En la filmografía del francés Ivan Attal hay una pequeña joya, Una razón brillante: una película original, sumamente inteligente y amable, a pesar de su innegable carga social. Muy diferente al denso e incómodo drama, pero igualmente interesante, que estrena ahora, basada en una novela de Karine Tuil.
El acusado es un joven acomodado, culto, atractivo e hijo de una conocida feminista y un aún más famoso periodista. La gauche divine en su más pura esencia. La vida de película del joven se trunca cuando le acusan de haber violado a la hija del novio de su madre, una chica de diecisiete años con la que salió una noche de fiesta.
La película es dura, sórdida e incómoda, porque la mayor parte del metraje se dedica al juicio, y el juicio de una violación nunca es plato de gusto. Con una estructura clásica y el apoyo de actores solventes, Attal va desentrañando los diferentes aspectos que rodean al presunto crimen. Y es en este desarrollo –guion y más guion– donde la película destaca. Por entrar, sin miedo, al complejo debate sobre el consentimiento y poner además de manifiesto –a través de la figura del padre del acusado– algo de lo que casi nadie habla: de la generalización de una sexualidad casual, sin consecuencias (se piensa), que termina siendo muy dañina para el hombre, pero sobre todo para la mujer. En ese sentido, la –aparentemente– fugaz subtrama de la amante del padre, trazada casi sin palabras pero que funciona como contraplano de lo que se está juzgando, es proverbial. Porque nos habla precisamente de esos comportamientos hipersexualizados, instintivos y faltos de respeto en los que, de fondo, lo que uno termina percibiendo es que el debate sobre el consentimiento sobra. Algo se quiebra cuando una mujer –o un hombre– se sienten utilizados y pierden su dignidad. Por mucho consentimiento que haya.
Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta