El carnaval de la queja

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Contrapunto

En el ensayo La tentación de la inocencia, recientemente traducido, el francés Pascal Bruckner disecciona dos patologías sociales que proliferan en los países desarrollados: el infantilismo y la victimización. El infantilismo transfiere a la edad adulta los privilegios del niño. De este modo, «combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites, manifiesta el deseo de ser sustentado sin verse sometido a la más mínima obligación». La victimización es la tendencia a situarse entre los grupos perseguidos, «víctimas a las que se debe reparación, excepciones marcadas por el estigma milagroso del sufrimiento». Ambas tendencias consagran la paradoja del individualismo contemporáneo «que combina la doble figura del disidente y del bebé, y habla el doble lenguaje del no conformismo y la exigencia insaciable».

Es un diagnóstico que puede aplicarse a variados grupos sociales y, antes de tirar la primera piedra, es conveniente pensar si uno mismo no incurre alguna vez en esas actitudes. Pero, quizá por haber aguantado en estos días ese carnaval de la queja que es la semana del «orgullo gay», las demandas de algunos homosexuales me han recordado el análisis del pensador francés. Bruckner llama inocencia «a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos». Y, a mi juicio, eso es lo que ocurre con la pretensión de equiparar las uniones de homosexuales con el matrimonio.

Se puede optar por mantener una unión con otra persona del mismo sexo. Pero entonces uno no puede lamentarse porque no se le apliquen las mismas reglas que al matrimonio, que sanciona un compromiso estable entre un hombre y una mujer, con el deber de fidelidad y abierto a los hijos. Sentirse discriminado en tal caso tiene tanto sentido como quejarse de que no se le aplique la legislación de fundaciones. Son relaciones que se mueven en distintos planos. Si una pareja homosexual quiere establecer ciertas reglas en sus relaciones, es más lógico recurrir a una convención privada que a una ficción de matrimonio. ¿Que se quieren? Tanto mejor para ellos. Pero el Derecho no se preocupa por los sentimientos, sino por los derechos y deberes surgidos de un compromiso que interesa a la sociedad.

También es incoherente intentar remediar mediante la adopción la falta de hijos, consecuencia del propio estilo de vida. En la adopción se trata de dar padres a un niño, no de facilitar un niño-prótesis para apuntalar la respetabilidad de una pareja homosexual. Cuando no se quieren aceptar las consecuencias de las propias decisiones, se puede rizar el rizo hasta el límite del absurdo. Como en un libro de bioética, autoproclamado pluralista, que defiende la legitimidad de aplicar gratuitamente a parejas lesbianas las técnicas de reproducción asistida, habida cuenta de que son «situacionalmente estériles».

Los homosexuales tienen los derechos propios de cada persona, pero por ser personas, no por ser homosexuales. De ahí que tampoco hay motivos para presentarse como víctimas por no poder acceder a ciertos beneficios que no se conceden por el mero hecho de ser persona, sino por reunir ciertas condiciones. El deseo mimético con respecto al matrimonio, es lo que ha llevado, por ejemplo, a un auxiliar de vuelo de Iberia a recurrir a la Comisión Europea de Drechos Humanos de Estrasburgo, ante la negativa de los tribunales nacionales a darle la razón en su pugna con la compañía aérea. Motivo: la empresa se niega a conceder a este auxiliar y a su compañero sentimental el derecho a tres billetes gratis al año previstos para la pareja marital. El empleado se siente discriminado «por motivos de su inclinación sexual». Se comprendería que se quejara de discriminación injusta si hubiera sido despedido. Lo que no se entiende es que por sentirse muy a gusto con su compañero los demás viajeros tengamos que pagarle unos billetes.

Para avalar la solvencia de sus pretensiones, el auxiliar de vuelo asegura que su relación dura ya seis años; vamos, que lo suyo es serio. Pero, si no hay que discriminar a nadie por su inclinaciín sexual y si todo es cuestión de gustos, no habría que privar de estos beneficios a los que prefieren una pareja inestable; a los bisexuales habría que reservarles al menos el doble de billetes gratis, y los del polígamo multiplicarlos por el número de esposas.

Puestos a buscar una equiparación fácil entre parejas homosexuales y heterosexuales, algunos periódicos se podrían ahorrar esas fotos ternuristas de gays besándose. Si algún día fueron transgresoras, hoy sólo consiguen ser cursis. Y si se tratara de un hombre y una mujer, ningún periódico consideraría noticia las carantoñas de una pareja desconocida. Estas ridiculeces, junto a otros exhibicionismos de colectivos gays, no hacen justicia a la mayoría de los homosexuales, que no se merecen esa imagen.

Ignacio Aréchaga

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