El abuso de la belleza. La estética y el concepto del arte

TÍTULO ORIGINALThe Abuse of Beauty: Aesthetics and the Concept of Art

GÉNERO

Paidós. Barcelona (2005). 234 págs. 17 €. Traducción: Carles Roche Suárez.

Desde que escribió su célebre «Más allá de la caja brillo», Danto continúa a la busca de una definición del arte. Como filósofo que es, no acaba de satisfacerle la máxima -comúnmente aceptada tras la revolución artística de principios del siglo XX- de que «arte es lo que hacen los artistas».

Danto aborda la tarea en «El abuso de la belleza», cuyo título alude a los famosos versos de Rimbaud en su obra «Una temporada en el infierno». Con ellos Danto se refiere a que el arte moderno perdió el respeto incondicional por la belleza, que ya no es un valor estético incuestionable.

Como la belleza es un valor universal reconocido en cualquier época y cultura, y como resulta evidente que buena parte de las obras hechas por los artistas del siglo XX son bastante feas, la conclusión es que la belleza no es una propiedad esencial de la obra de arte. Es sólo una opción del artista. El valor artístico y la belleza de una obra son cosas diferentes.

Danto celebra que la belleza dejara de ser un valor absoluto para el arte. El dogma vigente desde el siglo XVIII, según el cual el único fin del arte es crear belleza y satisfacer el gusto estético del hombre, implicaba que el arte paleocristiano no es verdadero arte, o que el «Martirio de San Bartolomé», de Ribera, es un cuadro de mal gusto. Las vanguardias de principios del siglo XX lograron el cambio de mentalidad que permitía valorar como plenamente artísticas esas obras y estilos. Lo hicieron llevando hasta las últimas consecuencias el principio del Romanticismo: lo importante es la expresión, no la belleza. Quedaba así legitimado que el arte no tenía que conformarse simplemente con crear belleza. La belleza no sirve para expresar, por ejemplo, el horror de la guerra o la angustia vital de una persona desesperada.

El problema surgió cuando una parte de la vanguardia -especialmente los dadaístas- empezó a considerar a la belleza indigna del arte. Aquí Danto se rebela. Una cosa es que sea válido un arte sin belleza y otra muy diferente que el arte esté obligado a renunciar a ella. Posiblemente la conclusión más valiosa del libro es que la belleza, aunque no es necesaria para el arte, es imprescindible para la vida del hombre. «La belleza es sólo una cualidad estética más entre un inmenso abanico de cualidades estéticas. Sin embargo, es la única cualidad estética que además es un valor, como la verdad y la bondad. Y no solamente uno de los valores que nos permiten vivir: es uno de los valores que definen lo que significa una vida plenamente humana».

Danto señala una buena dirección para la reflexión estética que no quiera conformarse con la arbitrariedad de decir que «en arte todo vale». Sus reflexiones están en consonancia con las teorías estéticas que tratan de conciliar dos bandos enfrentados: quienes piensan que el arte es para hacer cosas bellas, frente a los que defienden que el arte es para decir cosas interesantes. Los primeros sólo atienden a la forma; a los segundos sólo les interesa el contenido expresivo. Danto se alinea con quienes entienden que el arte consiste en dar con las formas adecuadas para expresar un contenido. Eso supone defender que la correspondencia entre formas y contenidos no es arbitraria y que hay unas leyes universales que el artista debe respetar. En arte no todo vale. Para expresar un contenido determinado, unas formas valen y otras no. No siempre el artista debe desechar las formas feas, pues pueden ser válidas para expresar algunos contenidos. El efecto producido por una obra de arte en la que esté ausente la belleza puede ser plenamente artístico.

En literatura se admite que una comedia es para hacer reír y una tragedia para hacer llorar. También debería resultar claro que gran parte del arte del siglo XX pretende hacernos llorar. Y tal vez el valor de ese arte (en algunas obras, el único valor que podemos encontrar) haya sido ayudarnos a salir de la frivolidad.

Pedro Menchén

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