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Tiempo de poda para la selva de reglamentos

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Los representantes del pueblo hacen las leyes; pero los burócratas hacen los reglamentos que las aplican. Y pueden llegar a hacer tantos, que cumplirlos y exigir su cumplimiento resulte muy complejo. Sólo las regulaciones federales vigentes en Estados Unidos ocupan en total 202 tomos (131.803 páginas). Según una convicción muy extendida, ha llegado el momento de podar esa maraña. El Congreso prepara una ley para que la Administración federal no promulgue reglamentos tan alegremente, y el Estado de Florida se propone simplificar de modo drástico su propio corpus de regulaciones.

En aplicación del «Contrato con América» -el programa básico que dio a los republicanos la victoria en las últimas elecciones legislativas-, la Cámara de Representantes votó en febrero a favor de congelar por un año los reglamentos federales -varios miles- de mayor costo económico, a fin de llevar a cabo una revisión completa.

Lo más probable es que esta medida no se lleve a la práctica. Aparte de que el presidente Clinton ha amenazado con vetarla, la semana pasada el Senado -pese a que también tiene mayoría republicana- la rechazó, al aprobar por unanimidad un proyecto más cauto. El Senado propone exigir a la Administración que, antes de crear un nuevo reglamento, realice un estudio de las posibles consecuencias, también económicas. Si el coste previsible fuera de 100 millones de dólares o más, la entrada en vigor del reglamento se demoraría 45 días, para dar tiempo a que lo examinara el Congreso, que podría anularlo. No tendrían poco trabajo adicional los parlamentarios: de los reglamentos que viene aprobando anualmente la Administración, unos 800 alcanzan ese coste.

El asunto ha quedado en suspenso hasta que una comisión mixta de una y otra Cámara elabore una ley que concilie los dos proyectos. En general, se considera que la versión del Senado, además de ser más prudente, no sólo pone coto a la actividad reguladora de la Administración, sino que también estimula la responsabilidad del Congreso. El Parlamento, al tener poder de veto sobre los reglamentos, ya no podría aprobar leyes y echar la culpa a la Administración si la aplicación sale mal.

En Florida han optado por atacar la exuberancia ordenancista por el método quirúrgico. El gobernador, Lawton Chiles, demócrata, se propone eliminar entre este año y el próximo la mitad de los 28.750 reglamentos del Estado. Ha ordenado a los jefes de los organismos de la Administración que elaboren sendas listas de regulaciones inútiles sobre sus respectivas competencias. En unos casos, podrá revocarlas por decreto; en otros, necesitará el plácet del Parlamento, que está dispuesto a otorgarlo. El objetivo es sustituir esos reglamentos minuciosos por normas genéricas que puedan aplicarse con flexibilidad. Como repite el gobernador, se trata de volver al sentido común.

Chiles se ha inspirado en un libro reciente que propone eso mismo: The Death of Common Sense: How Law Is Suffocating America, de Philip Howard. El autor examina los efectos asfixiantes de la fiebre reglamentista. Y sostiene que ésta procede, en buena parte, del afán exagerado por garantizar la seguridad pública y los derechos individuales hasta en los menores detalles.

Se desencadena así una espiral de reivindicaciones, los nuevos «derechos» entran en conflicto con otros y se hacen necesarias más regulaciones. En el fondo, dice Howard, esto es confundir los derechos con poderes: considerarlos armas, en vez de escudos. Y con tantas armas para dirimir conflictos, todos combaten contra todos y los conflictos se multiplican.

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