“Que si un pueblo su dura cadena…”

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Francisco Franco en 1941 y Fidel Castro en 1959 (composición a partir de las fotos de Vicente Martín y Perfecto Romero)

Nuestro autócrata murió en la cama, dicen que tranquilo, y que un sacerdote estuvo allí para confesarlo. Uno o dos días después, sus restos fueron colocados en la parte trasera de un vehículo militar y, entre los llantos y las paradas en firme de cientos de miles de fieles llorosos, apostados a ambos lados de la vía, hizo su recorrido hacia el monumento que le serviría de morada final, una en la que sus adversarios desean poder colocar algún día todo el TNT posible y hacerla estallar a distancia prudencial, para así poner punto final a tanto dolor que…

¡No, no hablo de Franco! Hablo de Fidel Castro, de quien este noviembre se cumplen nueve años desde que partió al… Desde que partió. Punto. A los fiñes cubanos de mi generación, allá por los años 70 y 80, nos parecía que nunca moriría, y nos asomábamos al hipotético día después como a una especie de agujero negro o una nebulosa informe. Porque no había mañana sin Fidel. No podía haberlo, y visto el estado de postración material y espiritual en que yace hoy la isla, se ve que dimos en el clavo.

Gallego uno, hijo de gallego el otro, Franco y Fidel –los nacidos en Cuba no decimos Castro ni para detestarlo– se profesaban públicamente una curiosa aversión, un telenovelero “te odio, mi amor”, en la que pesaba poco el hecho de que uno fuera un devoto anticomunista y el otro un marxista furibundo. Si en el cole nos cantaban periódicamente una canción republicana española en la que le tiraban con el rayo al de Ferrol –“Franco tiene la culpa de lo que está sucediendo, y esos malditos yanquis que se lo están permitiendo”, decía el estribillo–, lo cierto es que, cuando murió el que tenía la culpa, La Habana decretó tres días de duelo oficial, afectuosa manera de corresponder a aquel “enemigo” que, pese a la presión de EE.UU., jamás cortó relaciones con la que había sido la “tacita de oro” de España hasta 1898.

Quizás no lo hizo porque primaba más el lazo invisible de la terriña común y el orgullo por que el hijo de un gallego les metiera el dedo en el ojo a los americanos justamente allí donde, apenas 60 años antes, se había arriado vergonzosamente la rojigualda y se había colgado la stars and stripes.

Lo constató el que era embajador español en 1960, Juan Pablo de Lojendio, cuando, tras interrumpir bruscamente al entonces primer ministro cubano en el momento en que este despotricaba contra la embajada española, fue empaquetado y enviado a Madrid en 24 horas. Franco, al recibirlo, le soltó: “Como español, muy bueno. Como diplomático, muy malo”.

Pero ha llovido un mundo, y a estas alturas del siglo XXI ninguno de los dos autócratas está en adecuada forma física como para dar órdenes y poner a tragar en seco a sus respectivos séquitos –“¿y Fidel cómo está?”, me preguntó hace un par de años un madrileño algo despistado, y tuve que decirle que, de momento, seguía muerto–. Están muertos, sí, o tal vez solo profundamente dormidos, pues detractores y nostálgicos los espabilan y los sacan a pasear con más frecuencia de la que les gustaría a los finados.

Ninguno de los dos ha necesitado en todo este tiempo del ruego vallejiano al guerrero –“¡no mueras, te amo tanto!”–, porque, a decir verdad, no hna parado en los últimos años. Al español le hubiera entrado una risa descreída en 1975 si alguna pitonisa le hubiera anunciado que haría un último viaje en helicóptero en el lejanísimo 2019 y que su nombre surcaría con tanta frecuencia el hemiciclo del Congreso de los Diputados en las primeras décadas del siglo venidero.

Al cubano, cuyas cenizas reposan en una urna espartana dentro de una enorme piedra, lo que le hubiera extrañado sería que lo dejaran tranquilo –en tantas guerras africanas metió al país caribeño; en tantas batallas económicas arengó al personal para “ahora sí” construir el socialismo…!– . Si alguien tiene la ¿suerte? de estar en Cuba un 13 de agosto atestiguará pasmado alguna de las múltiples y “espontáneas” celebraciones por el cumpleaños del “invicto Comandante”. O si se pasa en noviembre, escuchará en la radio una especie de hit parade del canto funerario en el que el primer puesto corresponderá invariablemente al título “Cabalgando con Fidel” –“con Atila” conmovería más, pero no rimaría con la necesidad del compositor de seguir respirando–, y verá en la tele las imágenes de aquel luctuoso día de 2016 en que, ante el paso del cortejo, una humilde mujer negra se lamentaba en alta voz ante las cámaras: “¡Fidel, Fidel, ¿por qué tú y no yo?!”.

Enterrados los dos –sí, también el hiperquinético cubano–, si algo queda demostrado es que la muerte de los autócratas no implica automáticamente el paso a sociedades libres y prósperas. Si no llegó a cuajar un “franquismo sin Franco” no fue por falta de voluntad de muchos de los seguidores del finado, sino por las arriesgadas decisiones de apertura de unos pocos de ellos, que admitieron con valentía la inviabilidad del sistema y se lanzaron a proponer algo nuevo. Y claro: por la gente, que desde abajo animaba. Y que corría delante de la policía.

En Cuba, entretanto, también la mayoría de la gente corre. Corre a marcar en las interminables colas de la necesidad material –“¡date prisa, que se acaba…!”–. Y corre con la policía “dentro”, creyéndose observada, controlada, sin mucho ánimo de hacer o pedir algo distinto, porque, en definitiva, “nada va a cambiar…”.

Los que allí nacimos tenemos grabada en la memoria la advertencia de J. M. Heredia, desterrado de una Cuba entonces española:

“Que si un pueblo su dura cadena
No se atreve a romper con sus manos,
Bien le es fácil mudar de tiranos,
Pero nunca ser libre podrá”.

España, llegada la hora, ofreció el pecho y pudo romper. Los cubanos, lastimosamente, mirándonos de reojo en la cola del pan, solo hemos alcanzado a mudar.

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