La Santa Sede no “vende” la Iglesia china al gobierno comunista

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Que la Santa Sede haya pedido a dos obispos chinos fieles a Roma apartarse para dejar lugar a otros dos, pertenecientes a la denominada “Iglesia patriótica” –la controlada por el gobierno del Partido Comunista–, puede sonar muy fuerte. De hecho, en días pasados, un conocido pastor, el retirado cardenal Joseph Zen, de Hong Kong, descalificó la decisión en términos muy duros. “¿Está vendiendo el Vaticano a la Iglesia católica en China? Sí, definitivamente”, apuntó el 29 de enero en un post de Facebook.

La realidad, sin embargo, es más compleja. La Catholic News Agency narra el caso de la siguiente manera: en diciembre de 2017, y por segunda vez desde octubre, Roma pidió la renuncia al obispo de Shantou, Peter Zhuang Jianjian, de 88 años. Lo sustituiría el obispo Huang Bingzhang, miembro del Parlamento chino, y que había sido excomulgado en 2011 por aceptar la ordenación sin la aprobación del Papa. A cambio de su cese, una comisión tripartita –Santa Sede, Iglesia patriótica y gobierno chino– ofreció a Zhuang que nombrara a tres sacerdotes como candidatos entre los que se elegiría un vicario general, subordinado a Huang; una propuesta que no convenció al veterano pastor.

“En China no existen dos Iglesias, sino dos comunidades de fieles que están llamadas a cumplir un camino progresivo de reconciliación hacia la unidad”

El otro caso involucra al obispo de Mindong, Joseph Guo Xijin, que tampoco goza de las simpatías del régimen. La delegación vaticana habría solicitado al prelado que ejerciera como coadjutor del obispo “oficial” Vincent Zhan Silu. En caso afirmativo, Mons. Joseph tendría, bajo el Derecho Canónico, la potestad de suceder al obispo de la diócesis en caso de que fuera necesario, lo que sugiere que no se le distanciaría a perpetuidad de su puesto.

El cardenal emérito de Hong Kong criticó esos movimientos y señaló incluso que el Papa no estaba bien informado por su equipo. Pero el portavoz de la Santa Sede, Greg Burke, salió al paso de esas afirmaciones y precisó que Francisco estaba “en constante contacto con sus colaboradores sobre asuntos chinos, en particular en la Secretaría de Estado”, y que era “informado por ellos, fielmente y en detalle, de la situación de la Iglesia Católica en China, la que sigue con especial atención”.

Crear un marco estable para poder evangelizar

En un artículo sobre el tema en Crux, el vaticanista John Allen explica las limitaciones objetivas que encuentra la Santa Sede en su relación con el régimen de Pekín, que sigue una pauta que tiende a perpetuarse. Periódicamente se produce un aparente deshielo –por alguna noticia positiva sobre el Papa en la prensa oficial, o por la liberación de algún clérigo–, y se asume que las cosas irán a mejor. Pero pronto las autoridades chinas se encargan de desmontar el pronóstico, sea derribando algún templo, encarcelando a algún sacerdote o manifestando enojo por alguna declaración de un funcionario vaticano. Pasan unos meses, y vuelta a empezar.

Según Allen, la razón del estancamiento está en la influencia de los ideólogos de línea dura de la élite gobernante que, contra el deseo de los moderados, recelan de la influencia de Occidente, del que el Papa viene a ser un simbólico líder espiritual. Y son ellos, explica, los que tienen las riendas de la Administración Estatal de Asuntos Religiosos.

Es en este contexto en el que Roma tiene que llevar el timón con el máximo cuidado para evitar que las relaciones encallen, algo que no convendría a la Santa Sede por diversas razones. La primera de ellas, que hay entre 10 y 15 millones de católicos en China, y si bien por lo general no sufren persecución física, sí que padecen restricciones a su libertad religiosa, así como un trato propio de ciudadanos de segunda categoría. No sería lo más adecuado que, fruto de un empeoramiento de las relaciones bilaterales, los fieles chinos pagaran los platos rotos.

Con el confucianismo como código moral, no religioso, y tras décadas de ateísmo oficial, el país tiene un gran potencial para las misiones

En segundo lugar, Allen considera que, a la vista del prominente papel que está desempeñando China en la arena global; de su creciente influencia, militar, económica y política, la Santa Sede no se beneficiaría de darle la espalda. “El Vaticano entiende que si no hablas directamente con Pekín, quedas fuera de juego”.

Por último, Roma es consciente del enorme potencial de China como tierra de misión. El país, con una tradición confuciana que funciona más como código moral que como religión, y tras décadas de ateísmo oficial, muestra un hambre religiosa que está dando lugar a un despertar cristiano. De momento, el pentecostalismo parece estar tomando la delantera –tendría entre 60 y 100 millones de seguidores allí–, y por su parte Roma se esfuerza en lograr un marco legal estable que favorezca después una labor misionera fructífera.

Punto clave: la elección de los obispos

Las actuaciones con China tienen que estar, pues, cuidadosamente delineadas, sin que esto suponga dejar de lado a los pastores y fieles que han padecido la represión comunista. “La Iglesia nunca olvidará las pruebas y los sufrimientos pasados y presentes de los católicos chinos”, asegura el cardenal secretario de Estado, Pietro Parolin, en una entrevista con el Vatican Insider a raíz de los sucesos de los últimos días. En ella explica la línea que sigue la Santa Sede en las conversaciones con el gobiermo chino.

“El Papa Benedicto XVI –dice el Card. Parolin– representó muy bien el espíritu de este diálogo en la Carta a los católicos chinos, de 2007: ‘No puede buscarse la solución de los problemas existentes a través de un conflicto permanente con las autoridades civiles legítimas’ (n. 4). En el pontificado del Papa Francisco, las negociaciones se mueven exactamente siguiendo esta línea: apertura constructiva al diálogo y fidelidad a la genuina tradición de la Iglesia”.

El Papa Francisco sigue con especial atención la situación de la Iglesia en China, de la que es informado en detalle por sus colaboradores

El objetivo final es que los católicos chinos puedan vivir su fe libremente y dar su aporte a la sociedad. Si, para lograrlo, “a alguien se le pide un sacrificio, pequeño o grande, debe quedarles claro a todos que este no es el precio de un intercambio político, sino que forma parte de la perspectiva evangélica de un bien mayor, el bien de la Iglesia de Cristo. Lo que se espera es llegar, cuando Dios quiera, a no tener ya que hablar de obispos ‘legítimos’ e ‘ilegítimos’, ‘clandestinos’ y ‘oficiales’ en la Iglesia china, sino a encontrarse entre hermanos, aprendiendo nuevamente el lenguaje de la colaboración y de la comunicación”.

La voluntad de la Iglesia, afirma, es preservar la comunión. “En China no existen dos Iglesias, sino dos comunidades de fieles que están llamadas a cumplir un camino progresivo de reconciliación hacia la unidad”. Por ello, Parolin asegura que no se trata de mantener un conflicto “perenne” entre estructuras contrapuestas, sino de encontrar soluciones pastorales que posibiliten a los fieles caminar de la mano y emprender la tarea de la evangelización. Una vez resueltas cuestiones tan fundamentales como la elección de los obispos, las dificultades restantes no serán tan graves “como para impedirles a los católicos chinos vivir en comunión entre ellos y con el Papa”.

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