Ante problemas asociados a la pérdida de conexiones sociales, crece el interés por las soluciones que dan más protagonismo a las comunidades que al Estado y al mercado. Lo que, para algunos autores, habla del regreso –por la vía de los hechos– del comunitarismo, una teoría social y política que emergió en la opinión pública durante los años noventa como alternativa al individualismo.
David Brooks, uno de los columnistas estrella del New York Times, se ha embarcado en un proyecto fascinante: viajar por Estados Unidos y otros países para dar a conocer iniciativas que buscan revitalizar el tejido social. De ahí el nombre de la plataforma que ha creado, con ayuda del Aspen Institute: Weave: The Social Fabric Project.
Los weavers son tejedores de relaciones humanas y forman parte de un movimiento sin saberlo, dice The Relationalist Manifesto, el texto que resume las líneas maestras del proyecto. La idea de Brooks es hacer visibles a esas personas, consciente de que los esfuerzos constructivos no siempre llaman la atención de los medios.
El comunitarismo no tiene ningún problema con los derechos individuales, sino con el individualismo
En su libro The Second Mountain: The Quest for a Moral Life, recién publicado, el columnista habla largo y tendido sobre estas iniciativas. Y trata de articular las ideas que inspiran a los weavers. No para ideologizar algo que ha nacido de forma espontánea, sino para servir de revulsivo intelectual y catalizador de una energía dispersa. “En el fondo, [todos estos emprendedores] hacen el mismo trabajo. Construyen conexión donde no la había, crean relaciones donde faltaban, tejen vecindarios sólidos donde eran endebles”.
De la soledad al tribalismo
The Relationalist Manifesto, cuya primera versión recogía Brooks como corolario de su libro, parte de la idea de que el hiperindividualismo se ha convertido en el rasgo dominante de nuestra época. En sintonía con la mentalidad posmoderna, la vida sin vínculos es vista como el ideal, fruto de “una historia de emancipación”, en la que solo cuentan la propia felicidad y la autorrealización.
El individualismo extremo se interesa por los derechos propios, pero no por los deberes hacia los demás; atiende “los impulsos egoístas”, pero hace caso omiso de otros que también llevamos dentro, como el deseo de relacionarnos, de servir o de cuidar. El resultado de esta ruptura con los demás es “el aislamiento y la falta de sentido”.
La paradoja es que, en este contexto de individuos atomizados, hay quienes buscan remedio a esos males en el tribalismo. “Esto parece una relación, pero de hecho es lo contrario. Si una comunidad sana se basa en el afecto mutuo, la mentalidad tribalista se basa en la desconfianza mutua. (…) Si una persona en una comunidad saludable se deleita en la diferencia y celebra las lealtades de otras personas, el tribalista busca destruir otras lealtades. Siempre somos nosotros contra ellos, amigos o enemigos, destruir o ser destruidos”.
La tribu se presenta como un oasis en el que satisfacer la sed de conexión y de sentido, pero de hecho “es el reverso negativo de la comunidad”. Y donde mandan el resentimiento y la ira, es difícil colmar aquellos deseos. Aquí reside “la trágica paradoja del hiperindividualismo: lo que comenzó como una liberación eufórica termina en una guerra de tribus que aplasta a los individuos que buscaba liberar”.
Transformar la cultura
Con estas ideas en mente, deudoras en buena medida del comunitarismo, se entiende lo desacertado que resultó un artículo de The New Republic que presentaba esta corriente de pensamiento como “la versión de derechas de la política identitaria”. Para el articulista, los postulados comunitaristas son el sustrato ideológico que alimenta el nacionalismo de Trump y de sus simpatizantes.
“La trágica paradoja del hiperindividualismo es que lo que comenzó como una liberación eufórica termina en una guerra de tribus que aplasta a los individuos”
El artículo, publicado a principios de este año, pasó sin pena ni gloria. Seguramente por la visión distorsionada que ofrecía del comunitarismo, en la que difícilmente podían reconocerse sus partidarios. Lo presentaba como una reacción a los derechos individuales, reconocidos por el liberalismo como universales y válidos para todos, pero denostados por las pretensiones identitarias basadas en la nacionalidad, la raza o la etnia.
Un artículo mucho más interesante e influyente es el que publicó en Quillette John R. Wood Jr., quien sí habla con conocimiento de causa. El comunitarismo no tiene ningún problema con los derechos individuales, sino con el individualismo; es decir, con la tendencia a exaltar al individuo autónomo, mientras margina aspectos básicos de la vida en común (y de la identidad personal) como los vínculos comunitarios, las virtudes y los compromisos, los deberes hacia los demás, las normas y las instituciones sociales… (ver “Comunitarismo: un pensamiento político posmoderno”).
Además del proyecto de Brooks y del Aspen Institute, Wood cita como ejemplos del por ahora tímido regreso del comunitarismo al debate público otras iniciativas desarrolladas en Estados Unidos. Aunque algunas nacen impulsadas por políticos, su preocupación primordial es cultural: aspiran a cambiar la manera de pensar, de sentir y de vivir de la gente, de forma que el individualismo retroceda. Como dice Brooks, “el cambio social llega cuando un pequeño grupo de personas encuentra una manera de vivir mejor y los demás les imitamos”.
“El cambio social llega cuando un pequeño grupo de personas encuentra una manera de vivir mejor y el resto les imitamos”
Un Estado facilitador
Otra iniciativa, desarrollada por un comité del Congreso de EE.UU. bajo el mando del senador republicano Mike Lee, es The Social Capital Project, que investiga la calidad de la “vida asociativa” del país. Por tal entiende la red de relaciones sociales desplegada por las familias, las comunidades, las Iglesias… “Estas instituciones –dice la web del proyecto– son fundamentales para formar nuestro carácter y nuestras capacidades, para darnos sentido y propósito, y para abordar los numerosos desafíos que afrontamos”. Entre los problemas a los que han dedicado informes están: el envejecimiento en soledad, el declive del matrimonio, el aumento de la maternidad en solitario, el abuso de opioides, el desempleo crónico, etc.
The American Project, del Pepperdine School of Public Policy, busca ideas para renovar el movimiento conservador con un enfoque de orientación comunitarista. De un lado, reprocha al Partido Republicano que se haya centrado en la economía, desentendiéndose de construir una narrativa común para todos los estadounidenses; una que se apoye en la estima compartida por las comunidades y las instituciones intermedias. De otro, echa en cara a la izquierda que se haya vuelto al Estado a pedirle que intervenga con más contundencia en la protección de sus reivindicaciones identitarias.
Para restaurar la confianza entre los ciudadanos y la política, The American Project entiende que el Estado debe limitarse a ser “un facilitador de las instituciones cívicas”. Esto es, debe asumir “que muchas de las mejores soluciones a los problemas de la sociedad surgen en las comunidades locales y no en las burocracias nacionales. Buscamos un Estado que facilite y no desplace a nuestra sociedad civil”.
Qué hay de nuevo
En su artículo, Wood señala algunas diferencias entre el momento (más o menos) comunitarista actual y el de los años noventa. De entrada, la palabra “comunitarismo” no está de moda, como sí lo estuvo cuando protagonizó uno de los duelos de ideas más apasionantes del siglo XX (ver “El debate entre liberales y comunitaristas”).
Además, los problemas que afrontaron los comunitaristas genuinos no son los mismos que los que preocupan ahora. En los años noventa, dice Wood, la polarización política no era tan extrema como ahora; la soledad –sobre todo, entre la gente joven– no estaba tan extendida; la desconfianza en las instituciones era menor, etc.
Se puede añadir un tercer motivo: falta el armazón intelectual que dé consistencia a este tímido renacer comunitarista. Es verdad que Wood menciona a autores interesados por una orientación más comunitarista de la sociedad, pero ninguno encaja en el perfil. Ni sus intereses ni sus aportaciones a esta teoría son equiparables a las que han hecho figuras como Amitai Etzioni, Charles Taylor, Robert Bellah, Michael Walzer o Alasdair MacIntyre, aunque no todos se reconocen dentro de este grupo con el mismo entusiasmo.
En cualquier caso, el artículo de Wood parece dar la razón al sociólogo español José Pérez Adán, comunitarista, cuando anticipó en su libro Adiós Estado, bienvenida comunidad (2008) que el derrumbe del individualismo y su reemplazo ideológico por el comunitarismo vendría propiciado por varios factores. Entre otros, la propia incapacidad del primero para resolver “unas disfunciones estructurales que lo hacen socialmente insostenible a largo plazo como fundamento sustantivo de la vida en común” –pensemos en los problemas ya mencionados, como la soledad, las rupturas familiares, el tribalismo o la pérdida de confianza en las instituciones–, así como “el auge del asociacionismo civil”, llamado a “recomponer los lazos entre nosotros” que ha roto el atomismo social.