Los embriones y la tortura

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Contrapunto

El gobierno francés acaba de proponer la reforma de la legislación sobre bioética adoptada en 1994. Como justificación se invoca la necesidad de adaptar la ley a los rápidos progresos en los conocimientos biológicos. Pero las directrices de la reforma indican también la rapidez con que van cayendo las barreras éticas tendidas para encauzar el conocimiento científico sobre el embrión humano.

La utilización del embrión humano como material de experimentación, práctica prohibida en la ley vigente, quedaría ahora autorizada. En principio, se trataría de aprovechar los embriones sobrantes de prácticas de fecundación in vitro, actualmente congelados. Con un lenguaje que evoca a huérfanos abandonados a la puerta de un laboratorio científico, Lionel Jospin se refiere a estos embriones como aquellos que «han sido objeto de un abandono de proyecto parental y no disponen de una pareja que los acoja». Traducción: esos embriones creados al amparo de la legislación actual y con los que no sabemos qué hacer.

Jospin justifica la experimentación por el deseo de mejorar la procreación asistida y por la posibilidad de cultivar «células madre» que, por su gran plasticidad, abrirían quizá la puerta a terapias eficaces para enfermedades hoy incurables. Y, como respondiendo de entrada a las críticas contra una decisión que cosifica al embrión humano, Jospin se pregunta. «¿Razones basadas en principios filosóficos, espirituales o religiosos deberían llevarnos a privar a la sociedad y a los enfermos de la posibilidad de avances terapéuticos?».

Como de costumbre, el debate se zanja de antemano contraponiendo la objetividad y el potencial de la técnica a unos principios que evocan ideas desencarnadas y subjetivas, cuando no anticuadas. Pero, ¿qué es la bioética si se dejan de lado esos principios? ¿Pura biología?

Cuando se descartan esos principios en nombre de la eficiencia, la deriva suele ser peligrosa. En estos días se debate también en Francia la oportunidad de reconocer y pedir perdón oficialmente por la utilización de la tortura por parte del ejército francés durante la guerra de Argelia hace casi medio siglo. Enfrentado a una sublevación que utilizaba la guerra de guerrillas y los atentados violentos también con víctimas civiles, las autoridades hicieron la vista gorda sobre la tortura policial.

No era una mera válvula de escape para la venganza o el sadismo. Desde el punto de vista de la eficacia, el recurso a la tortura resultaba muy comprensible. Las informaciones obtenidas de ese modo tendrían consecuencias benéficas: bombas que no explotan, víctimas inocentes cuyas vidas se conservan, terroristas que son descubiertos… También aquí se podría preguntar: ¿Razones basadas en principios filosóficos, espirituales o religiosos deberían llevarnos a privar a la sociedad y a las posibles víctimas de esta posibilidad de defensa?

Sí, deberían privarnos de embocar un camino de consecuencias peligrosas e incontrolables. Tampoco aquí el fin justifica los medios. En el caso del conflicto argelino, los datos ahora investigados indican que lo que empezó como algo excepcional acabó siendo generalizado: la tortura no fue solo obra de unos pocos militares sádicos, sino más bien una práctica extendida y ampliamente tolerada.

Ciertamente, la tortura y la experimentación con embriones no son abusos de la misma entidad. A diferencia de los torturados, los embriones no sufren, aunque son destruidos. Lo que sufre es la dignidad humana, cuando esas vidas incipientes se tratan como si fueran cosas. Privarse de conocimientos obtenidos de ese modo no es ignorancia, es prudencia. Por eso vale la pena afrontar estos debates con todos los argumentos. Después de todo, los grandes avances en el modo de tratar a la persona humana -desde la esclavitud a los derechos de los trabajadores o a la lucha contra la pobreza- han venido cuando los criterios puramente utilitaristas han cedido ante principios filosóficos, espirituales o religiosos.

Ignacio Aréchaga

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