El trabajo flexible, ¿necesidad o virtud?

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Proliferan nuevas modalidades de contratación laboral
Los países desarrollados registran una explosión de contratos laborales que permiten una dedicación flexible. A menudo se presenta este fenómeno como la aurora de un mundo nuevo, en que cada cual tendrá un trabajo a su medida y así podrá integrar la actividad productiva y sus demás deberes y deseos. Pero estos tiempos son también de paro recalcitrante. La economía parece incapaz de dar empleo a todos, y se empieza a pensar que no hay más remedio que repartirlo. Cabe preguntarse, pues, si la tendencia al trabajo flexible no es un intento de hacer de la necesidad virtud.

Lo que en primer lugar se plantea es si la desaparición de empleos es consecuencia inevitable del progreso técnico, que reduce la necesidad de mano de obra. Examinando el telón laboral de fondo, el economista francés Jean Hervé Lorenzi piensa que nos encontramos a mitad de camino de la cuarta revolución industrial, la de los sistemas de la información. Al igual que en las tres revoluciones sucedidas desde finales del siglo XVIII, las nuevas tecnologías empezaron destruyendo puestos de trabajo.

Pero si la historia se repite, cuando concluya la revolución se habrán creado más empleos, nuevos e imprevisibles al principio. Hasta entonces nos toca atravesar la fase intermedia, en que se modifican algunas variables laborales: cambia la duración de los horarios, fluctúa la composición de la mano de obra y su volumen, las mujeres y las personas mayores entran o salen de la población activa… Según el análisis de Lorenzi (L’Express, 4-V-95), en una etapa de especial movilidad resulta necesario llegar a un acuerdo entre los protagonistas -trabajadores, empresarios, sindicatos, gobiernos, etc.- sobre las condiciones laborales de los próximos años.

Lejos del óptimo social

De momento, la creación de nuevos puestos de trabajo no cubre la demanda de empleo, a pesar de que el tiempo de trabajo ha disminuido. Y la protección social del trabajador empieza a parecer insoportablemente cara para las arcas públicas y la economía en su conjunto. En definitiva, como señala Alain Lebaube en Le Monde (22-XI-95), «nos alejamos del óptimo social que pudo ser el trabajador asalariado, para descubrir otras formas de empleo, ciertamente más precarias pero también mejor adaptadas a los nuevos modos de producción».

En la tesis de Lebaube, el trabajo parece reducido a un simple factor económico, el modelo laboral instaurado por el Estado de Bienestar es el óptimo, y el futuro se presenta bastante negro. Pero ese «óptimo» quizá ha dejado de ser posible, porque está en crisis su artífice, el Estado de Bienestar.

Repartir el trabajo escaso

El caso es que la jornada flexible -y reducida- está extendiéndose. En Alemania, el 77% de los asalariados ya no tiene la clásica jornada invariable, de ocho a cinco, según una encuesta del Instituto para la Investigación de las oportunidad sociales (ISO) de Colonia. Si bien dentro de la flexibilidad caben muchas variantes, todas se apartan del modelo tradicional.

Entre esas variantes se presentan, por ejemplo, la reducción del horario (anual o semanal), la elección del tiempo de trabajo, el trabajo a tiempo parcial o la semana laboral de cuatro días. La que de hecho se está expandiendo más es la simple reducción de horarios donde antes había jornada completa, a menudo para evitar recortes de plantillas. Fue lo que hizo Volkswagen el año pasado, en un caso famoso, al instaurar la semana laboral de cuatro días.

Otro ejemplo significativo es también alemán: el pasado 1 de octubre culminó una campaña que los sindicatos del sector del metal iniciaron en 1983 y, por fin, se ha instaurado la semana laboral de 35 horas para unos 3,5 millones de trabajadores de esa rama. Muy a pesar de la patronal, que sostiene que la medida no creará nuevos puestos de trabajo y que, como el recorte va unido al mantenimiento de salarios muy elevados, se reducirá la competitividad del sector frente al extranjero.

En Francia, el 31 de octubre las organizaciones patronales y cuatro de los cinco sindicatos más representativos llegaron a un «acuerdo nacional interprofesional sobre el empleo». Con la nueva pauta se reducirá el tiempo de trabajo, aunque se ha dejado en manos de cada sector productivo la organización detallada de los recortes horarios.

También en Francia, un joven ingeniero de Arthur Andersen planteó instaurar las semana laboral de cuatro días, con motivo del nuevo plan quinquenal sobre el empleo, en otoño de 1993. Sólo quince empresas presentaron propuestas en el Ministerio de Trabajo para beneficiarse de las ayudas previstas para las que adoptaran la medida. El año pasado apenas se volvió a hablar del asunto. En cambio, este año varios representantes sindicales, la asociación francesa de Banca y el Centro de jóvenes dirigentes de empresa se han manifestado favorables a la medida. En Holanda se ha adoptado este recorte de horarios en el comercio y se prepara para otros sectores.

La austeridad como solución

The Economist (25-XI-95), autorizada voz del campo liberal, ha dado su interpretación. No se opone a que empresas y sindicatos negocien libremente recortes de horarios a cambio de salarios menores. Pero desaconseja a los gobiernos poner un tope legal de horas laborables. «Trabajar menos -dice con sorna- puede atraer sin duda a los mimados europeos continentales, pero no deben engañarse creyendo que es la solución mágica [del desempleo]».

En general, la revista británica no piensa que la reducción del tiempo de trabajo estimule directamente la creación de empleos. Y lo desmiente presentando, entre otras cosas, la evolución del paro en Europa y Japón, frente al caso de Estados Unidos. Entre 1975 y 1993 en el viejo Continente y en Japón se ha reducido mucho más que en Estados Unidos la media anual de horas trabajadas. Pero, mientras que en EE.UU. ha disminuido la tasa de paro, en los otros países ha aumentado.

La tesis de The Economist es que la «tarta», la cantidad de trabajo realizable no es fija, por lo que no necesariamente se pierden empleos al introducir nuevas tecnologías que sustituyen mano de obra, como tampoco al contratar a inmigrantes o al importar productos más baratos del extranjero. Del mismo modo, no se crean nuevos puestos por el simple hecho de reducir horarios o adelantar la jubilación. Pues es preciso, entre otras cosas, que los costes laborales no disuadan al empresario de contratar nuevos trabajadores.

Sus recomendaciones coinciden básicamente con las que hizo el año pasado la OCDE en su informe sobre empleo (Jobs Study). Aboga por la austeridad en los salarios, la mejora de la formación de los empleados, y las rebajas del salario mínimo y de los subsidios de paro.

Sin embargo, la relación entre contratación barata y paro bajo no se cumple en todos los aspectos. Suele ponerse como ejemplo la mayor flexibilidad laboral de la economía estadounidense, que promueve más la creación de puestos de trabajo. Es cierto que, desde junio de 1992, la tasa de paro norteamericana ha disminuido del 7,7% al 5,5%. Los nuevos puestos han dado trabajo a muchos de los despedidos durante la anterior recesión, además de a otros que se incorporaban a la vida laboral.

No obstante, también allí hay problemas. Pues un estudio de la OCDE, del 29 de noviembre pasado, señala que desde 1990, en Estados Unidos la tasa de parados de larga duración (más de un año sin trabajo) ha pasado del 5,6% al 12,2% respecto al total de personas desempleadas. Pero el paro prolongado se creía mal casi exclusivo de los sobreprotegidos trabajadores europeos. Parece, pues, que la flexibilidad no necesariamente proporciona sus conocidas ventajas sin dejar a gente en la cuneta.

Jornada reducida, sueldo complementario

Los optimistas esperan que, con un poco de buen hacer y de fortuna, los nuevos planteamientos que buscan flexibilizar el sistema laboral abran una puerta a una «deseconomización del trabajo» bien entendida. Si así fuera, el trabajo flexible favorecería una integración más armónica de la actividad económica en el conjunto de la vida: se daría el tiempo necesario -en cantidad y cualidad- a las tareas del hogar, al cuidado y educación de los hijos, a la vida social y al ocio. Sería una providencial carambola que, en la lucha contra el paro, se hallasen soluciones para colmar el agujero abierto hoy entre la vida profesional y la vida familiar.

Esto ocurre ya en algunos casos, como en las familias que no se arreglan con un salario pero no precisan imperiosamente dos completos. Una dedicación reducida y flexible permite que uno de los cónyuges obtenga el necesario complemento sin desatender el hogar. Pero el «trabajo a la medida» no ha llegado todavía para muchos que, en las jornadas flexibles y «semisueldos», no encuentran la fórmula ideal, sino la única a su alcance.

Experimentando el contrato «a la carta»

Aunque nunca llueve a gusto de todos, la gravedad del problema laboral exige que se planteen propuestas y se discutan. A finales del mes pasado, el diario Le Monde recogía algunas de las iniciativas laborales surgidas en los últimos meses en Francia. Por ejemplo, la publicación del informe Le Travail dans vingt ans, redactado por una comisión que preside Jean Boissonnat, miembro del consejo político monetario de la Banque de France. Las dos propuestas principales de Boissonnat son: reducir la jornada laboral un 20% o un 25% en los próximos veinte años (hasta 1.500 horas de trabajo anuales en el año 2015, de las que el 10% se dedicarían a la formación), y sustituir el contrato de trabajo por un contrato de actividad.

En cuanto a la disminución del tiempo laboral, la comisión Boissonnat no es partidaria de implantar indiscriminadamente la semana laboral de cuatro días. Sugiere que cada trabajador escoja su tiempo, algo que es más conforme, dice, «con una economía centrada en la persona». «Algunos -señala el informe- estarán interesados en trabajar el fin de semana; otros, una semana cada dos; algunos, nueve meses al año, y otros, cuatro días a la semana».

El contrato individualizado

En la línea de que empresarios y empleados acuerden el tiempo de trabajo, se perfila la idea del francés Pierre Guillen, presidente honorífico de la patronal Unión de Industrias Metalúrgicas y Mineras (UIMM). Su reflexión figura en un anexo del informe «La Francia del año 2000», realizado por una comisión presidencial que encabezó Alain Minc. En este caso, se pretende abolir la noción de trabajo a tiempo completo a fin de aumentar el horario cuando hay más trabajo y disminuirlo si escasea. Eso sólo es posible si la duración del horario laboral no se fija por ley (39 horas en Francia), sino mediante un contrato revisable.

Según Guillen, el modelo de contrato que debería regular el sistema de trabajo es el que actualmente vige para «los contratos a tiempo parcial, en que las partes pueden discutir y fijar libremente el horario de trabajo y su reparto», en términos de semanas, meses o años. Las horas extraordinarias se medirían a partir del tiempo vigente en el contrato de cada asalariado. Y el salario se ajustaría en el contrato en función de las horas. En previsión de posibles abusos, Guillen propone establecer algunas barreras legales, como el máximo de 10 horas laborables diarias y 48 semanales de trabajo. Pero no se mencionan los mínimos.

Los sindicatos argumentan que el trabajador se encuentra en inferioridad de condiciones en este tipo de contratos. Están de acuerdo en que los empleados tienen derecho a trabajar más o menos en diversos momentos de su vida. Pero consideran imprescindible que no se puedan revisar los contratos en periodos inferiores a un año y que se respeten las garantías colectivas. Tal como está redactado, el proyecto de la UIMM, dicen, parece diseñado más para controlar la escasez de trabajo -por el mecanismo de reducir las jornadas de los empleados-, que pensado para crear nuevos puestos.

Del contrato de trabajo al de actividad

Retomando el citado estudio de la comisión Boissonnat, la segunda propuesta es pasar del contrato de trabajo tradicional entre una empresa y el empleado a un contrato de actividad, que incorporaría otros parámetros, como los periodos de formación.

Así, el contrato de actividad, también llamado de trabajo-formación, ligaría a la persona con una red de empresas libremente asociadas y otras instituciones como cámaras de comercio, escuelas, universidades, ayuntamientos. Con este tipo de contrato, de al menos cinco años, se englobaría el tiempo de trabajo en la empresa, los periodos de formación, las vacaciones por excedencia o el traspaso temporal del trabajador a otras empresas asociadas.

No todo son ideas sólo sobre el papel. El pasado noviembre, un grupo de jóvenes empresarios franceses lograron la autorización del Ministerio de Trabajo para experimentar en unas treinta empresas un proyecto del Centre des jeunes dirigeants d’entreprise (CJD). El proyecto, «Hacia una empresa a la carta», intenta conciliar las necesidades de empresas y asalariados, con la consiguiente cesión por ambas partes. Por ejemplo, el trabajador acepta variaciones fuertes de horario a cambio de que la empresa le ofrezca un contrato estable, con un salario adecuado y una reducción general de la jornada.

Para evitar injusticias por parte del empresario, el CJD prevé que en todas las empresas de diez o más empleados sea obligatorio formar un comité de empresa (actualmente la ley sólo lo impone a partir de cincuenta asalariados).

Por su parte, la patronal francesa Entreprise et Progrès ha sugerido otro modelo: el llamado «contrato colectivo de empresa», preparado por el empresario para su empresa, de acuerdo con los trabajadores y por un tiempo determinado (de uno a tres años). Con ese contrato, el empresario podría prescindir de múltiples exigencias del Código del Trabajo, pero se le impondría un conjunto de disposiciones mínimas a favor de los empleados: no discriminación en la contratación, salario mínimo, seguridad, límite máximo de la jornada laboral, etc.

Lo difícil en este caso sería acordar los requisitos indispensables del contrato que aseguren los derechos de los trabajadores. De hecho, los sindicatos critican que la propuesta no incluye reglas sobre las condiciones de contratación de jóvenes, sobre cómo aplicar la obligación de contratar a personas minusválidas o acerca de la formación de los empleados. Y también queda en el aire quién controlaría las condiciones del contrato en las empresas pequeñas y medianas, donde casi nunca hay comités de empresa ni delegados sindicales.

El arte de trabajar menos horas y consumir menos

Bien sea por convicción o por hacer de la necesidad virtud, en algunos sectores de jóvenes profesionales empieza a abrirse paso una nueva mentalidad ante el trabajo. Hay quien opta por trabajar menos horas, ganar menos y consumir menos, para llevar una vida más sobria pero más placentera. Se trata de decir adiós al estrés y al afán consumista, para elegir una voluntaria simplicidad.

Bien es verdad que para elegir primero hay que tener un trabajo, cosa no siempre segura. Otras veces, es al perder el empleo cuando se descubre que se puede vivir con menos. También se comprende que no hay por qué sacrificarlo todo a una empresa que, en tiempos de crisis, no te puede garantizar un empleo. De ahí que el yuppie desencantado y estresado sea otro candidato al descubrimiento de la vida sencilla.

El fenómeno se advierte aquí y allá en los países ricos. En Japón, en 1993, el profesor y crítico literario Koji Nakano hizo el negocio de su vida con un libro titulado El concepto de la pobreza honrada (cfr. servicio 79/93). En ocho meses había vendido cuarenta ediciones con un total de 600.000 ejemplares. Dirigido a una sociedad japonesa presa del afán consumista, el libro ensalzaba las virtudes de una vida sobria y honesta. El texto estaba estructurado en torno a quince retratos de figuras destacadas del país -monjes sintoístas, académicos, artistas y maestros de la ceremonia del té-, ejemplos de virtudes como la honradez, la sencillez y la riqueza de espíritu. Quizá porque Japón atravesaba la recesión económica más grave de los últimos veinte años, el libro interesó a muchos que se replanteaban el sentido de una vida centrada en trabajar más para consumir más, en un círculo vicioso.

Ahora algunos medios de prensa norteamericanos detectan en su país un fenómeno de este tipo. Como es habitual, la tendencia requiere un nombre (downshifting la han bautizado), un reportaje en Time y un libro emblemático. Ya ha cumplido todos los requisitos. El downshifter típico es el profesional que se conforma con un puesto más bajo en la escala profesional y con menos sueldo, a cambio de disponer de más tiempo para la familia y de gozar de más tranquilidad. El cambio supone optar por una voluntaria simplicidad, a través de una vida más sobria, sin entrar en la competición consumista.

Según explica el corresponsal de El Mundo en Nueva York, el libro emblemático de esta tendencia es Tu dinero o tu vida, obra de Joe Domínguez, en tiempos un especulador de Wall Street, y de Vicky Robin, actriz que aspiraba a triunfar en Broadway. Esta pareja se retiró de la carrera, pero ahora ha triunfado con este libro que predica 101 mandamientos para ser feliz con una vida sencilla. He aquí algunos de ellos:

— Cancele todas las tarjetas de crédito menos una, y resérvela sólo para las emergencias.

— Funcione con una sola cuenta bancaria, guarde el talonario bajo llave y pague siempre al contado.

— Lleve una cuenta diaria de gastos.

— Hágalo usted mismo. Aprenda a reparar su casa y su vehículo.

— Renuncie al coche y, si es imprescindible, compre uno de segunda mano. Use el transporte público o comparta el vehículo con otros compañeros de trabajo.

— Practique el «comparison-shopping»: comparar precios en al menos cinco tiendas. Renuncie a regalos superfluos.

No es que sean muy novedosos, pues suelen ser criterios que practica la gente que desea controlar sus gastos. Pero lo notable es que hoy llamen la atención.

José María Garrido

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