Alatriste, el duque de Buckingham y la Santa Inquisición

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Si los cabos de Napoleón llevaban en sus macutos el bastón de mariscal, todo periodista tiene dentro un escritor más o menos en ciernes. Arturo Pérez-Reverte, periodista de aventura -fue corresponsal de guerra y enviado especial en numerosos conflictos-, sacó su escritor de la mochila a una cierta altura de la vida y sorprendió a propios y extraños con sus novelas de acción. Su modelo es Dumas y Los tres mosqueteros. Y así como muchos han aprendido más historia de España en los Episodios Nacionales de Galdós que en los libros de los historiadores, para tantos lectores de hoy la visión de la España del siglo XVII va a depender sobre todo de las obras de Pérez-Reverte. De ahí que, junto al valor literario, no está de más contrastar la ambientación histórica de sus novelas.
Con Limpieza de sangre, la segunda novela de aventuras del capitán Alatriste, Pérez Reverte ha vuelto a conseguir un gran éxito editorial (1). En las dos novelas aparecidas hasta ahora, de las seis que el autor se propone publicar ambientadas en España en los siglos XVI-XVII, hay un hecho que enmarca la acción y que concentra la mayor densidad de aspectos, más o menos históricos, que irán desarrollándose a lo largo de las páginas. No pretende este artículo analizar las claves de su éxito, sino contrastar la ambientación de las novelas con la realidad histórica.Los tres mosqueteros a la española

Arturo Pérez-Reverte reconoce la enorme influencia que ha ejercido sobre él Alejandro Dumas, del que resalta «una extraordinaria capacidad para apropiarse de historias ajenas y adaptarlas según su voluntad, documentándose en todas partes, y un talento abrumador, definitivo, que convierte en aventura y emoción todo lo que toca».

Un ejemplo de esto fue «tomar prestado» de un libro las supuestas memorias de un personaje real: Carlos de Batz Castelmore, conde de Artagnan. Como dice el propio Pérez-Reverte, cogió del libro «todo cuanto le apeteció para la novela, adaptándolo a sus necesidades novelescas. Porque Dumas era un tramposo; un hombre con una extraordinaria capacidad para alterar los hechos en beneficio de sus historias. Richelieu, sin ir más lejos. Armando Juan du Plessis fue el hombre más grande de su tiempo, el que estableció los fundamentos del Estado francés y su hegemonía frente a España; pero tras pasar por las manos de Dumas, que necesitaba un malvado para su novela, quedó para siempre en la catadura de un villano. Eso era típico de Dumas, que, cuando lo acusaban de violar la Historia, respondía: ‘La violo, es cierto. Pero reconozcan que le hago bellas criaturas’».

Pérez-Reverte es en esto un fiel continuador de Dumas: cambia fechas, fuerza situaciones, sobrepasa los límites de lo real, sometiendo todo a la vibrante acción de la novela.

Alatriste y su apoyo histórico

El capitán Alatriste gira en torno a un hecho rigurosamente histórico: el viaje secreto a Madrid realizado en 1623 por Carlos de Inglaterra y el duque de Buckingham, para intentar acelerar los trámites del matrimonio del heredero de la corona inglesa con María, la hermana de Felipe IV. Pérez-Reverte sólo modifica las fechas, pues sitúa el episodio antes de la ruptura de la Tregua de Flandes, lo que nos llevaría como muy tarde a 1621, cuando realmente los ingleses llegaron a Madrid dos años después.

Otro hecho que no se ajusta en su fondo a la realidad histórica es el papel que juegan en la novela el conde-duque de Olivares y el inquisidor Bocanegra en sus intentos de «perturbar» la estancia de los viajeros ingleses en Madrid. El personaje de Olivares, tal como lo presenta Pérez-Reverte, no se sostiene: el todopoderoso valido encarga a dos espadachines -uno de ellos Alatriste- que les den un buen susto, hiriendo levemente a uno de ellos y robándoles los papeles que llevan. Olivares no podía tener ningún interés en esto: sería un descrédito para España, y por tanto para él, y complicaría las ya de por sí delicadas relaciones entre España e Inglaterra, más difíciles por la cuestión del matrimonio.

La realidad histórica es que, primero, el rey Jacobo mandó a un «explorador» para que sondeara a los ministros españoles sobre la cuestión del matrimonio. En noviembre de 1622 llegó a España Endymion Porter (del que, por cierto, se conserva en el Prado un magnífico retrato realizado por Van Dyck). Porter, que mantuvo buenas relaciones con Olivares, traía una orden secreta del príncipe de Gales y de Buckingham para que averiguase por medio del conde de Gondomar (embajador de España en Londres, que en esos momentos se encontraba en Madrid) cuál sería la reacción en la Corte ante una posible visita de ellos a Madrid, que efectivamente tuvo lugar en 1623.

España, que no deseaba el matrimonio, temía desairar a los ingleses en un momento en el que, al reanudarse la guerra en Flandes, necesitaba la neutralidad inglesa; por otra parte, los ingleses querían que la corona española les ayudara a colocar a Federico, cuñado del rey Jacobo, en el Palatinado, cosa que España no estaba dispuesta a hacer. Y en este difícil equilibrio no encaja la decisión de Olivares de dar un susto al príncipe de Gales y a Buckingham.

El Gran Inquisidor

Algo parecido ocurre con fray Emilio Bocanegra, personaje de ficción, que preside el Consejo de los Seis Jueces. Representa al inquisidor general, que está al frente del Tribunal de la Suprema Inquisición, o simplemente la Suprema. Es cierto que la Suprema estaba formada por seis jueces, aunque el inquisidor general -nombrado por el rey- era un voto más en el tribunal. En la novela aparece con más poder que el propio valido, y asiste a una reunión conspiratoria a cara descubierta. No así Olivares y el secretario real Alquézar -otro personaje ficticio-, que se cubren el rostro con un antifaz. Son recursos para lograr mayor plasticidad, pero también para que el espectador sea consciente del poder omnímodo del inquisidor, que, además, decidirá -en contra de la opinión de Olivares- la eliminación de los dos ingleses. Luego, Alatriste, que sospecha algo oscuro, desobedece al inquisidor y deja a salvo sus vidas.

Al destacar la figura de Bocanegra y exagerar sus poderes, Pérez Reverte prepara al lector para el argumento de la segunda novela. En Limpieza de sangre aparecen los mismos personajes, en torno a otro hecho central: un convento madrileño fundado por un banquero portugués, que tiene a su hijo por capellán, y en el que supuestamente se llega hasta a forzar a las monjas, todo en un contexto de iluminados. El padre de una novicia y sus dos hermanos quieren sacar a la muchacha de ese antro de perdición, pero el capellán les amenaza con denunciarlos a la Inquisición porque tienen antepasados judíos, y no pueden presentar una limpieza de sangre absoluta. El final incluye un auto de fe y hogueras para los relajados.

Pérez-Reverte tiene una indudable habilidad para presentar en pocos trazos unos hechos que se irán desarrollando y resolviendo a lo largo de la novela. La idea del convento la ha tomado del convento benedictino de San Plácido, que en 1628 fue objeto de denuncias a la Inquisición por hechicerías y otros hechos sacrílegos. Era la época en que proliferaban los iluminados o alumbrados, secta que en las situaciones más extremas llevaba a un cura o a un monje a juntarse con diversas mujeres para engendrar profetas… En el caso concreto del convento de San Plácido, el confesor mantuvo relaciones con 25 de las 30 monjas. Las sentencias fueron benévolas, pues el capellán fue condenado a encierro perpetuo en un convento, la priora a permanecer enclaustrada cuatro años, mientras las otras monjas fueron repartidas por distintos conventos.

Pérez-Reverte aprovecha este episodio para recrearse en el terror de la Inquisición: su poder casi absoluto, los interrogatorios, las torturas, las cárceles, un auto de fe… Se comprende que el escritor de ficción presente la figura de Bocanegra y todo el aparato inquisitorial de modo mucho más colorista que la sencilla y tantas veces grisácea realidad. Pero no hay que confundir la ficción con la historia.

Colorismo con fondo de hogueras

Para no perder de vista la realidad histórica, conviene recordar, por ejemplo, lo que escribe el hispanista inglés Henry Kamen en su obra La Inquisición española, reeditada por última vez en 1992. «Probablemente, la Inquisición no fue ni más amada ni más temida que lo que actualmente es la policía: en una sociedad donde no había otro cuerpo de policía general, la gente proyectaba en ella sus desdichas y la utilizaba para dirimir pleitos personales». En efecto, la Inquisición funcionaba sobre todo a partir de denuncias de los particulares.

En cuanto a las víctimas mortales de la Inquisición, Kamen, después de contrastar distintos datos, concluye que «durante los siglos XVI y XVII fueron ejecutadas anualmente menos de tres personas por la Inquisición a todo lo ancho de los territorios de la monarquía española, desde Sicilia al Perú, lo cual representa una tasa inferior a la de cualquier tribunal provincial de justicia (…) Durante los 29 años de los reinados de Carlos III y Carlos IV sólo cuatro personas murieron en la hoguera».

Kamen constata también que, en una época en que prevalecía en Europa la «caza de brujas», «España se salvó del furor de la histeria popular contra las brujas y de la quema de éstas». Las pocas «brujas» quemadas en España fueron condenadas por los tribunales seculares, no por la Inquisición. Y es que los inquisidores no admitían fácilmente que hubiese trato con el demonio, ni que las brujas volasen en escobas ni otras supercherías populares de la época.

Y si a cárceles se refiere, «los calabozos de la Inquisición estaban en mejores condiciones que las prisiones reales o los calabozos eclesiásticos ordinarios». No trato, ni mucho menos, de defender la Inquisición, sino de situarla en su contexto histórico y de moderar algunas de las tópicas exageraciones de Pérez-Reverte.

En cuanto a las relaciones entre Olivares y la Inquisición -representada por Bocanegra-, es cierto que hubo a veces enfrentamientos por los estatutos de limpieza de sangre. Olivares quería apoyarse en los banqueros portugueses para quitarse de en medio a los genoveses y aquellos eran, frecuentemente, cristianos nuevos, es decir, de origen judío.

El duque de Lerma, valido del monarca anterior, Felipe III, se había opuesto a los estatutos de limpieza de sangre, pero no hizo gran cosa por cambiarlos; con Olivares fue distinto, ya que a instancia suya publicó la Inquisición en 1622 «el más extraordinario documento que jamás saldría de su seno» (Kamen), y que entre otras cosas manifestaba: «resulta pues que aviendo cessado totalmente lo que dio causa a los estatutos, será prudencia civil y política por lo menos que cesse el rigor de la execución de ellos». Este documento acaba denunciando los perjurios y las falsificaciones que los estatutos propiciaban, y concluye con la afirmación de que, una vez bautizados, tanto hebreos como gentiles eran miembros de la Iglesia de Cristo.

Y en febrero de 1623, año en el que está ambientada la novela, la Junta de Reformación publicó nuevas reglas donde la política de limpieza de sangre aparece más mitigada. Esta reforma desató bastante oposición, pero suscitó a su vez una rica polémica literaria, reflejo de la crisis intelectual que se produjo a lo largo del reinado de Felipe IV.

¿Qué pretende Pérez-Reverte?

En alguna entrevista Pérez-Reverte ha manifestado que quiere superar la Leyenda Negra, y se indigna al constatar que España no «bucea» en su propio pasado y no se defiende de las acusaciones que recibe. Incluso en Limpieza de sangre hace referencia, en palabras del narrador Íñigo Balboa -por el que habla Pérez-Reverte-, a que con la Leyenda Negra, los enemigos de España justificaron el saqueo de su imperio. Además, la Inquisición española no fue la única en Europa, ni siquiera la más rigurosa: «Inquisición hubo también en otros sitios. Y además, con su pretexto o sin él, tudescos, franceses e ingleses chamuscaron más heterodoxos, brujas y pobres desgraciados que los quemados en España…».

Frente a la alternativa entre leyenda heroica o leyenda negra, Íñigo Balboa sentencia: «Fuimos hombres de nuestro siglo: no escogimos nacer y vivir en aquella España, a menudo miserable y a veces magnífica, que nos tocó en suerte; pero fue la nuestra. Y ésa es la infeliz patria -o como diablos la llamen ahora- que, me guste o no, llevo en la piel, en los ojos cansados y en la memoria».

Al igual que su personaje de ficción, Pérez-Reverte declara que pretende reivindicar la historia de España: «La de ahora y la de siempre, con lo bueno y lo malo y lo oscuro, que aún fue más. La España que ha hecho leyenda literaria y la España de la Inquisición, la intolerancia, el cainismo y el chalaneo; la España de la otra leyenda, la leyenda negra, que de tal modo se imprimió sobre la historia de este país, que terminamos nosotros mismos por avergonzarnos de nuestro pasado acentuando sombras y no luces, identificando memoria y orgullo histórico, que son muy dignos y legítimos, con ideologías patrioteras o reaccionarias, como si las palabras nación o patria fuesen patrimonio exclusivo de la derecha o, en escala local y miserable, de provincianos con poco viaje, menos cultura o mucha mala fe. Para bien o para mal, o sea, para ambas cosas a un tiempo, aquí fuimos lo que fuimos, y lo que aún somos. Y la historia que cuenta Íñigo Balboa es nuestra propia historia».

¿Por qué hemos aceptado una visión de la historia de España que, además de deformada, produce una sensación de ser diferentes al resto de los pueblos de Europa? También responde a esto Pérez-Reverte, aportando algunas claves, indudablemente polémicas e incompletas, que no es lo mismo que desacertadas: «El abuso que se hizo del tono imperial durante el franquismo, el arrasamiento cultural de ministros socialistas como José María Maravall o Javier Solana, y los complejos de una derecha que se niega a reconocer que lo es, han derivado en un país analfabeto y sin memoria».

La Inquisición, tema estrella

Resulta claro que, con los éxitos editoriales que acompañan a cada una de sus obras, Pérez-Reverte se puede permitir realizar una serie de afirmaciones, muchas veces transgresoras, que otros, con más ataduras, no pueden… Pero si parece dispuesto a enfrentarse a la Leyenda Negra en distintos campos («Si Hernán Cortés hubiera sido inglés, sería una gloria nacional»), hay uno que no quiere defender y concede «generosamente»: la Inquisición, tema estrella de la segunda novela y que tiene un papel relevante en la primera.

Pérez-Reverte parece imbuido de ciertos prejuicios anticlericales, que le llevan a repetir los tópicos tan consabidos de intolerancia y represión de la Iglesia española. Aquí olvida que las ejecuciones de grandes figuras de la intelectualidad europea, como Tomás Moro, Miguel Servet o Giordano Bruno, no fueron precisamente realizadas en España ni siempre a manos de católicos. Ni que decir tiene que la Inquisición -no sólo la española- fue una institución particularmente desagradable. Ahora bien, junto a esto hay que decir que hubo otros acontecimientos -como las guerras de religión en Francia o Alemania y las persecuciones religiosas en la Inglaterra de Enrique VIII o Isabel I- que fueron mucho más mortíferos, y que la Inquisición trató de evitar.

Y es de lamentar que Pérez-Reverte no entre en serio en el tema de la Inquisición. Quizás sea esta la razón por la que ambas novelas pecan de cierta superficialidad y de una indudable ambigüedad no señalada por la crítica. Quiere superar la Leyenda Negra, pero el inquisidor, Bocanegra, concentra en sí -y no sólo en el nombre- todos los tópicos sobre la Inquisición y su influencia perversa en el devenir histórico de España.

Puede que estos prejuicios antirreligiosos del autor expliquen un cierto pesimismo existencial que respiran sus novelas -las dos a las que aquí nos referimos, y también las otras- y un escepticismo que se refleja en sus protagonistas. Así se expresa el autor: «He visto durante mucho tiempo hacer barbaridades a la gente… Tampoco creo que sea una misión del novelista dar mensajes felices ni ilusiones. Cada uno debe hacer lo que le dé la gana, es un acto personal este, el de la literatura: yo ajusto cuentas con un mundo que no siempre me ha gustado». Es la situación de la persona que ha vivido mucho y con intensidad, pero que parece no acabar de situar todas las piezas del rompecabezas.

Donato Barba Prieto, licenciado en Historia Moderna, es profesor en el colegio Los Olmos (Madrid).

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(1) Arturo Pérez-Reverte, El capitán Alatriste, Alfaguara, Madrid (1996), 237 págs., 1.900 ptas.; Limpieza de sangre, Alfaguara, Madrid (1997), 251 págs., 2.100 ptas.

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