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La igualdad impuesta contra la tolerancia

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La separación entre las Iglesias y el Estado se está viendo amenazada hoy día por los intentos de imponer a las organizaciones religiosas un conjunto de reglas aprobadas en el ámbito estatal. Especialmente, al aplicar políticas de no discriminación o al reconocer como derechos conductas que las Iglesias rechazan, se quiere obligar a éstas a cambiar sus propias normas. En este artículo, publicado originalmente en www.spiked-online.com, su editor Brendan O’Neill critica esta tendencia manifestada en la Ley de Igualdad que ha entrado en vigor en el Reino Unido.

No podría haber mejor muestra de hasta qué punto los liberales y humanistas de hoy día han perdido el rumbo que el actual clamor por más intervención estatal en asuntos religiosos. Su única crítica a la nueva ley de igualdad -pergeñada por el Nuevo Laborismo y promulgada por los liberal-conservadores- es que no llega bastante lejos para forzar a los grupos religiosos a cambiar sus “prácticas de contratación” y ponerlas en sintonía con el resto de la sociedad. Parecen felizmente ignorantes de que el credo ilustrado del liberalismo, que dicen representar, surgió precisamente de la oposición por principio a la injerencia de las autoridades civiles en materia de fe.

La Ley de Igualdad, promulgada el 1 de octubre, fue capitaneada por la laborista Harriet Harman cuando era ministra de Igualdad. En gran parte solo es una refundición burocrática de varias leyes: la Ley de Igualdad Salarial de 1970, la Ley de Discriminación Sexual de 1975, la Ley de Relaciones Raciales de 1976, etcétera. Pero en esta ley tan amplia se han metido algunas nuevas normas problemáticas y autoritarias.

La Ley de Igualdad concede “excesivos privilegios” a las organizaciones religiosas, dice la British Humanist Association, pues aún les permite “discriminar por motivo de religión o creencias u orientación sexual”. Otro grupo laicista dice que hizo campaña, y con energía, para “eliminar el privilegio religioso”, de modo que la ley limitara a las escuelas y organizaciones religiosas las posibilidades de quedar exentas del deber de igualdad y así no tener que contratar homosexuales ni ordenar sacerdotisas, por ejemplo. Un comentarista adscrito al humanismo sostiene que la ley es un signo de que “se ha endurecido la actitud del público… contra las pretensiones de la fe y su defensa de los ‘derechos de la conciencia’”.

El principio ilustrado de tolerancia

Esto puede parecer un claro empate entre la Buena Gente que quiere impedir que las sociedades religiosas discriminen a individuos simplemente por el género o la preferencia sexual, y la Mala Gente que defiende el derecho de las religiones a negarse a tener “infieles” o “pecadores” merodeando cerca de sus iglesias, organizaciones benéficas o escuelas. Pero no es tan sencillo.

El ideal moderno de tolerancia, tan capital para el pensamiento ilustrado, surgió de una oposición filosófica de principio al derecho de los gobiernos a determinar qué podían creer y pensar los grupos religiosos privados y cómo se organizaban y las condiciones para pertenecer a ellos. Al reclamar que el Estado restrinja efectivamente los derechos de asociación de los grupos religiosos -o sea, que les dicte con quién han de tratar y a quién deberían contratar-, los humanistas contemporáneos manifiestan no entender, o aún peor, no respetar, el principio ilustrado de tolerancia.

En uno de los primeros bosquejos del ideal moderno de tolerancia, la Carta sobre la tolerancia, publicada en 1689, John Locke, el filósofo inglés al que luego se dio el título de “padre del liberalismo”, defendió “la tolerancia de aquellos que difieren de otros en materia de religión”. Negó que las autoridades civiles tuvieran derecho a castigar a alguien simplemente por pertenecer a determinada Iglesia. Ningún “magistrado civil” tiene derecho a “perjudicar a otra persona en sus bienes civiles porque sea de otra Iglesia o religión”.

Locke se propuso “distinguir exactamente los asuntos del gobierno civil y los de la religión, y fijar los debidos límites entre uno y otra”. Mientras el gobierno debe ocuparse de las cosas “exteriores”, como la propiedad o la seguridad, la religión se ocupa de las cosas “interiores”, como la fe, la creencia, la conciencia y la “salvación de las almas”. Así, según Locke, el cuidado de las almas no está encomendado al “magistrado civil”, y nadie debe ser sometido a “sufrimientos corporales ni a ninguna otra pena exterior” simplemente por pertenecer a determinada Iglesia. Era una temprana y clara defensa de los derechos de la conciencia y la libertad de creencia -del individuo soberano mismo- contra los “fanáticos que condenan todo lo que no es a su manera”.

El derecho a excluir

Locke comprendió que, si la tolerancia ha de mantenerse como principio vivo y eficaz, es necesario que los grupos religiosos tengan libertad para redactar sus propias constituciones y leyes internas. Locke describe una Iglesia como una “sociedad libre y voluntaria”, una “sociedad espontánea”, “una sociedad de miembros voluntariamente unidos para un fin”; de ahí, dice, “se sigue necesariamente que el derecho de hacer sus leyes no puede pertenecer a nadie más que la sociedad misma… a aquellos a quienes esa sociedad, de común acuerdo, ha autorizado para hacerlas”.

Concretamente, toda Iglesia ha de tener la libertad tanto de recibir a los que se adhieren a sus creencias, como de apartar o expulsar a los que no. Mientras que a las autoridades civiles incumbe tolerar la fe de los hombres y no castigarlos o discriminar contra nadie por lo que cree, tal deber no se extiende a las Iglesias mismas, sostiene Locke.

Sostengo que ninguna Iglesia está obligada en virtud del derecho de tolerancia a retener en su seno a una persona que, después de haber sido amonestada, continúa obstinadamente transgrediendo las leyes de la sociedad”. ¿Por qué? Porque Locke comprendía que una Iglesia que no pudiera usar sus propias leyes internas para excluir a los “infractores”, dejaría de ser una Iglesia, de ser una “sociedad espontánea” libre y voluntaria edificada en torno a un fin común. “Siendo estas [leyes] la condición de la comunión y el lazo de unión de la sociedad, si se permitiese quebrantarlas impunemente, la sociedad se disolvería inmediatamente”. Este es el “fundamental e inmutable derecho de una sociedad espontánea”, dice Locke: “que tiene poder para expulsar a cualquiera de sus miembros que infrinja las normas de su institución”. De otro modo, no podría ser una “sociedad espontánea” en absoluto, y se “disolvería”. (Locke añade que “se debe asegurar que la sentencia de excomunión y su ejecución se lleven a cabo sin ninguna rudeza de palabra o de obra”.)

Proteger la libertad de conciencia

Sin duda muchos de los humanistas de hoy, que paradójicamente se las dan de hijos intelectuales de la Ilustración, denunciarían esto como una “cláusula de exención” inaceptable. Al fin y al cabo, Locke estipula que las autoridades civiles deben ser tolerantes y no infligir pena exterior alguna a un hombre por motivo de lo que cree, pero sostiene que este deber de tolerancia no siempre se extiende a las Iglesias y otras sociedades espontáneas, que deben tener libertad para expulsar a quien crea o piense o se comporte de manera contraria a las leyes internas de tales sociedades.

Pero no es una simple “cláusula de exención” o contradicción inaceptable: eso pertenece a la sustancia de la Ilustración. Es la distinción entre nuestra “vida exterior”, nuestros deberes públicos y nuestra existencia civil, y nuestra “vida interior”, lo que creemos y pensamos, que es un ámbito en que no debería tener jurisdicción autoridad civil alguna. Tanto la tesis de que las autoridades civiles deben tolerar distintos sistemas de creencias, como la tesis de que las Iglesias no deberían tolerar a los no creyentes o a los que consideren “pecadores” se dirigen a proteger la libertad fundamental de conciencia: la libertad de la persona para creer lo que quiera y unirse a sociedades privadas que reflejen y sostengan esas creencias.

Por supuesto, tolerar una fe no significa que a uno tenga que gustarle, o uno tenga que respetarla o celebrarla. Hoy, demasiadas veces, se confunde “tolerancia” con “reconocimiento”, como si no bastara decir simplemente: “sí, esa sociedad espontánea tiene derecho a existir”, sino que por lo visto tendríamos que decir también: “¿no hace esa sociedad espontánea una estupenda e igualmente válida aportación a la sociedad?”

Locke no reconocería esa distorsionada idea de tolerancia como relativismo, pues también defendía el derecho de intentar convertir a los que pertenecían a otras Iglesias. “Enseñando, instruyendo y corrigiendo con razones a los que yerran, [uno] puede ciertamente hacer todo lo que es propio de cualquier hombre bueno”, dice. Sin embargo, “una cosa es persuadir y otra mandar; una cosa es apremiar con argumentos y otra con castigos”. Reclamando que el Estado castigue con penas exteriores a las sociedades espontáneas que rehúsan asociarse con personas a las que consideran impropias, los humanistas de hoy se han convertido, paradójicamente, en “fanáticos que condenan todo lo que no es a su manera”.

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