no han desaparecido, sino que por el contrario asumen nuevas dimensiones: una mirada a la historia actual lo demuestra claramente.

También en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo un «signo de contradicción» (…). No podía ser la intención del Concilio abolir esta contradicción del Evangelio en relación a los peligros y errores del hombre. Su propósito, por el contrario, era arrinconar las contradicciones erróneas o superfluas con el fin de presentar a este mundo nuestro las exigencias del Evangelio con toda su grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de manera bastante imprecisa se ha presentado como «apertura al mundo», pertenece en definitiva al problema perenne de la relación entre fe y razón, que se muestra siempre con formas nuevas.

Diálogo entre razón y fe

La situación que el Concilio debía afrontar es sin duda comparable a eventos de épocas precedentes. San Pedro en su primera carta había exhortado a los cristianos a estar siempre preparados para dar respuesta («apo-logia») a quien les preguntara el «logos», la razón de su fe. Esto significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la cultura griega, y aprender a reconocer -mediante la interpretación- la línea de distinción, y también de contacto y afinidad entre ellas, que existe en la única razón dada por Dios.

Cuando en el siglo XIII, a través de filósofos hebreos y árabes, el pensamiento aristotélico entró en contacto con el cristianismo medieval, formado en la tradición platónica, y la fe y la razón corrieron el riesgo de entrar en una contradicción irreconciliable, fue sobre todo santo Tomás de Aquino quien hizo de mediador para el nuevo encuentro entre fe y filosofía aristotélica, situando de este modo la fe en una relación positiva con la forma de razonar de su tiempo.

La fatigosa disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que, en un primer momento -con el proceso a Galileo- había comenzado de modo negativo, conoció muchas fases, pero con el Concilio Vaticano II llegó la hora en que se pedía una amplia reconsideración. Su contenido está trazado en los textos conciliares sólo en grandes líneas, que han marcado la dirección esencial. De este modo, el diálogo entre razón y fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orientación en el Vaticano II. Es preciso ahora desarrollar ese diálogo con gran apertura mental pero también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con razón, espera de nosotros precisamente en este momento. (…).

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