Foto © Stephen Craven (cc-by-sa/2.0)
Algunos fenómenos culturales se van gestando muy poco a poco. Parte de lo que, desde hace decenios, ocurre en la cultura occidental deriva del cambio de sensibilidad y de esquemas mentales que se dio en los años finales de los sesenta y a lo largo de los setenta. El mayo del 68 es una sinécdoque: la parte por el todo. El fenómeno fue casi general en Occidente y en algunos países más o menos occidentalizados.
Cuando en esa época se decía lo de “seamos realistas, pidamos lo imposible” se estaba reciclando una visión anarquista o anarquistoide, que se podía remontar por lo menos a William Godwin, el padre de Mary Shelley, la autora de Frankenstein. Y después a Max Stirner, autor de El único y su propiedad. No tanto un anarquismo político sino existencial.
En las tres primeras décadas del siglo XX ya alimentaron algo parecido el grupo británico de Bloomsbury. No con mucha trascendencia pública, sino como un círculo de iniciados en el que todo o casi todo estaba permitido entre pintores como Vanessa Bell, Duncan Grant o Robert Fry, y escritores como Leonard Woolf y Virginia Woolf, dentro siempre de una cierta aparente respetabilidad eduardiana.
En los Estados Unidos, la beat generation (Jack Kerouac, Allen Ginsberg, William Burroughs…) tuvo alguna trascendencia social con el fácil recurso de escandalizar a las mentalidades conservadoras. La exaltación de la droga y la apoteosis de lo homosexual ya estaban ahí.
Hegel escenificó en su día el cambio o la sucesión de cosmovisiones, mainstream, Weltanschauung o como quiera llamarse. En un escenario, en el centro, un ídolo dominante. En el rincón izquierdo aparece la parte superior de una cabeza. En sucesivas viñetas, el poseedor de esa cabeza será el gran ídolo dominante y el anterior se desliza por la esquina derecha hasta desaparecer.
Sociedad líquida
El proceso solo se conoce del todo a posteriori, aunque pronto dé sus primeros síntomas. Como un río alimentado por diversos afluentes, el mainstream actual se fue formando por etapas casi ignoradas, hasta terminar, por ahora, en lo que se denomina posmodernidad, esa sociedad líquida, de la que escribió Zygmunt Bauman; la era del vacío, que dice Gilles Lipovetsky; la sociedad del espectáculo, que dijo Guy Debord; o el abandono de los grandes relatos, que decía Lyotard. El rótulo es lo de menos: eso, como se llame, está ocurriendo.
La única norma de la posmodernidad cultural (no de la filosófica, que es otra historia) es ese anything goes, todo vale. Una norma hipócrita y filistea porque, según ella, no todo vale cuando se critica mínimamente conductas amparadas en el todo vale.
La excentricidad no es un disvalor porque se aparte de lo normal, sino porque implica la renuncia al pensamiento, al ocuparse solo de figuras efímeras y carentes de interioridad
Cuando las posiciones posmodernistas llegan al gran público, lo que quedaba de pensamiento se diluye y se convierte en calderilla. No se reconoce del origen más o menos remoto de ese pensamiento, una de cuyas fuentes principales es el nihilismo que tejió Nietzsche, entre figuras poéticas, y que resumió en esta afirmación de la inmanencia: “Esta vida, tu vida eterna”. No queda el pensamiento, pero sí las consecuencias.
Si solo existe esta vida, para vivirla, la normalidad no es suficiente. Se impone experimentar con todo, también con la excentricidad.
Exhibición de la excentricidad
Ese proceso coincide con el nacimiento y las derivaciones de la Red en redes, donde cada individuo puede exponer su excentricidad, en una especie de juego circense de “más excéntrico todavía”. El carnaval, que había sido durante muchos siglos el tiempo convenido para una excentricidad prevista, extiende su modelo a todo el año.
Ancianos y ancianas acuden a un programa de citas para buscar pareja, porque como reza la cursilería (que no pasa nunca de moda), “el amor no tiene edad”. Pero es posible que algunos de esos nonagenarios no lleven a término el romance porque les espera la guadaña de la eutanasia.
El mimetismo que, como estudió muy bien René Girard, es uno de los insuprimibles impulsos del ser humano, basado a su vez en la fuerza del deseo, viene en ayuda de la excentricidad. Si se hiciera una comparación de, por ejemplo, de las imágenes que unos y otras ofrecen de sí mismos en Instagram, se vería con claridad ese mimetismo tópico.
Podría pensarse que una crítica a la excentricidad implica que hay algo a lo que se considera “centro” o “normal”. Si se entiende “centro” o “normal” como la media del comportamiento en una sociedad, lo excéntrico es una conducta o un acto distinto, llamativo, respecto a eso. Pero la excentricidad no es un disvalor porque se aparte de lo normal, sino porque implica la renuncia al pensamiento, al ocuparse solo de figuras efímeras y carentes de interioridad.
Política excéntrica
La excentricidad no está solo en el modo de presentarse individualmente la persona, sino que puede llevarse al terreno político. Un ejemplo de estos días es la llamada ley de protección de los derechos y el bienestar de los animales, del 28 de marzo de este año. Así, sin más, se reconocen derechos a los animales: una excentricidad. Porque un derecho ha de tener como contrapartida un deber u obligación. Los benditos animales no pueden hacerlo, ni, por tanto, ejercer sus derechos. Otra cosa es dictar normas para la protección de los animales –que son siempre inocentes– basadas en el deber del ser humano de respetarlos.
La llamada ideología de género es otra muestra confusa de excentricidad llevada al lenguaje. Ya hubo el precedente de aquella ministra que hablaba de “miembros y miembras”, sin advertir el mal sonido de “miembra”, que recuerda al hoy muy detestado, “hembra”. Se propone también que se estudie en los colegios unas “matemáticas de género”. O, en geometría, ¿por qué no realzar la importancia de la inteligente hipotenusa al lado de los cazurros catetos?
La excentricidad en el comportamiento o en la política es consecuencia de que se sustituye lo razonable con lo caprichoso o con supuestas intuiciones visionarias
El proyecto de ley de familias, junto a varios aspectos positivos, es también excéntrico, por ejemplo, en la clasificación que hace de lo que llama “familia”. No aguanta un tratamiento lógico. Habría estos tipos de familia: biparental, monomarental o monoparental, joven, LGTBI (homomarental y homoparental), con mayores necesidades de apoyo a la crianza, múltiple, reconstituida, inmigrante, transnacional, intercultural, retornada, vulnerable, sola… y mucho más. Aquí la lógica jurídica cede ante la excentricidad ideológica, ya que es posible, por ejemplo, que se dé una familia (?) de persona sola –o sea, mono–, que a la vez pueda ser adscrita a otros tipos de “familia”: joven, LGTBI (marental o parental), inmigrante, transnacional, vulnerable y quizá reconstituida de una situación anterior. La mayor parte de esa enumeración no son familias sino situaciones en las que se pueden encontrar las personas.
Recuperar la lógica
En geometría, la excéntrica indica cuánto se aparta una elipse de ser una circunferencia. Pero esa excéntrica tiene su lógica, expresable en una fórmula clara. La excentricidad en el comportamiento o en la política es consecuencia de que se ha renunciado a la lógica inherente a cualquier razonamiento válido y se sustituye lo razonable con lo caprichoso o con supuestas intuiciones visionarias.
La excentricidad podría ser incluso divertida si no sirviera, como sirve, para diluir la gravedad de la mentira o incluso del delito. La mentira, en política, puede hacerse pasar por excentricidad. Como es excentricidad que un acusado y condenado por violación a una mujer exprese (de acuerdo con la llamada “Ley trans”) que se siente mujer y tiene el derecho a cumplir su condena en una cárcel de mujeres, un lobo entre ovejas.
En los bandazos que da la cultura, se pasó del racionalismo del XVIII al emocionalismo (romanticismo) del XIX. En el siglo XX ese emocionalismo, en medio de las trágicas interrupciones de dos guerras mundiales, siguió poco a poco ocupando la escena hasta desembocar en la excentricidad posmoderna. La cura, si se desea, es aprender de nuevo los rudimentos de la lógica, de manera que se deje de contaminar el lenguaje. Que ya decía Confucio que quienes quieren arruinar una sociedad empiezan por corromper su lengua.
Un comentario
Muy buen artículo. Con un enfoque original, profundo y enriquecedor.