Evolucionismo: el hecho y sus implicaciones

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Francisco J. Ayala, uno de los científicos españoles con mayor prestigio internacional, ha publicado un libro en el que expone, de modo accesible al gran público, el estado actual de la teoría de la evolución (1). Ayala afirma que la evolución es un hecho demostrado, acepta la explicación neodarwinista de la evolución, y señala que la evolución es compatible con el cristianismo.

Francisco J. Ayala nació en Madrid en 1934, y reside en Estados Unidos desde 1961. Goza de gran prestigio, debido a sus trabajos sobre la evolución biológica. Es profesor en la Universidad de California y, en la actualidad, es Presidente de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia. Aunque ya había publicado varios libros sobre la evolución, el último se dirige al público no especializado. Intenta explicar de modo claro los problemas centrales de la evolución biológica, y también alude a su significado cultural y religioso.

Una conclusión científica establecida

El lego en la materia suele preguntarse: ¿hasta qué punto está demostrada la evolución?, ¿puede considerarse como un logro científico ya adquirido, o se trata sólo de una hipótesis que todavía se discute?

La respuesta de Ayala es tajante: «El origen evolutivo de los organismos es hoy una conclusión científica establecida con un grado de certeza comparable a otros conceptos científicos ciertos, tales como la redondez de la Tierra, la rotación de los planetas alrededor del Sol o la composición molecular de la materia. Este grado de certeza, que va más allá de toda duda razonable, es lo que señalan los biólogos cuando afirman que la evolución es un ‘hecho’. El origen evolutivo de los organismos es un hecho aceptado por los biólogos y por todas las personas bien informadas sobre el asunto» (págs. 17-18); «el hecho de la evolución está ya establecido de forma definitiva» (pág. 19).

Ayala dedica un capítulo de su libro (el III) a exponer las pruebas principales de la evolución, y destaca la importancia de las pruebas aportadas por los progresos recientes de la biología molecular. Desde luego, quien hoy día niegue la evolución, deberá enfrentarse a todos los biólogos y explicar su unanimidad. El recurso a una conjura ideológica anti-religiosa tiene pocas probabibilidades de prosperar, porque tanto los científicos como los teólogos suelen afirmar que la evolución y la religión son compatibles. También los teólogos, así como los filósofos y casi todo el mundo, admiten que la evolución es un hecho. Casi los únicos que lo niegan son algunos grupos fundamentalistas protestantes de Estados Unidos, que siguen afirmando que el mundo tiene unos 5.000 años; mientras tanto, los científicos describen cómo era el universo hace miles de millones de años, estudian cómo se originó la tierra hace 4.500 millones de años, y cómo evolucionó la vida desde organismos primitivos que existían en la tierra hace unos 3.500 millones de años.

Al fin del capítulo III, Ayala concluye que «probablemente no hay otra teoría o concepto científico que esté corroborado de forma tan concienzuda como lo está la evolución de los seres vivos» (pág. 62). A mi modo de ver, ahí se pasa de rosca, y muestra que las discusiones sobre la evolución todavía suelen ir acompañadas de una carga emotiva suplementaria. La evolución de la vida en la Tierra es un proceso histórico único; en cambio, muchos otros conocimientos científicos se refieren a fenómenos que pueden repetirse e incluso manipularse a voluntad en los laboratorios.

El neodarwinismo no lo explica todo

¿Cómo se explica la evolución? Ayala afirma que, aunque se sabe bastante, queda mucho por descubrir. Tiene razón. De todos modos, quizá no consigue dar una idea de todo lo que queda por descubrir. El motivo es que Ayala se sitúa en una línea claramente neodarwinista y, a mi juicio, tiende a dar demasiado crédito a las explicaciones neodarwinistas.

Darwin propuso en 1859 su explicación de la evolución mediante la selección natural: se producen cambios hereditarios que proporcionan ventajas en la lucha por la vida, de modo que, a largo plazo, se imponen los organismos poseedores de esos cambios. Pero Darwin nada sabía sobre esos cambios. La genética fundada por Mendel y desarrollada a partir de 1900 permitió comprenderlos: se trata de las mutaciones genéticas. Hacia los años 30, se formuló la teoría sintética de la evolución (frecuentemente denominada neodarwinismo), que explica la evolución mediante la combinación de mutaciones y selección natural. Muchos evolucionistas aceptan que el neodarwinismo explica lo esencial de la evolución, y que no hay que buscar más.

Ayala escribe: «En 1950 la aceptación de la teoría de Darwin de la evolución por selección natural ya era universal entre los biólogos, la teoría sintética era aceptada como correcta, y las controversias se limitaban a cuestiones de detalle» (pág. 41). Pero esta apreciación de Ayala es un poco exagerada, lo cual se comprende porque él es uno de los autores principales del neodarwinismo. Según otros autores, tan evolucionistas como Ayala, la selección natural darwinista debe ser completada con importantes factores cuyo carácter ni siquiera conocemos bien en la actualidad.

En la evolución siguen existiendo misterios notables, que se refieren sobre todo al origen de los nuevos órganos y organismos. Los neodarwinistas suelen hablar como si esos misterios ya estuvieran explicados, en lo esencial, mediante la selección natural. Ayala escribe: «Es precisamente como consecuencia de la selección natural por lo que los seres vivos son organismos, es decir, están bien organizados, constan de partes muy integradas entre sí y que pueden llevar a cabo las funciones apropiadas para el estilo de vida del organismo» (pág. 106). La selección natural es un «proceso organizador y creativo» (pág. 141): al igual que la selección artificial que practican los agricultores y ganaderos para mejorar las plantas y los animales, la selección natural explicaría la producción de nuevos órganos y organismos, sin que exista ningún plan, porque los cambios genéticos que se dan espontáneamente en los vivientes proporcionan, en algunos casos, ventajas hereditarias que se acumulan en la línea de una adaptación mejor a las condiciones de la vida.

El ejemplo que proporciona Ayala para ilustrar la eficacia de la selección natural se refiere a un caso bastante simple: la reproducción de bacterias y su resistencia a la estreptomicina. La conclusión es clara: «Como ilustramos con el ejemplo bacteriano, la selección natural actúa paso a paso y así produce combinaciones de genes que de otra manera serían muy improbables» (pág. 143). Sin embargo, el problema real es mucho mayor: ¿cómo han surgido las bacterias, y en general, los grandes tipos de organización?, ¿es correcto adjudicar toda la responsabilidad a la combinación de mutaciones genéticas al azar más selección natural?

¿Fuerzas naturales ciegas?

En el fondo, el problema tiene dimensiones filosóficas y teológicas. La física moderna se consolidó, en el siglo XVII, dejando de lado las explicaciones metafísicas: la materia y su movimiento es lo que cuenta, así como su estudio matemático y experimental, y esto nada tiene que ver con las antiguas especulaciones. Sin embargo, todavía parecía haber un lugar para la finalidad en el mundo de los vivientes, lleno de aparentes planes y diseños. El darwinismo entró a saco en ese terreno, proponiendo una explicación evolucionista, en términos de mutación al azar y de selección no planeada; de este modo, la evolución completaría la revolución anti-metafísica.

Ayala plantea el problema exactamente de ese modo. Afirma que Darwin no sólo es un gran científico, sino «un revolucionario intelectual que inaugura una nueva era en la historia cultural de la humanidad. Darwin completa la revolución copernicana (…) El funcionamiento del universo deja de ser atribuido a la inefable voluntad del Creador y pasa al dominio de la ciencia, que es una actividad intelectual que trata de explicar los fenómenos del universo por medio de causas naturales» (págs. 30-31). Con su teoría de la selección natural, prosigue Ayala, «Darwin extiende al mundo orgánico el concepto de naturaleza derivado de la astronomía, la física y la geología; la noción de que los fenómenos naturales pueden ser explicados como consecuencia de leyes inmanentes, sin necesidad de postular agentes sobrenaturales» (págs. 31-32); «reduce al dominio de la ciencia los únicos fenómenos naturales que todavía quedaban fuera de ella: la existencia y la organización de los seres vivos» (pág. 33). La importancia que Ayala atribuye a este hecho es imponente: «Darwin completa la revolución copernicana, y con ello el hombre occidental logra su madurez intelectual: todos los fenómenos del mundo de la experiencia externa están ahora al alcance de las explicaciones científicas, que dependen exclusivamente de causas naturales» (pág. 32).

Las afirmaciones de Ayala son verdades a medias. Tienen su parte de razón, sin duda: el copernicanismo y el darwinismo significaron una ampliación del ámbito de la ciencia, que se extendió a muchos fenómenos físicos y biológicos. Pero producen una impresión engañosa cuando parecen sugerir que la metafísica nada tiene que decir con respecto a esos fenómenos.

La metafísica nada tiene que decir, en efecto, en el nivel propio de la ciencia. No puede ni debe entrar en competencia con la física o la biología en su propio terreno. Pero algo tiene que decir. No mucho, desde luego; pero lo poco que tiene que decir es muy importante. En nuestro caso, la pregunta clave es: ¿puede admitirse que todo lo que existe, incluidos los organismos y el entero sistema de la naturaleza, incluida la persona humana, es el simple resultado de fuerzas naturales ciegas?, ¿no debería admitirse, más bien, que en la naturaleza encontramos dimensiones metafísicas que la ciencia no puede explicar, y que remiten a explicaciones que se encuentran más allá de la naturaleza, en el ámbito metafísico del que se ocupan la filosofía y la teología?

De hecho, Ayala no tiene nada en contra de las dimensiones metafísicas. Incluso afirma que la ciencia no puede ocuparse de ellas, cuando explica que el evolucionismo y el cristianismo son compatibles.

Evolución y planes divinos

Por una parte, Ayala explica que la creación a partir de la nada «es una noción que, por su propia naturaleza, queda y siempre quedará fuera del ámbito de la ciencia», y añade que «otras nociones que están fuera del ámbito de la ciencia son la existencia de Dios y de los espíritus, y cualquier actividad o proceso definido como estrictamente inmaterial» (pág. 147). En efecto, para que algo pueda ser estudiado por las ciencias, debe incluir dimensiones materiales, que puedan someterse a experimentos controlables: y esto no sucede con el espíritu, ni con Dios, ni con la creación.

Por otra parte, Ayala recoge la opinión de los teólogos según los cuales «la existencia y la creación divinas son compatibles con la evolución y otros procesos naturales. La solución reside en aceptar la idea de que Dios opera a través de causas intermedias: que una persona sea una criatura divina no es incompatible con la noción de que haya sido concebida en el seno de la madre y que se mantenga y crezca por medio de alimentos (…) La evolución también puede ser considerada como un proceso natural a través del cual Dios trae las especies vivientes a la existencia de acuerdo con su plan» (págs. 21 -22).

Ayala añade que la mayoría de los escritores cristianos admiten la teoría de la evolución biológica. Menciona que el Papa Pío XII, en un famoso documento de 1950, reconoció que la evolución es compatible con la fe cristiana. Y que el Papa Juan Pablo II, en un discurso de 1981, repite la misma idea.

Cuando se dice que algunos fundamentalistas cristianos se oponen a la evolución, es importante tener en cuenta que se trata, casi siempre, de unas minorías protestantes muy activas en Estados Unidos. Ayala alude a este problema, que conoce bien, porque esos grupos han ejercido importantes acciones legales ante los tribunales para implantar sus ideas acerca de la enseñanza de la evolución en la escuela, y Ayala es uno de los científicos más importantes que han debido intervenir en esos procesos para clarificar qué corresponde a la ciencia y qué a la religión. Afirma al respecto: «Los antievolucionistas estadounidenses siguen buscando el modo de impedir la enseñanza de la teoría de la evolución, a la que todavía consideran como antirreligiosa, en vez de simplemente ‘no religiosa’, como lo es cualquier otra teoría científica» (pág. 24).

Las ideas de Ayala sobre la compatibilidad entre evolución y cristianismo son objetivas y están expresadas con claridad. Y permiten advertir que, junto a los fenómenos estudiados por las ciencias, existen problemas metafísicos que no pueden resolverse utilizando sólo los datos científicos.

El problema de la finalidad

Podría conseguirse, no obstante, mayor claridad en algunos aspectos. Sobre todo en dos: los que se refieren a la finalidad y al espíritu humano.

Con respecto a la finalidad, Ayala parece demasiado empeñado, como muchos neodarwinistas, en afirmar que la evolución explica las apariencias de direccionalidad en el mundo viviente: para comprender esa aparente finalidad, bastaría la selección natural, que es un conjunto de procesos naturales que no se dirige hacia ningún objetivo, que no responde a ningún plan. Sin embargo, Ayala afirma también, y con razón, que la evolución es compatible con la existencia de un plan divino. Así es, en efecto.

Me hubiera gustado que Ayala explicase mejor estos aspectos. Puede pensarse que quizás eso le habría llevado demasiado lejos de su propósito. Sin embargo, Ayala ha escrito sobre este tema, también en revistas especializadas, desde hace muchos años. Dice cosas interesantes, reconoce que existen algunos tipos de finalidad en la naturaleza, e incluso parece pensar que existe un plan divino (porque, si no me equivoco, Ayala es creyente). Pero algunos aspectos no quedan demasiado claros. Hay que reconocer que el problema no es sencillo: se trata de admitir, a la vez, que en la evolución existen muchos procesos que mirados «de tejas abajo» (para nosotros) son casuales, aunque mirados «de tejas arriba» (para Dios, que es la Causa primera de todo) no existe la casualidad. Y de explicarlo con claridad.

Con respecto al espíritu humano, Ayala le dedica gran parte del prólogo a su libro, y alguna otra alusión esporádica. Da a entender que, en parte, puede ser estudiado por la ciencia, en cuanto tiene unas raíces biológicas, y alude, aunque no entra en el tema, a la doctrina cristiana según la cual el alma humana espiritual es creada especialmente por Dios. El problema, de nuevo, no es fácil. El hombre no es espíritu puro, sino un ser unitario que a la vez es corporal y espiritual. Lo que dice Ayala al respecto puede ser bien entendido, aunque también podría expresarse mejor y con mayor claridad.

Todavía hay más puntos que podrían explicarse mejor. En efecto, aunque los estudios filosóficos y teológicos de las últimas décadas suelen incluir importantes referencias a la evolución, estamos lejos todavía de haber conseguido explicaciones profundas y claras que integren los conocimientos científicos con la perspectiva metafísica.

En cualquier caso, el libro de Ayala merece una bienvenida. Representa un esfuerzo, bastante logrado, para hacer accesibles al gran público las principales ideas relacionadas con la evolución, y está realizado por un científico de primera magnitud mundial. Explica con suficiente claridad que el evolucionismo y el cristianismo son compatibles, y por qué. He señalado algunos aspectos que, a mi juicio, podrían mejorarse; pero también he hecho notar que se trata de problemas nada triviales, que ni siquiera se encuentran siempre claramente abordados por los filósofos y los teólogos profesionales.

Mariano Arigas es Profesor ordinario de Filosofía de la Naturaleza y de las Ciencias Naturales en la Universidad de Navarra.

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(1) Francisco J. Ayala. La teoría de la evolución. De Darwin a los últimos avances de la genética. Ediciones Temas de Hoy. Madrid (1994). 237 págs. 1.750 ptas.

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