Apostar por la sorpresa

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Daniel Innerarity defiende la sorpresa, el riesgo y el descubrimiento frente al afán de seguridad absoluta tan difundido en la sociedad actual (Nuestro Tiempo, Pamplona, julio/agosto 1993).

«En el límite, manda el azar». Las autoridades encargadas de velar por la seguridad del tráfico suizo recuerdan así al conductor menos avisado que, cuando se traspasa un determinado umbral de seguridad, el resultado es imprevisible. La situación resulta difícil de controlar más allá de un determinado límite y la catástrofe planea como una amenaza.

Esas afirmaciones hay que juzgarlas también por lo que no dicen pero queda como un supuesto tácito. En este caso, al determinar que la fatalidad comparece cuando uno se pone en situaciones límite, lo implícito es que, fuera de esas situaciones, la realidad es fácilmente controlable; que hay dos dominios perfectamente separados por un indicador de velocidad; que es posible distinguir netamente el riesgo de la seguridad, como la evidencia de la incertidumbre. Y esto es lo que quiero poner en duda: la demarcación exacta entre el riesgo y la seguridad. Porque quien disminuye la velocidad se arriesga a llegar tarde; si adelanta la salida se expone a una crisis familiar por disminuir su tiempo de estancia en casa, para lo cual tendrá que salir antes del trabajo o aumentar la velocidad… Es el círculo vicioso del equilibrio humano -siempre tan difícil y precario- entre las obligaciones lo que nos disculpa de esa tendencia a la velocidad, tan incomprendida por la policía.

Sin duda, el deseo de seguridad absoluta se inscribe en el marco de una sociedad que acaricia la posibilidad de un triunfo total sobre el destino. Se trataría de someter todo al control humano, sin nada que se nos escape de las manos. Todo lo que el hombre hace debe estar presidido por el imperativo de la seguridad, como una especie de nuevo control de calidad sobre las acciones humanas: la conducción, la economía, el sexo, la salud, las vacaciones… El enemigo a combatir es la incertidumbre, lo imprevisible e ingobernable, la sorpresa y la inquietud, aunque haya de pagarse el precio de una tranquilidad exasperante.

(…) No se puede delimitar absolutamente el riesgo y acotar un ámbito de seguridad completa en que instalarse. La peligrosidad puede ser atemperada, pero no eliminada, como ocurre con todo aquello que es una constante humana. La seguridad admite grados, pero nunca es completa. Incluso al más previsor le sucede ocasionalmente -y quizá por ello produciéndole un mayor malestar- que la terquedad de las cosas desbarata alguna de sus previsiones. La inabarcabilidad teórica de la realidad y su ingobernabilidad práctica serán siempre lamentadas por el acumulador de pólizas de seguro, pero son un signo de la riqueza de la realidad para quien sabe valorar el gozo de la sorpresa y el descubrimiento. El fracaso de nuestras expectativas, que a unos puede conducir a la obstinación y a otros al verdadero aprendizaje, es lo que tensa el arco de nuestra experiencia hacia nuevos horizontes. Ponerse a resguardo de cualquier decepción, dejar de apostar, resulta, por el contrario, la garantía de una temible seguridad: la de no equivocarse nunca, una incorregible autosatisfacción que es la peor forma de conservadurismo.

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