Desde hace algunos años, Sloterdijk insiste en perfilar el concepto de antropotécnica, con el que alude a la capacidad del hombre para autoproducirse a través de diversas prácticas. Es cierto que la idea en sí misma puede sembrar confusión o resultar polémica –fue noticia hace años su enfrentamiento con Habermas a propósito del posible uso eugenésico de las tecnologías–. Pero si delimitara con mayor precisión su postura no parece existir en principio una gran originalidad, más allá de la terminológica, ya que bajo esa expresión pueden reivindicarse algunos aspectos de la praxis clásica que, también según Sloterdijk, habría sido menospreciada por la modernidad filosófica.
Es este aspecto el más atractivo de esta conferencia que el pensador alemán impartió en Tubinga hace cinco años. Porque subrayando la importancia del “ejercicio” para la existencia, aclara la constitución perfeccionable del ser humano, tanto en lo técnico, como en lo artístico, lo moral o lo científico. El hombre es un sujeto que va adquiriendo capacidades y superando las fronteras de lo meramente biológico. Esto implica, al mismo tiempo, transformar la existencia humana en el ámbito propio de lo artístico.
En el caso de Muerte aparente en el pensar, Sloterdijk se preocupa por la genealogía –en sentido nietzscheano– de la actitud supramundana del teórico. A su juicio, desde Platón el ejercicio de la ciencia va ascendiendo a cumbres cada vez más altas, pero también menos prácticas, con lo que el teórico se enroca en un modo de vida tan puro como imaginario.
La lectura de esta obra no es fácil; cuesta a veces seguir el ritmo de las reflexiones o digerir el armazón enciclopédico que utiliza. Pero, más allá de lo acertado de algunos de sus puntos de vista, hay que admirar la sutileza de un pensador que no ha dudado en situarse contra la corriente filosófica dominante. A veces puede traicionarle su infatigable pasión por la originalidad, pero es valiente asumir la aspereza a la que conducen ciertos postulados postmetafísicos, sin almibarar sentimentalmente sus consecuencias.
En las páginas de este ensayo se reconstruye, pues, la historia del gabinete filosófico, desde Platón hasta Husserl o Valéry. La pregunta es si la vida teórica verdadera desarraiga necesariamente al hombre del mundo cotidiano. Tras este interrogante late, por cierto, un problema complejo pero urgente: la problemática relación de la vida política y la vocación filosófica.
El abatimiento de Platón por la degeneración de la polis acaba consagrándose posteriormente en el dogma de la imparcialidad o la suspensión de juicio, como si el científico –o filósofo– pudiera espiritualizarse desinteresadamente. No olvida Sloterdijk que el presupuesto del observador imparcial ha sido aniquilado por diversos factores, tanto teóricos como prácticos y psicológicos, en el mundo contemporáneo.
Su propuesta de “vida ejercitante” constituye también una alternativa a la filosofía académica y escasamente creativa, hostil a la vida o pragmáticamente apegada a ella, pero incapacitada para pensar lo teórico y lo práctico en su unidad. Al menos, según el filósofo alemán, todavía podemos contar con el arte, para no “sucumbir ante las artificiosidades de nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos producidas por la ciencia”.