¿Ocupación? Yihadista, a jornada completa

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Yihadistas África

Miembros de Al Shabaab se entregan a las tropas de la Unión Africana en Somalia (foto: AMISOM Public Information)

 

La clásica recompensa de ultratumba prometida a los terroristas que se lanzan a hacer la yihad –un paraíso de delicias mundanas– está perdiendo atractivo, al menos entre los extremistas de África subsahariana: ya no es el “más allá” la principal razón para enrolarse en esos grupos violentos, sino el cash en el más acá.

La segunda edición del informe “Viaje al extremismo en África: Vías de reclutamiento y desmovilización”, que elabora un equipo de investigación del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), recoge los testimonios de 2.200 personas de Burkina Faso, Camerún, Chad, Mali, Níger, Nigeria, Somalia y Sudán, que estuvieron vinculadas a grupos yihadistas (Boko Haram, Al-Shabaab y ramas locales de Al-Qaeda) y que en algún momento se desmovilizaron motu proprio o bien fueron capturadas por las fuerzas de seguridad.

Las “oportunidades de empleo” que ofrecen las organizaciones yihadistas constituyen, con el 25% de las respuestas, el móvil principal para enrolarse en ellas

Según se advierte, ha habido cambios: en el primer informe, de 2017, la principal razón para unirse a uno de estos grupos era, precisamente, la religión. Así lo afirmó el 40% de los entrevistados, a los que siguió un 16% que dijeron sentirse atraídos por la idea de “ser parte de algo más grande que yo”. Otros motivos, como la confianza en el líder religioso y tener “oportunidades de empleo” –en el entendido del terrorismo como medio de vida–, coparon cada uno el 13% de las respuestas. Por detrás quedaba el propósito de unirse a amigos o familiares miembros de esas organizaciones (10%) y los principios y valores del grupo étnico (5%).

Ahora hay otra jerarquía de objetivos: en los primeros lugares aparecen las “oportunidades de empleo” (25%) y el seguir los pasos de la parentela o los amigos (22%). Lo religioso ha quedado relegado al tercer puesto: de ser el móvil principal para el mencionado 40% de los consultados, ahora solo lo es para el 17%.

No es, sin embargo, que la religión no cuente para quienes ven el terrorismo como empleo, sino que queda como ultima ratio, como garantía de que, en el peor de los casos, no todo está perdido: “Me uní –cuenta Mustafá, nigerino de 39 años– porque me sentía frustrado por las condiciones de mi vida cotidiana (…). Era muy pobre y vulnerable, y tenía una familia a la que cuidar. Pensé que en el grupo alcanzaría un mejor estatus como discípulo; que me iría mejor y que, en el peor escenario, moriría como mártir”.

Y a los mártires, ya se sabe, los acogen las huríes.

Del Corán, ni una palabra

Contrario a lo que pudiera pensarse, no es un profundo y personal conocimiento del islam lo que ha empujado a los reclutas con motivación religiosa –los del 17%– a unirse a los grupos islamistas violentos. La investigación señala que quienes se enrolan más rápidamente son aquellos que jamás han leído por sí mismos una palabra del Corán… porque no pueden, sencillamente.

La razón es que el libro sagrado de los musulmanes está escrito y se difunde casi exclusivamente en árabe. Es interesante observar cómo responden aquellos que se unieron voluntariamente al yihadismo a la pregunta de si leen el Corán por sí mismos: el 58% dijo hacerlo, frente al 42% que respondió negativamente. Ahora bien, de los primeros, apenas el 15% dijo entender siempre lo que leía; el 46%, que algunas veces, y el 35%, que jamás. Es comprensible, pues entre los países registrados en el estudio el árabe es lengua minoritaria, a excepción de Sudán.

Según se constató, los reclutas voluntarios son los de menores niveles de educación y alfabetización, y por ello les resulta casi imposible enterarse de primera mano de los contenidos del libro. “Esto conduce a un alto grado de dependencia de los intermediarios, tanto para la lectura de los textos religiosos como para su interpretación”, apunta el informe, lo que hace que estos individuos sean más proclives a integrarse en los grupos yihadistas, en comparación con quienes acceden directamente a la doctrina.

“Dinero, casa y coche”

Donde hay tanta pobreza y desamparo, las promesas de bienestar material calan rápidamente. De los que se unieron voluntariamente a grupos extremistas, el 44% estaba empleado en ese momento en puestos de muy baja cualificación y, por tanto, de escasa remuneración.

La influencia de los amigos (para los hombres) y el seguimiento a los familiares (para las mujeres) pesan por igual en la decisión de unirse al grupo o desertar de él

El horizonte como terrorista pintaba mejor. Goroma, de 23 años, nigeriano, narra que los de su banda les dijeron a él y a otros que tendrían dinero y esposas cuando se enrolaran, y que en caso de morir en batalla, el destino era el cielo, sin escalas. Al somalí Aden, de 21 años, sus aspiraciones le parecieron más cercanas que nunca: “Mis expectativas eran tener una casa propia, dinero suficiente y un coche”.

La realidad, sin embargo, lo decepcionó: “Nada de eso se cumplió”, dijo a los investigadores.

Muchos como él han desertado y se han entregado a las autoridades por ese motivo. Según afirma el 54% de los varones en ese caso, la organización criminal no les había dado ninguna oportunidad de empleo. El desacuerdo con las acciones llevadas a cabo por el grupo también fue el motor del desenganche para el 68% de los declarantes, y el 42% dice que se largó con sus amigos. El “contagio” de estos es, precisamente, el que lleva a buena parte de los hombres a irse al monte, mientras que las mujeres se enrolan y desenrolan siguiendo a la familia. De las que han salido, el 77% dice que sus expectativas no se habían cumplido, y el 60%, que no compartían ya la ideología del grupo.

Los abusos del gobierno como detonante

Además de por las motivaciones más “estables”, los investigadores se han interesado por los sucesos puntuales que han animado a los reclutas a dar el paso definitivo. Y aquí saltan, como elemento preocupante, los atropellos de las fuerzas de seguridad contra los civiles, que pagan los platos rotos de las acciones contra los extremistas.

“¿Qué clase de guerra es esta en que los soldados matan a cientos de personas desarmadas, solo porque viven en una zona controlada por los yihadistas?”

La ONG Human Rights Watch reporta uno de estos incidentes en Mali, entre el 23 y el 31 de marzo de 2022. En esas fechas, un operativo antiterrorista conjunto del ejército nacional y “soldados extranjeros asociados” se llevó por delante las vidas de unos 300 residentes varones de una docena de aldeas. Cuando irrumpieron las tropas, muchos estaban en el mercado: se los llevaron y jamás regresaron. Según los pobladores, a lo lejos se escuchaban los disparos de las ejecuciones.

“Sí; los yihadistas estaban por allí –dijo un comerciante local–, pero ¿qué clase de guerra es esta en que los soldados matan a cientos de personas desarmadas, solo porque viven en una zona controlada por los yihadistas?”.

Los investigadores han recogido testimonios de brutalidad similares entre los desmovilizados de varios de países. En Somalia, un sitio que ha sido durante mucho tiempo la perfecta conjunción de miseria y terror, Abdi, de 25 años, informa sobre la paliza que le dio un policía con su arma reglamentaria: “Me golpeó salvajemente. Me había disparado mientras iba conduciendo de Baidoa a Burhakabo. Por fortuna no me dio, pero (después) me golpeó con su arma”. Otro joven paisano suyo, Ali, cuenta haber perdido a sus hermanos y hermanas en ataques de las fuerzas gubernamentales.

El efecto trampolín de estas acciones es evidente. En Nigeria, Fátima, de 35 años, se lo dijo así a los entrevistadores: “Un avión militar atacó mi aldea y mató a muchos de los míos. Fue entonces cuando decidí unirme [a un grupo extremista] y seguir los pasos de mi esposo para vengar los asesinatos”.

Según el informe, los excesos de las autoridades contra la población –y también los de los grupos paramilitares– engrasan y aceleran los procesos de reclutamiento, pues provocan la furia y el temor de los civiles hacia aquellos que en teoría deberían protegerlos: “Del 48% que dijo haber experimentado un suceso desencadenante, el 68% mencionó acciones gubernamentales, como el asesinato o el arresto de familiares o amigos, que los llevaron a unirse a un grupo extremista violento”.

¡Ojo, que reenganchan…!

A la luz de todo lo anterior, cabe añadir que los incentivos gubernamentales para que los militantes extremistas abandonen las armas y se reintegren deben incluir garantías de seguridad y respeto de los derechos humanos, y oportunidades económicas.

El informe del PNUD señala que justamente los programas de amnistía y reinserción previstos para los terroristas ha influido en muchos de los consultados en su decisión de dejar las armas y volver a la sociedad; una decisión que, como se mencionaba, no pocas veces se toma en grupo, pero que no es unívoca: si el 40% de los que fueron capturados plantea que, de poder hacerlo, se reengancharía en el grupo terrorista, entre los que desertaron voluntariamente no todos tienen claro qué harían, llegado el caso. Un 65% afirma que no volvería a la organización. Del resto no se hace mención.

En todo caso, los autores del estudio sostienen que, para ser efectivos, los programas de reinserción deben ayudar al desmovilizado a reconstruir sus lazos sociales, proporcionarle atención psicológica y darle mecanismos de apoyo para evitar que caiga en la alienación y en un aislamiento que lo lleve a añorar las andadas con los de antes, y a reincidir.

“La vía más eficaz de hacerlo –subrayan– es involucrar a la sociedad civil y a los grupos comunitarios en el diseño, aplicación y seguimiento de las estrategias de prevención de la violencia extremista”. Solo que todo ello demanda recursos, y el suministro de estos –reconocen– “sigue siendo crítico”.

Algo podrán hacer estos programas, pero mientras la miseria siga caminando en círculos en torno a los jóvenes subsaharianos, la violencia extremista seguirá invitándolos a probar fortuna.

Soltar el fusil, coger el lápiz

Un estudio del Tony Blair Institute for Global Change examina varios programas de reinserción en los que participan exmilitantes del grupo terrorista Boko Haram en la cuenca del lago Chad. Los investigadores apuntan la existencia de líneas de trabajo de desradicalización no solo con los varones adultos desmovilizados, sino también con las mujeres que se han visto arrastradas a ese ambiente delictivo y cuyos maridos han terminado rindiéndose a las fuerzas del orden, y con los menores de edad.

De modo general, la atención incluye incorporarlos a los estudios y brindarles asistencia médica, preparación vocacional para el empleo, formación psicosocial y conductual, y apoyo para lidiar con los traumas y agravios que incidieron en la radicalización de cada individuo. Asimismo, las autoridades trabajan con sus comunidades de origen para que los acepten y reinserten, algo que suele presentar dificultades (hasta ser bienvenidos en sus pueblos, permanecen en campamentos de tránsito). Entre quienes lo pueden tener más difícil están las viudas de miembros de Boko Haram, que en la organización desempeñaban un papel jerárquico sobre otras mujeres y que, ya fuera de esta, van a los últimos puestos de la fila.

Los autores observan, no obstante, una paradoja: si bien toda esta labor de reinserción es crucial, debe hacerse sin demasiado ruido, pues los participantes se benefician de un proceso educativo del que quizás no han disfrutado los que no se unieron al grupo terrorista. “Esta rampante desigualdad –advierten– puede incentivar a algunos a unirse a Boko Haram, con la esperanza de más tarde obtener los beneficios de desengancharse del grupo”.

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