No hay datos para tantos informes

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En nuestro tiempo, toda causa va unida a números. Cuando quieren despertar nuestras conciencias sobre los males del mundo, nos tocan el corazón con datos: el 22% de los habitantes de países en desarrollo (PED) viven con menos de un dólar diario, uno de cada cuatro niños lleva retraso en el crecimiento, las víctimas de la trata de personas son 20 millones, la tuberculosis causó 1,3 millones de muertes en un año. “Si no puedes medirlo, no existe”, advirtió Bill Gates al promotor del Índice Global de la Esclavitud; bien, pues existe: en el mundo hay 35,8 millones de esclavos, según la última edición del informe.

Pero ¿realmente se ha medido todo eso? Big Data es un fenómeno minoritario. En la mayor parte del mundo hay más bien little data. Lo recuerda un informe –¿qué, si no?– sobre la disponibilidad de datos con respecto a los objetivos de desarrollo del milenio (ODM) aprobados por la ONU en 2000.

Si se pretende, por ejemplo, que en 2015 se consiga la escolarización universal en el nivel primario, la tasa de mortalidad infantil sea un tercio de la que había en 1990, o empiece a bajar la incidencia de la malaria, hay que tener datos, o no se podrá saber si las metas se alcanzan o no. Por eso, el secretario general de la ONU, Ban Kimoon, encargó a un grupo de expertos que estudiara cómo mejorar las estadísticas relativas al desarrollo. El resultado fue el informe A World that Counts.

Sus conclusiones nos bajan del Olimpo de los números redondos al humilde suelo de los datos escasos. “Demasiados países siguen teniendo pocos datos, los datos llegan con demasiado retraso y no hay datos sobre demasiados asuntos”.

Es cierto que la recopilación de datos por parte de organismos estadísticos nacionales ha mejorado notablemente en los últimos diez años. Aun así, la cobertura de datos sobre 55 indicadores básicos de desarrollo en 157 países o regiones, que se usan para estimar el progreso hacia los ODM, no llega al 70%. Y de los datos existentes, un poco menos de la mitad fueron obtenidos directamente, mediante censos, registros administrativos, etc. El resto son estimaciones hechas con distintos métodos. Por ejemplo, la actual tasa oficial de pobreza en Botsuana es una extrapolación de datos tomados hace veinte años. Lagunas como esa son especialmente frecuentes en África, que es el continente de los datos perdidos: varios países llevan decenios sin hacer un censo.

Más de la mitad de los datos disponibles sobre los objetivos de desarrollo del milenio son estimaciones indirectas

Así pues, ¿cómo se puede calcular la tasa de mortalidad infantil en los PED si, para empezar, no se registran alrededor del 40% de los nacimientos? ¿Qué valor tienen los índices de pobreza si en la mayor parte de los casos nadie cuenta los habitantes de chabolas?

De todas formas, el informe precisa que la disponibilidad de datos es muy variable, según el indicador. Por ejemplo, los datos sobre malaria son muy escasos, mientras que son bastante completos los de proporción de chicas y chicos en las escuelas (eso es lo fácil: sobre otras medidas de extensión y calidad de enseñanza se sabe poco, señala el estudio).

Números espurios

Estos “metadatos” deberían hacernos tomar con cautela la actual proliferación de estadísticas, de las que los rankings de países son el último grito. Y en no pocos casos son además las mayores fuentes de números espurios o inciertos, advertía recientemente The Economist. Hoy tenemos el Índice de Desarrollo Humano (ONU), el Índice de Percepción de la Corrupción (Transparencia Internacional), el de Facilidad para hacer Negocios (Banco Mundial), el informe de Tráfico de Personas (Departamento de Estado de EE.UU.), el Índice Global de Disparidad de Género (World Economic Forum)… Algunos, como el informe PISA, están bien hechos. Pero otros índices, en que se juntan cifras heterogéneas para poner una nota a cada país, se prestan a manipular los números para hacerlos decir lo que se quiera. Basta con seleccionar los más interesantes y ponderarlos del modo adecuado.

Un ejemplo de los peores es el citado Índice Global de la Esclavitud, que define su objeto de modo lato: incluye el trabajo de inmigrantes en condiciones abusivas y el de niños. El total del mundo incluye números que no son ni siquiera estimaciones: a falta de datos sobre Irlanda e Islandia, se rellena la laguna con los de Gran Bretaña; los de Estados Unidos se aplican a Alemania y otros países de Europa occidental. También es muy criticado el informe del Departamento de Estado norteamericano sobre tráfico de personas, por usar cifras de segunda mano, dudosas y no comparables de un país a otro.

Sin embargo, también un índice engañoso puede influir mucho. Ningún gobierno quiere salir en la lista de los más tolerantes a la trata de personas o la esclavitud. El efecto en el prestigio de los nombrados es inevitable, pues a la opinión pública solo llegan los titulares, no la letra pequeña, y para cuando un estadístico ha logrado detectar los fallos metodológicos, es demasiado tarde. Haría falta un índice de calidad de índices, pero naturalmente podría adolecer de los mismos defectos que los demás. De momento, el remedio es recibir los números con prudente reserva y procurar averiguar de dónde han salido.

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