Recep Tayyip Erdoğan ha adelantado las elecciones presidenciales y legislativas en Turquía que estaban previstas para 2019. La celebración simultánea de ambos comicios supone para el líder turco, que lleva en el poder desde 2003, una oportunidad para consolidar su propósito de establecer una república en la que el presidente es la autoridad suprema del Estado, tras la próxima desaparición del cargo de primer ministro.
Erdoğan ha revivido el populismo, nacionalismo y estatismo de Atatürk, así como el culto a la personalidad del líder
Erdoğan es a la vez el jefe de una formación política islamista, el AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo), que monopoliza la vida pública tras haberse deshecho de la tutela militar, distintivo del sistema durante años, y de la alianza con el clérigo islámico Fethullah Gülen, acusado de orquestar el fallido golpe de estado de julio de 2016.
El resistente y camaleónico Erdoğan no es un hombre ilustrado, no ha consultado las obras de los estrategas más famosos de todos los tiempos, como Sun Tzu o Maquiavelo, pero es un maestro en el arte de mantenerse en el poder a costa de giros ideológicos o puestas en escena espectaculares, ya que no desaprovecha la más mínima oportunidad ofrecida por las circunstancias o por sus adversarios.
Es un ejemplo de libro de un proceso clásico de concentración del poder, por lo que resulta de interés la consulta de la obra Dans la tête de Recep Tayyip Erdoğan (Solin/Actes Sud, 2018), escrita por el periodista francés Guillame Perrier, corresponsal con muchos años de residencia en Estambul, y autor además del documental Erdoğan, l’ivresse du pouvoir, realizado para la cadena ARTE en 2016.
Ascensión y caída del gulenismo
Una de las alianzas más conocidas de Erdoğan fue la que le ligó, desde sus años de alcalde de Estambul, con el clérigo Fethullah Gülen. Hace dos décadas ambos tenían el mismo enemigo: la cúpula militar, guardiana de las esencias laicas de la república instaurada en 1923 por Mustafá Kemal Atatürk. Erdoğan pagó con algunos meses de cárcel y una inhabilitación política la cita de unos versos patriótico-islamistas, mientras que Gülen escogió el camino del exilio en EE.UU., donde se estableció, con algunos seguidores, en una pequeña localidad de Pensilvania de la que nunca ha querido volver, pese a haber tenido la oportunidad de hacerlo.
Sin embargo, estamos ante dos personalidades muy diferentes. Gülen, al contrario de Erdoğan, es un religioso políglota y erudito, cuyas creencias están influenciadas por Said Nursî (1878-1960), pensador y teólogo de origen kurdo que aspiraba a una reconciliación entre la fe islámica y las ciencias de la naturaleza. Pese a todo, Erdoğan, convertido en primer ministro, lo necesitaba para liquidar las últimas resistencias del poder militar, y previamente los gülenistas ocuparon puestos claves en la política, la diplomacia, la magistratura, las finanzas o la educación. En efecto, la cúpula militar turca fue purgada entre 2007 y 2014, pero Gülen desconfiaba desde hacía tiempo de un Erdoğan que evolucionaba hacia formas autoritarias.
La Primavera Árabe hizo fracasar el sueño neo-otomano y panislamista de la diplomacia turca, que perseguía un mayor protagonismo para Erdoğan
La primera discrepancia seria surgió por la hostilidad del primer ministro hacia Israel a raíz del asalto por militares hebreos a una flotilla turca de ayuda humanitaria a los palestinos de Gaza en 2010. Gülen no quería la ruptura con el Estado judío, y tampoco estaba de acuerdo con el acercamiento diplomático de Erdoğan a Irán. En cualquier caso, el gülenismo distaba mucho de encarnar la ortodoxia suní llegada al poder. Tras el golpe de Estado de 2016, la ruptura con los gülenistas fue total y la antigua alianza sería sustituida por otra con la extrema derecha nacionalista, que todavía continúa.
Ahmet Davutoğlu, un Kissinger turco caído en desgracia
Ahmet Davutoğlu fue entre 2003 y 2015 el símbolo de la nueva diplomacia turca, primero como consejero del primer ministro y luego como titular de Asuntos Exteriores. Era además un brillante intelectual, profesor de relaciones internacionales en la Universidad Mármara de Estambul. Le llamaron el Kissinger turco, por su política de avanzar paso a paso, expuesta en su libro La profundización estratégica. Ahí defendía una Turquía sin complejos, que aspiraba a recuperar su zona de influencia en aquellos territorios que en su día formaron parte del Imperio otomano: los Balcanes, Oriente Medio, el Magreb, Asia Central…
La diplomacia turca fue mucho más allá y se interesó por otras áreas como el África subsahariana o el Japón. No obstante, su primer objetivo fue la de una Turquía de fronteras seguras, en paz con sus vecinos, con la búsqueda de un área de prosperidad común. Pero la Primavera Árabe, y en particular las guerras de Libia y Siria, dio al traste con la estrategia de Davutoğlu, pues Turquía sería acusada de tomar partido por combatientes islamistas radicales. En tales circunstancias, fracasó el sueño neo-otomano y panislamista de la diplomacia turca, que perseguía un mayor protagonismo para Erdoğan como supuesto heredero del último califato suní, abolido por Atatürk en 1924.
El error del profesor turco fue seguramente dejarse influir en exceso por las teorías geopolíticas clásicas, como las de Mahan o Mackinder, para quienes los territorios importan más que las personas concretas. Guillaume Perrier, el autor del libro que nos sirve de referencia, señala que a Davutoğlu el reloj pareció habérsele parado en 1918, año de la derrota otomana en la Primera Guerra Mundial y de la subsiguiente desaparición del Imperio. Sus planes no tuvieron en cuenta factores como el proceso de secularización promovido por la república de Atatürk y el nacionalismo árabe, que –por definición y objetivos– fue siempre antiturco.
Al convertirse Erdoğan en presidente en 2014, dejó la jefatura del gobierno y del partido en manos de Davutoğlu, aunque esto no incrementó su poder. Su tiempo había pasado, porque las preferencias del presidente se encaminaban más a la política interior que a la exterior. Además, hubo otro motivo de divergencia: la promoción de la Rusia de Putin a la categoría de socio estratégico de Turquía. Davutoğlu se aferraba, en cambio, a la tradición histórica que consideraba a los rusos como enemigos seculares de los turcos. La caída del primer ministro se produjo en 2016, si bien Erdoğan no renunció por completo al discurso neo-otomano que él había promovido.
Erdoğan es un maestro en el arte de mantenerse en el poder a costa de giros ideológicos o puestas en escena espectaculares
El rapto del pasado otomano
Una diputada del AKP, Tülay Babuşcu, afirmó hace tiempo algo que el poder no reconoce explícitamente: los casi cien años de existencia de la república de Turquía son tan solo un paréntesis en una historia imperial de más de seis siglos. En el libro de Perrier se relatan al respecto algunas anécdotas significativas como la de la visita del presidente palestino Mahmud Abás en 2015, saludada por Erdoğan con la coreografía de una guardia de honor en la que se presentaban vestimentas que iban desde los hunos a los otomanos.
En esa recreación del pasado otomano no faltan las construcciones de espectaculares mezquitas a imitación de las que se alzaron en tiempos del sultanato, pero hay otro dato no menos sobresaliente: el destino de Santa Sofía, primero basílica bizantina y luego mezquita musulmana, pero convertida en museo por Atatürk en 1934. En 2013 una comisión parlamentaria fue encargada de estudiar las peticiones llegadas a las autoridades para que vuelva a ser mezquita. Según Perrier, no parece lejano el día en que el “sultán” Erdoğan desarrolle el gesto altamente simbólico de ir a rezar allí. Luego será cuestión de poco tiempo en que el edificio se abra al culto musulmán.
En el libro se establecen dos paralelismos históricos de Erdoğan con sultanes de otro tiempo, y se detiene particularmente en dos que parecen ser del agrado del presidente. Uno es Selim I (1512-1520), al que Erdoğan ha dedicado un tercer puente sobre el Bósforo. El otro es Abdul Hamid II (1876-1909), conocido como el sultán rojo, por el gran derramamiento de sangre durante su reinado –en especial de minorías como la armenia–, y que se caracterizó también por su resistencia a las reformas políticas. Al principio admitió la Constitución de 1876, pero dos años después la suspendió. Finalmente fue derrocado en 1909 por un golpe de los Jóvenes Turcos, el grupo militar que fue el origen del movimiento republicano. ¿Pondría Erdoğan a Abdul Hamid como un símbolo opuesto a Atatürk? Si se afirmara eso, nos equivocaríamos una vez más con el líder turco.
La alianza del islamismo y el nacionalismo
Desde su llegada al poder en 2003, Erdoğan ha ido evolucionando por itinerarios dispares. Al principio parecía alejado del nacionalismo y se presentaba como un europeísta, encarnación de un islamismo moderado que llamaba a las puertas de Europa y que consiguió que en 2005 se abriera un proceso de negociación con la UE. Su discurso europeísta servía además para debilitar a la oposición representada por el partido republicano del pueblo (CHP), formación de centro-izquierda heredera de Atatürk, que seguía siendo nacionalista.
Sin embargo, el problema crónico de la división de Chipre contribuiría a malograr el camino europeo de Turquía. Las reticencias europeas a la candidatura turca, expresadas abiertamente por Sarkozy, favoreció también la llegada de un Erdoğan descubridor del Estado-nación creado por Atatürk. De ahí que el presidente no escatimara elogios al fundador de la república laica, a la que supuestamente había venido a sustituir. A modo de ejemplo, Erdoğan llegó a decir que Mustafá Kemal habría votado sí en el referéndum del 16 de abril de 2007 que reforzaba los poderes presidenciales.
Según Perrier, el régimen kemalista republicano tenía en sus orígenes los elementos del populismo, nacionalismo y estatismo que hoy se aprecian en el gobierno de Erdoğan. La única diferencia es la del laicismo y la del republicanismo, pero el culto a la personalidad es prácticamente idéntico.
Pese a todo, de Kemal Atatürk se subrayan en la Turquía de hoy sus facetas de héroe de la batalla de los Dardanelos, que frustró el desembarco franco-británico en la Primera Guerra Mundial, y de la guerra de la independencia, que expulsó a los griegos de la península de Anatolia en 1922. Su agenda reformista de corte occidental se deja en un segundo plano, pero no impide que en muchos lugares se cuelguen juntos los retratos de Atatürk y Erdoğan.
No obstante, la imagen pública de Erdoğan no solo es la del sucesor del primer presidente republicano, sino también la de continuador de los grandes sultanes, con una suntuosidad a la que no es ajena la construcción del complejo presidencial, el Palacio Blanco o Ak Saray, con una superficie de 300.000 m2 y más de 1.000 habitaciones.