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El relativismo intolerante

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A primera vista, puede parecer que el relativismo moral y político, opuesto a toda postura fundamentalista, es una garantía de libertad en las sociedades modernas, caracterizadas por la diversidad de convicciones y modos de vida. En realidad, advierte Robert Spaemann, eso es una falsa solución al pluralismo, que engendra nuevas formas de intolerancia y avasalla derechos en nombre de valores. El filósofo alemán Spaemann, profesor de filosofía en las universidades de Múnich y Salzburgo, expuso estas ideas en una reciente conferencia (1) de la que ofrecemos un extracto.

Nadie con aspiraciones intelectuales habla ya del bien y del mal. Hoy día todo el mundo habla de valores. Los partidos debaten sobre los valores fundamentales. Las constituciones se conciben como ordenamientos de valores. Y en todas partes se discute si vivimos en una época de decadencia de valores o de transformación de valores. La OTAN, según el primer ministro inglés, ya no debe defender territorios sino valores. Está llamada a proteger la comunidad de valores occidental y desde hace poco también a contribuir a su difusión combativa.

El discurso sobre los valores lleva consigo una profunda ambigüedad. Es trivial y peligroso a la vez. Es peligroso por su ambigüedad; es trivial en cuanto cualquier sociedad comparte determinadas valoraciones. El número de cosas que apreciamos y que aborrecemos en común en las sociedades modernas y desarrolladas ha descendido, en relación con formas de vida más antiguas. También puede expresarse positivamente el mismo hecho, diciendo que ha aumentado la diversidad de las formas de vida, de las convicciones y valoraciones. En estas circunstancias, se habla de pluralismo, un concepto que posee más bien connotaciones positivas.

Pero también en las sociedades pluralistas existe un contingente irrenunciable de aspectos comunes, un repertorio de asociaciones vinculado a conceptos públicamente importantes. La comunidad de asociaciones se fundamenta sobre una base común de recuerdos. En la familia existe el «¿Te acuerdas todavía de…?» que reúne a todos en una conversación común. También las naciones poseen un patrimonio de esta índole. En él se basan por ejemplo las fiestas oficiales. Una sociedad radicalmente pluralista no puede celebrar fiestas comunes. Esto es una gran pérdida.

Hay que ser consciente de esto: el pluralismo tiene un precio. Y el precio que exige el pluralismo total es demasiado elevado. Destruiría cualquier cultura desarrollada y haría imposible la convivencia de los hombres.

Robert Spaemann
(Foto: Manuel Castells)

Obediencia a las leyes, no a los valores

Existen, con todo, determinadas valoraciones cuya aceptación general resulta irrenunciable en una sociedad pluralista. A ellas pertenece la estimación de la tolerancia, es decir, de la disposición de respetar a los hombres y de no intervenir en la esfera de su libertad personal incluso en el caso de que sus convicciones, valoraciones y formas de vida discrepen de las propias. Este respeto encuentra su expresión en el derecho, en un ordenamiento jurídico liberal. Es el derecho el que independiza hasta cierto punto al individuo del respeto voluntario y de la tolerancia de sus conciudadanos, al obligarle a respetar esta esfera de libertad.

Cualquier ordenamiento jurídico es coercitivo. Sólo de este modo se puede garantizar la libertad de todos. Las leyes obligan a la obediencia también a aquellos que no están conformes. Suena desagradable, pero lo mismo puede expresarse -de modo más amable- diciendo que las leyes del moderno Estado de derecho no prescriben que uno esté de acuerdo con las valoraciones que constituyen su fundamento.

Al hablar del peligro del discurso sobre la comunidad de valores quisiera dirigir la mirada hacia la tendencia a sustituir paulatinamente y cada vez más el discurso sobre los derechos fundamentales por el discurso sobre los valores fundamentales. No me parece inocuo de ninguna manera. Es cierto -como dije al principio- que en la codificación de derechos y obligaciones, mediante una Constitución, subyacen valoraciones y estimaciones. Y es importante que en una comunidad se apoyen y se difundan públicamente tales valoraciones fundamentales. Pero existe un peligro allí donde el poder estatal -alegando valores más elevados- se considera legitimado para prohibir algo a los hombres sin fundamentación legal. A continuación enumeraré algunos ejemplos de este peligro.

Represión de las sectas

Desde hace algunos años se ha introducido un concepto en la esfera política que jurídicamente no tiene derecho de ciudadanía en ella: es el concepto de «secta». «Secta» es una expresión negativamente connotada con la cual las iglesias cristianas tradicionales designan a comunidades cristianas menores que se han separado de estas iglesias a causa del credo o de la praxis religiosa. En el lenguaje del ordenamiento jurídico estatal este concepto carece de lugar. Cualquier agrupación de ciudadanos fundada sobre la base de convicciones comunes, mientras no infrinja las leyes vigentes o fomente esta infracción, debe ser indiferente para el Estado.

Pero desgraciadamente esto ya no es el caso. Las sectas se someten a vigilancia estatal, el Estado está advirtiendo contra ellas y sus socios son alejados en la medida de lo posible de cargos públicos. En las recientes apreciaciones políticas las sectas son comunidades que se definen por convicciones comunes, convicciones que discrepan de las de la mayoría de los ciudadanos o de la clase política. El criterio para el carácter de secta es que además hacen propaganda misionera en favor de su convicción, poseen una fuerte cohesión interna, y a menudo también una sólida estructura jerárquica, así como a veces una personalidad carismática que las dirige.

Puesto que todos estos criterios son vagos y hasta la fecha en los Estados liberales no está prohibido pertenecer a estas comunidades, la acogida en el catálogo de las sectas es una decisión discrecional de los detentadores del monopolio de la interpretación pública. La persecución se realiza, por lo general, mediante una presión informal, sobre todo a través de la discriminación de sus socios. ¿Por qué un Estado puede estar en contra de las sectas? Sólo porque empieza a considerarse a sí mismo como «comunidad», como comunidad de valores, como magna iglesia que excluye a las comunidades de disidentes.

El fundamento de la tolerancia

Tolerancia significa admitir la alteridad étnica, cultural, sexual o de convicción. La tolerancia es un valor elevado porque se fundamenta en la dignidad humana del individuo. Puedo exigir respeto frente a mi convicción, también de aquel que la considera equivocada, porque el respeto no se dirige al contenido de mi convicción sino a mí mismo que me identifico con ella. Si el otro considera mala la convicción intentará disuadirme, si me quiere bien. Discutiremos, pero a la vez nos toleramos. La fundamentación de la tolerancia en la convicción de la dignidad de la persona constituye una fundamentación sólida. Ahora bien, allí donde la tolerancia se eleva a valor supremo, allí donde ella misma se coloca en el lugar de las convicciones que hay que respetar, se vuelve infundada y se anula a sí misma.

El postulado de respetar otras convicciones se convierte entonces en exigencia de no tener convicciones que hagan posible considerar equivocadas las opuestas; convicciones que uno no esté dispuesto a convertir en hipótesis. Por tanto, convicciones que uno intenta llevar a otros y con ayuda de las cuales uno intenta disuadir a otros de las suyas. Tener convicciones entonces ya se considera intolerancia. El postulado de tolerancia se transforma en una dogmatización intolerante del relativismo como cosmovisión predominante, que convierte al hombre en un ser irrestrictamente disponible para cualquier tipo de imposiciones colectivas. La consigna que se ostenta para las convicciones es la de «fundamentalismo».

Las conquistas duramente adquiridas del Estado de derecho liberal se vuelven a perder si el Estado se comprende como comunidad de valores; incluso cuando es una comunidad «liberal» de valores que entiende el liberalismo como cosmovisión en vez de como ordenamiento jurídico.

Los más débiles pierden

Mi último ejemplo es el más dramático. Se trata de la conferencia de la ministra alemana de Justicia, Zypries, en octubre de 2003 en la Universidad Humboldt de Berlín, en la que abogó por liberalizar el uso para fines de investigación de embriones humanos producidos in vitro. Su argumentación tenía la forma de una ponderación de valores. Tanto la existencia del embrión como la libertad de investigación son valores para ella. Hay que ponderarlos y como resultado de una tal ponderación habría que dar la preferencia a la libertad de investigación.

Lo que tiene que interesarnos en este orden de ideas es que aquí se considera el derecho a la vida como «valor» que debe ponderarse respecto de otro valor y que hay que sacrificar en determinadas circunstancias a este otro. En este caso triunfa naturalmente la libertad de investigación. Es un derecho fundamental incondicional. El especialista en derecho público Martin Kriele llamó la atención ya hace muchos años sobre el tema de los derechos incondicionados. La exigencia de respetar el derecho de los demás no es lo que los garantiza, porque de antemano está a un nivel inferior. El valor de la libertad del arte no tiene que medirse con el derecho de un hombre a que su coche no sea enterrado en hormigón. Y «nunca en la historia de la libertad de investigación se le ocurrió pensar a alguien que Galileo debía haber tenido el derecho de instalar, sin previa autorización del propietario, su telescopio para observar el cielo en tejados ajenos que tuvieran una ubicación más favorable; ni aunque la ponderación entre la libertad de la ciencia y el derecho a la propiedad condujera, en este caso, a una prelación de la libertad de la ciencia».

Sólo en la República Federal de los años setenta esto, de pronto, habría cambiado. Los artistas y científicos debían tener derecho a desfogar su individualismo autónomo sin tener que respetar los derechos de sus conciudadanos. Afortunadamente esta nueva idea todavía no se ha trasladado al ámbito de la decisión responsable. Ésta presenta más bien el siguiente aspecto: el trompetista puede tocar su instrumento donde y las veces que quiera, pero no a costa de nuestro descanso nocturno; el artista puede enterrar coches en hormigón, pero no el nuestro; el científico puede utilizar libros, microscopios y observatorios, pero no los de otras personas sin su autorización. Pero si los sujetos que están en la base de todos los valores y todas las valoraciones se entienden ellos mismos como «valores», entonces su estatus jurídico se convierte en un objeto de ponderación y los criterios de esta ponderación se determinan por las valoraciones de aquellos que son capaces de salirse con la suya del modo más efectivo. Los más débiles fracasan.

Valoraciones entre paréntesis

A mi modo de ver, el discurso de la comunidad de valores es la expresión paradójica de un relativismo moral y político. Charles Péguy lo llamaba «modernismo» y modernismo significaba para él «no creer lo que se cree» Lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo honrado y lo abyecto, todo esto sólo sería la expresión de valoraciones subjetivas, individuales o colectivas. Nosotros valoramos, pero los relativistas occidentales enseguida ponen sus valoraciones entre paréntesis. Y lo que permanece fuera de los paréntesis es precisamente el relativismo, que confunden con la tolerancia, y mediante este truco lo proclaman como valor supremo.

Pero dado que a todo el que tiene determinadas convicciones que no está dispuesto a poner en juego se le considera intolerante y puesto que con la intolerancia no parece haber tolerancia, el postulado de tolerancia se anula a sí mismo. Sólo es válido en un contexto relativista. Pero ¿qué significa entonces «comunidad de valores»? No es la comunidad no institucionalizable y oculta de aquellos que humildemente intentan conocer y hacer el bien, sino más bien la sociedad organizada de aquellos que presumen de haber encontrado la verdad; se podría decir que es una parodia de la iglesia cristiana, pues la verdad que sostienen proclama paradójicamente que respecto del bien y del mal no existe la verdad.

Los derechos humanos son algo respecto de lo cual hemos creado un consenso. El intento de mover también a hombres de otras culturas a reconocerlos falla precisamente en este concepto de comunidad de valores. Pues, si «nuestros valores» son el resultado de nuestra historia y de nuestras opciones, entonces no hay ningún motivo -excepto los de política del poder- para obligar a otros a aceptar nuestras opciones, por ejemplo, a aceptar que la dignidad humana debe concretarse en todas partes a través de las instituciones de las democracias parlamentarias y de los derechos humanos individualistas. Pero los valores en realidad nunca son algo por lo que optamos, sino algo que precede a las opciones y fundamenta estas opciones; por tanto, aquello en lo que creemos realmente. Aquello por lo que hemos optado y seguimos optando a causa de esta fe: eso es un ordenamiento jurídico.

La base de los valores de un ordenamiento jurídico moderno exige que los derechos de los ciudadanos, o de un grupo de ciudadanos, no dependa del hecho de que estos ciudadanos compartan esa base de valores y obedezcan las leyes, incluso si esta obediencia es simplemente la que se dispensa a un poder de ocupación extranjero para posibilitar que la vida siga en el propio país. Se obedece, pero no por pertenecer a su comunidad de valores, sino porque uno conoce el valor de la paz interna, pax illis et nobis communis como escribió San Agustín.

La futura Europa sólo podrá ser una comunidad jurídica en la que todos los ciudadanos de los países de tradición europea encuentren un techo común, si posibilita y protege comunidades con valoraciones comunes, pero renunciando ella misma a ser una comunidad de valores.

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(1) «Europa: comunidad de valores u ordenamiento jurídico», conferencia pronunciada el 28 de mayo de 2004 en la Universidad de Navarra, en un seminario organizado por el Instituto Empresa y Humanismo.

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