·

Una libertad de expresión que se haga entender

publicado
DURACIÓN LECTURA: 4min.

Junto a los temas y los enfoques que prevalecen en los medios de comunicación mayoritarios, cabe hablar de una opinión pública paralela: la de quienes disienten de la mentalidad dominante, y a los que a veces se considera incapacitados para la vida democrática.

En esta categoría entran los que por sus ideas o por su manera de expresarlas se ganan a pulso la fama de extremistas, pero también cualquiera que defiende de forma respetuosa puntos de vista alternativos a esa estructura de pensamiento.

Aquí el interés se desplaza hacia aquellos debates que les dejan ser y vivir en paz: la libertad de pensamiento, la libertad religiosa y de conciencia, la libertad de expresión, la corrección política…

Cambio de valores

Esta postura es típica de personas que se encuentran en minoría respecto de una cultura hegemónica. Igual que los jóvenes del 68 se alzaron contra una manera de ver el mundo que en su opinión ahogaba la espontaneidad, como mostraba la exposición “1968, la revolución del deseo” (EncuentroMadrid, 2018), se podría decir que la revuelta contra las élites a la que hoy asiste Occidente es una reacción al clima sofocante que ha traído el nuevo pensamiento dominante; es decir, la contracultura que emergió del 68. Si liberar al deseo encadenado era la meta de entonces, hoy el objetivo sería liberar a la palabra amordazada.

Aparentemente, el 68 triunfó: sus valores, hasta entonces marginales, pasaron a ser mayoritarios. Pero esa es solo una parte de la historia. El resultado más dramático lo explicaba Marcelo López Cambronero, comisario de esa exposición: “La explosión del deseo, la necesidad de encontrar una forma de expresión nueva, la búsqueda de un sentido diferente al heredado”, se vio truncada por “el drama que acarrea el nihilismo; es decir, cuando se vive sin esperanza, sin la posibilidad de que exista una respuesta decisiva para la vida”.

Está por ver a dónde conducirá la denuncia de la corrección política que popularizó Donald Trump en su campaña para las presidenciales de 2016. De momento, no parece que su estilo bronco vaya a persuadir a muchos de sus rivales. Más bien, lo contrario: sus excesos –como los de la alt-right– parecen estar confirmando a los partidarios de la corrección política que esta es más necesaria que nunca.

Entretanto, existe el riesgo de que una derecha posmoderna y nihilista, que se define precisamente como “alternativa” a la derecha conservadora y religiosa, deje a la libertad de expresión vacía de sentido; esto es, sin nada relevante que decir. Como observó Maren Thom a propósito de los jóvenes libertarios de la alt-right, la suya es una transgresión sin sustancia.

Ya hay comentaristas que alertan a sus colegas progresistas del precio a pagar por este relevo. Desde las páginas del New York Times, Emily Ekins lanzaba un mensaje claro y distinto a los simpatizantes del Partido Demócrata: si queréis ver más moderación entre los seguidores de Trump, os conviene que haya más religión, no menos. En The Week, Pascal-Emmanuel Groby advertía: “Si no te gustaba la derecha cristiana, realmente odiarás la derecha poscristiana”.

Existe el riesgo de que una derecha posmoderna y nihilista deje a la libertad de expresión vacía de sentido

Dejar hablar, y hablar con respeto

Seguramente, si hubiera habido más tolerancia con la pluralidad de ideas y de valores, hubiera habido menos indignación. El auge del voto populista no refleja necesariamente la adhesión incondicional a un líder, ni mucho menos a todas y cada una de sus medidas o de sus declaraciones. Puede verse también como un voto de protesta contra quienes han querido quitarles la legitimidad para hablar.

Por eso, no es disparatado aventurar una receta contra el populismo: dejar hablar a los disconformes con las opiniones de moda que aceptan de buen grado las reglas del juego democrático. No porque sean el verdadero y único “pueblo”, sino porque –al igual que los que sí apoyan la visión progresista del mundo– también ellos son ciudadanos de pleno derecho.

Ahora bien, quien quiera influir en las controversias públicas, más que una libertad de expresión “sin complejos”, necesitará una libertad de expresión con voluntad de hacerse entender.

Sobre esto, es interesante la recomendación que hace Bruno Mastroianni en La disputa feliz. En un contexto donde la dimensión personal cuenta más que los argumentos, la racionalidad y el equilibrio son necesarios para fundamentar bien las propias posiciones, pero no son suficientes. “Se necesita un esfuerzo mayor de comunicación”, que cuide la relación con el otro tanto como el contenido. “Sintonizar con los sentimientos y no solo con los intelectos, es el camino para hacerse escuchar”.

En vez de alejarnos del tema de discusión, el hecho de tomarnos en serio la relación con el otro es lo que permite que podamos discutir sin interferencias. Precisamente porque hemos rebajado el ruido de fondo (los prejuicios, la desconfianza…), podemos “mantener la atención, las energías y la concentración en los temas y argumentos en cuestión”.

En la era de las burbujas mediáticas, concluye Mastroianni, lo subversivo es afinar nuestros argumentos y “encontrar mejores maneras de expresar lo que pensamos” para saltar las murallas de nuestros búnkers. Se trata de buscar perspectivas y de plantear preguntas “que nos lleven, a nosotros y a nuestros interlocutores, a un nivel más allá de lo esperado”.

____________________

Ver también Debates candentes en la opinión pública

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.