Peter Sloterdijk, filósofo del ocaso

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Peter Sloterdijk (CC Fronteiras do Pensamento)

 

A martillazos. ¿Cómo, si no, pueden resquebrajarse a estas alturas nuestras últimas certezas? Tal vez por ello, el filósofo alemán Peter Sloterdijk (Karlsruhe,1947), en la cercana estirpe de Nietzsche y en la más lejana de Diógenes, presuma de vocación polémica y de pensar asomado al abismo de la nada.

Su filosofía –inclasificable, como su obra– no brinda propuestas, sino que desenreda genealogías, olfateando, con un espíritu muy posmoderno y oriental, los vestigios culturales, teológicos o científicos del mundo contemporáneo. Hay que reconocer su destreza a la hora de ingeniar neologismos. Y si es uno de los filósofos más leídos de hoy, eso se debe, en gran parte, a la heterogeneidad y expresividad de su prosa.

Su participación, junto a Rüdiger Safransky, en el programa televisivo El cuarteto filosófico, que remeda el nombre del conocido espacio literario que presentaba Marcel Reich-Ranicki, le sirvió durante casi una década para convertirse en uno de los intelectuales de referencia en la opinión pública alemana.

Tampoco se puede negar que ha sabido estar siempre en el momento y lugar oportunos. En Crítica de la razón cínica (1983) desafió a quienes, después de explotar el 68, se habían aburguesado, sosegando sus críticas y transigiendo, hipócritamente, ante los imperativos capitalistas. Es una obra que, en realidad, se puede interpretar en clave psicoanalítica, como si una nueva generación de intelectuales, con un cáustico Sloterdijk a la cabeza, hubiera decidido sacudirse de encima la influencia de sus mayores y matar a su progenitor, dando cumplimiento al designio freudiano.

Desde entonces, este pensador de porte profética aparece como un nuevo Zaratustra, erigiéndose en defensor de valores heroicos y paganos, y denunciando las desvergüenzas de nuestra sociedad neurótica. No es la compasión ni la fraternidad el principal motivo de la política, sino el orgullo y la ira, esas pasiones que guían la acción humana.

Estas tesis, que los epígonos de la izquierda cultural alemana achacaban a un repentino impulso reaccionario, son las que se descubren en su propuesta sobre los “impuestos voluntarios”. ¿Cómo los últimos hombres nietzscheanos se van a dejar esquilmar por un sistema radicalmente paternalista? No es que se viera alterado su compromiso socialdemócrata, sino que cuando defendía dejar el pago de los tributos en manos de cada uno, buscaba denunciar esa moral igualitarista de esclavos para promover formas sociales centradas en el orgullo, no en la codicia.

El barril de Sloterdijk

Gracias a su reivindicación del cinismo, Sloterdijk logró conectar con una generación intelectualmente huérfana, que no se sentía representada por quienes habían heredado el negocio de la crítica cultural, empezando por Jürgen Habermas. Sloterdijk no quería volver a los sesenta, pero creía que era perjudicial el “estancamiento” de la teoría y la falta de inspiración.

Sloterdijk ha optado por la transgresión como estrategia para sacar de su apoltronamiento a los urbanitas solitarios

Ha entendido, así, que su cometido es revelar la inmoralidad e hipocresía de todo universalismo y denunciar, con el espíritu obsceno de Diógenes, la capciosa nostalgia de lo absoluto. A su juicio, la filosofía ha sido demasiado presuntuosa, de modo que él propone sustituir las promesas utópicas por la resistencia satírica, la burla de las convenciones –también de las académicas, de las intelectuales– y la mofa ante las exigencias del sistema. Es decir, volver al barril, como el de Sínope.

Escrita tras un largo peregrinaje por la India –una de las experiencias más determinantes en su trayectoria y que se revela en su reiterativo interés por el ascetismo, por ejemplo–, Crítica de la razón cínica invita a cultivar una filosofía de la pasividad no exenta de entusiasmo hedonista. La enseñanza que busca transmitir es que no hay fundamento alguno para la crítica, pero que eso no exige abandonarse al desconsuelo. Esa obra irrespetuosa se convirtió en el “libro rojo” del nihilismo fin de siècle, exquisitamente culto, existencialmente frívolo y elitista, desde el punto de vista social.

Pensar en medio de la explosión

Sloterdijk –profesor desde los noventa en la Escuela de Arte y Diseño de Karlsruhe, donde ha encontrado un ambiente incomparable de libertad– ha logrado urdir a lo largo de estos años una suerte de teoría de la cultura posmoderna, pero enfocando su análisis del presente desde una óptica antropológica. Es la imagen del que se esboza culturalmente en un mundo en el que el hombre “ha dejado de ser el medio de lo absoluto”. Lo que estudia en sus prolijos y eruditos ensayos.

Es indudable que ha conformado una filosofía apropiada para un tiempo que ha perdido la inocencia y en el que el ser humano siente que ha llegado al final de la evolución. Es, pues, el suyo un pensar del ocaso. Pero no se esconde, sino que afronta la misión de reflexionar tras la hecatombe. De ahí que haya asumido a menudo la molesta vocación de arúspice. El hombre es un ser que ha perdido sus cobijos imaginarios –la alta cultura, los ampulosos sistemas filosóficos, las grandes religiones– y pretende sortear como puede su desamparo. La tarea de Sloterdijk es constatar su inevitable fracaso.

Esta es la perspectiva que empieza a explorar en los tres volúmenes de Esferas (1998, 1999 y 2004) y que culmina en una obra bastante posterior, Has de cambiar de vida (2009). Desde entonces va tejiendo su idea de inmunología. En efecto, desde su origen biológico, el hombre busca defenderse –inmunizarse, “crear esferas”– frente a lo extraño. Las esferas, así como sus distintas formas, encarnan esa añoranza del seno materno que se reconstruye en el transcurso histórico ante “los vagos riesgos de la vida y las agudas certezas de la muerte”.

La inmunología toma el testigo de la metafísica, tanto clásica como moderna, pero a diferencia de estos pseudosaberes espectrales, sostiene Sloterdijk, no camufla el drama de la insoslayable indigencia del hombre. Su recorrido histórico-cultural le lleva por las formas más primarias de defensa –burbujas– a esos “globos” de los imperios y los grandes relatos culturales, desinflados inexorablemente en la actual etapa de liviandad y espuma, en la que contamos con menos refugios frente a los bacilos. Sería fácil pensar en la crisis actual en la que ha sumido al hombre el coronovarius.

Dinámica de las esferas

La evolución de los sistemas de inmunidad pone de manifiesto, sin embargo, dos cosas: de un lado, el carácter destructor de su desarrollo, en la medida en que las primeras esferas dejan abiertos espacios sin protección de los que se apropian nuevas estructuras para acabar con las precedentes; de otro, aunque guarecen, las esferas también perpetúan las servidumbres. Es eso lo que ocurre, por ejemplo, con la religión, una de las principales bestias negras de este autor.

A su juicio, la Era Moderna es el intento por “civilizar” la intemperie humana, lo que se encuentra íntimamente ligado con el poder técnico que pone en manos del hombre. Pero en tanto Ilustración, se presenta como la pérdida del centro. Cuando todo es centro, explica, ya no hay una instancia que cabalmente lo sea.

Esto explica su empleo de esa expresiva metáfora que es la espuma, con la que se refiere a la condición líquida de la que habló Zygmunt Bauman, y que denota movilidad, ligereza, labilidad. Y aunque, como se ha indicado, Sloterdijk no quiere aprovecharse del miedo ni ser un “ventajista de la crisis” –“no es mi intención pronosticar oscuras tendencias y luego explotarlas para sacar provecho”, afirma–, se da cuenta de que un mundo de espuma es ingobernable, merma la inmunología y, con ello, los lazos entre los hombres.

Antropotécnica y constructivismo

La inmunología está muy relacionada con otra de las nociones nucleares –y más controvertidas– de su obra: la antropotécnica, con la que desea expresar la que considera como principal característica del hombre, esto es, su capacidad para autoproducirse por medio de prácticas y ejercicios.

Pero ¿no es eso lo que Aristóteles entendía por virtud? ¿No podría englobarse también bajo esta categoría todo lo que en Oriente y Occidente se conoce como espiritualidad? ¿Qué decir de todas esas técnicas que se vuelven sobre el hombre, desde la cosmética a la protésica? Quizá, a fin de cuentas, ese sea el problema del término: si la antropotécnica, como parece sugerir, incluye “procedimientos de ejercitación, físicos y mentales, con que los hombres de las culturas más dispares han intentado organizar su estado inmunológico”, y se aplica, por igual, al yoga, a la mística cristiana, al deporte o a las performances, termina perdiendo su sentido.

Para ser alemán, Sloterdijk en su filosofía se desenvuelve en una prosa y un estilo extrañamente franceses, y ofrece una textura casi foucaultiana, por no decir volteriana. Lo mismo cabe afirmar del aire posmoderno de sus obras. Desgraciadamente, es esta una tendencia de la filosofía actual, como si quienes la cultivan hayan decidido hoy suplantar la indagación de lo real por una farragosa arenga autorreferencial.

La inmunología está muy relacionada con otra de las nociones nucleares de su obra: la antropotécnica

Podría decirse que Sloterdijk ha optado por la transgresión como género literario o como estrategia para sacar de su apoltronamiento a los urbanitas solitarios, consciente de que no es el individualismo lo que define la condición del hombre posmoderno, sino la neutronización: somos partículas, no átomos, cada vez más singulares, más exclusivos… y también mucho más elementales. Si decide entonces ejercer de maestro espiritual e iluminado, es para incitar un cambio radical de vida que asegure, en medio del torbellino del sinsentido, la supervivencia cultural de la especie.

Una antropología sin idea de hombre

Por otro lado, su argumentación resulta inconsistente o paradójica por una incomprensible carencia: en sus audaces apuestas antropológicas falta una precisa concepción de la naturaleza humana. Y aquí, el sardónico e insolente pensador se antoja excesivamente convencional al transformar al hombre en el resultado de un proyecto, como si dependiera de nuestro arbitrio determinar lo que somos. Según su parecer, fue la Ilustración la que desbancó el poder de las grandes religiones y permitió la autoliberación humana, un viaje que, como constata, conduce a la nada más absoluta.

No es de extrañar la polémica que suscitó en Alemania un texto suyo, Normas para el parque humano (texto de una conferencia impartida en 1997, pero publicada dos años después). Más allá del anecdótico desencuentro con Habermas, a quien Sloterdijk acusó de orquestar una campaña entre bambalinas para desprestigiarle acusándolo de filias nazis y neopaganas, lo cierto es que su pesimismo sobre la capacidad del humanismo para mantener a raya el potencial destructivo del ser humano y, por tanto, domesticarlo, parecía dejar abierta la posibilidad de emplear como antropotécnica la selección genética. Esta alusión, junto con la referencia a una supuesta élite política encargada de adiestrar a los hombres, no hizo gracia en un país especialmente sensible a esos comentarios.

Sería injusto acusar a este heteróclito intelectual de defender la eugenesia –aunque no se disculpó ni precisó su postura, parece que su propósito fue precavernos ante el posible deslizamiento transhumanista de la inmunología–, pero no resulta prudente ubicar esa omnipotencia antropotécnica en una cultura como la nuestra, a la que tan difícil le resulta aclarar los límites éticos de las biotecnologías.

Inmunología global

Es al final de Has de cambiar de vida –la que, en retrospectiva, quizá sea su obra más relevante– donde abandona por un momento su destino de agent provocateur de la cultura alemana, y se pone serio, aventurando posibles terapias para remendar la frágil solidaridad humana. La publicación de la obra coincidió con la última crisis económica, y él, que era consciente de que hoy nos toca enfrentarnos a retos desproporcionados, contestó con una directriz ética adecuada para afrontar la catástrofe climática y económica global.

Su inmunología, depositaria de la esperanza teológica y metafísica, es más bien una actualización del ideal universalista del comunismo. Percatándose de que las diferencias entre lo propio y lo ajeno debilitan los sistemas de inmunidad, apuesta por una concepción inclusiva y global (el coinmunismo) centrada en ideales solidarios y basada en la idea de que protegiendo a todos nos protegemos mejor a nosotros mismos.

Puede que este antiguo simpatizante del anarquismo haya dejado de creer en los sueños que inspiraron su juventud, pero no deja de resultar irónico que Sloterdijk, que insistió en pensar sin fundamentos, reclame ahora la vigencia de un imperativo categórico como coraza frente a la destrucción de lo humano, instando a “obrar de tal forma que no impidamos que se conforme un sistema global de solidaridad”. Una regla ciertamente vaga para una ética frugal.

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