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El miedo a la diversidad en la escuela pública

publicado
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La reacción de buena parte de los sindicatos de profesores a las Bases sobre la futura Ley de Educación catalana es un buen ejemplo de la esquizofrenia que domina el debate sobre la enseñanza pública. Por una parte, se están siempre quejando de las supuestas ventajas que tiene la enseñanza concertada frente a las cargas que soporta la pública. Pero cuando se les ofrecen fórmulas innovadoras que le permitirían actuar con la autonomía y coherencia de proyecto educativo propia del sector no estatal, denuncian la diversidad y prefieren la seguridad del “café para todos”.

Las ideas centrales del documento de Bases introducen en las escuelas públicas criterios que son las mejores bazas de la escuela concertada: una dirección profesional y estable, que pueda tomar decisiones bajo su responsabilidad, pensando en la satisfacción de las familias más que en caer bien a los profesores; la posibilidad de que la dirección seleccione al profesorado en función de un proyecto educativo propio; y la autonomía para adaptar el currículum y los modos de funcionamiento al entorno social de la escuela y al perfil pedagógico con el que quiere distinguirse.

Pero lo que pone los pelos de punta a los sindicatos es la posibilidad de que entidades como cooperativas o equipos profesionales puedan hacerse cargo de la gestión de escuelas de titularidad pública. Los sindicatos se han rasgado las vestiduras y han alertado inmediatamente que viene el lobo de la “privatización”.

En realidad, esta novedad ha sido ya experimentada con éxito en las escuelas públicas de otros países. En EE.UU. existen desde principios de los años noventa las charter schools, escuelas financiadas con fondos públicos, pero autónomas, donde grupos de profesores y de padres se alían para sacar adelante un proyecto educativo con un perfil propio.

También la reforma educativa promovida en la última etapa del gobierno de Tony Blair consagró la idea de que la mejora de la escuela exige aumentar la variedad y la posibilidad de elección (cfr. Aceprensa 28/06). Una de las innovaciones es que las escuelas públicas podrían ser gestionadas por equipos de profesores, asociaciones de padres, organizaciones religiosas o benéficas, empresas, etc., dentro de unos parámetros establecidos por el gobierno. Y las decisiones de las familias tendrán consecuencias para las escuelas: las buenas, que atraen a más familias, podrán crecer; las malas tendrán que reestructurarse o cerrar.

La consecuencia lógica de estas orientaciones será la diversidad de escuelas, tabú para los sindicatos. Pero ¿es que ahora todas las escuelas públicas son iguales? No debe de ser así cuando a los propios profesores no les da lo mismo enseñar aquí o allá.

Sería más comprensible la resistencia al cambio si la educación en Cataluña fuera viento en popa. Pero todos los diagnósticos encienden señales de alarma. Aferrarse a lo ya conocido siempre tiene el riesgo de inmovilismo; pero hacerlo cuando el modelo está fracasando, solo puede llevar a la quiebra.

Probablemente lo más necesario es redefinir lo que se entiende por “escuela pública”. La idea tradicional es la de una escuela financiada por la Administración, dirigida según criterios uniformes y sometida al control burocrático, con profesores funcionarios, seleccionados y pagados por el Estado. Pero en el mundo de hoy una escuela puede ser “pública” si se financia con dinero procedente de los impuestos, si está al alcance de todos, si responde a las demandas de su entorno social y si responde ante una autoridad pública. Dentro de este marco caben fórmulas muy diversas.

Sin duda, un documento de Bases es una proposición abierta al debate. Pero parece un tanto contradictorio que una ley hecha en función de la autonomía de Cataluña, sea rechazada precisamente porque ofrece a las escuelas la posibilidad de ser más autónomas y, por lo tanto, diversas.

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