Religión sin verdad es sentimentalismo

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Víctor Sanz, profesor de filosofía de la religión en la Universidad de Navarra, escribe en un ensayo publicado en la revista Nuestro Tiempo (septiembre 2000):

La religión siempre se encuentra ante la tentadora inclinación a desentenderse de cualquier pretensión especulativa y atrincherarse en su función de suministrar consuelo y refugio, que en ocasiones promete a cambio de renunciar a una inquisición que desasosiega. En no pocas de las formas actuales en que se presenta la religión, se observa que esta ha sucumbido a tentación tan seductora y se ha encaminado por los senderos de lo que, en términos generales, podemos denominar «religión del sentimiento», caracterizada por excluir o reducir al mínimo el papel de la razón.

Esta «religión del sentimiento» ofrece, sin embargo, numerosos flancos que dejan traslucir su debilidad. Uno de ellos es el carácter parcial e incompleto de semejante propuesta, que contrasta con el alcance total de la religión, en el que ha insistido la fenomenología y que, en palabras de Zubiri, estriba en que «la actitud religiosa no es una actitud más en la vida, sino que es la actitud radical y fundamental con que se pueden vivir todos los hechos y procesos de la vida». Una religión del sentimiento, de la emoción, del rechazo, incluso, de todo intento de explicación racional, aunque pueda proceder de una actitud profundamente religiosa, motivada por una reverencia y respeto sagrados ante lo que trasciende y supera infinitamente lo humano, no deja de resultar, a pesar de todo, insuficiente, porque deja fuera la dimensión inteligente y reflexiva de la persona, su capacidad de captar -en el doble sentido de capturar o aprehender y de ser consciente de ello- el carácter verdadero de aquello que anhela.

Hablar del contenido de verdad implica abandonar el ámbito exclusivamente formal, al que se han limitado muchas de las explicaciones de la religión surgidas en los últimos siglos. Tales explicaciones buscaban lo común dentro de la diversidad casi inabarcable de religiones, pero, a la vez, hacían manifiesta su falta de interés por examinar el contenido de las creencias, desinterés que en realidad partía de un juicio previo que daba por supuesta la inutilidad de tal intento, ya que (…) un principio incontestable y casi dogmático prescribía que la religión es algo privado, susceptible de opinión, pero no de verdad.

En el lenguaje ordinario, este juicio se presenta bajo la forma de que todas las religiones tienen igual valor, porque lo esencial es la intención o actitud de cada sujeto. Un juicio así impide, o hace innecesario, el examen del contenido; en realidad, el contenido mismo desaparece, identificado con la forma, es decir con la actitud o intención subjetiva del creyente. (…)

Ha favorecido poco a la imagen de la religión, contribuyendo a desfigurarla, la excesiva insistencia que muchas veces se ha puesto en su función de asilo, de consuelo, de seguridad, porque eso ha facilitado la descarnada crítica que la «filosofía de la sospecha» ha dirigido contra ella, y que, en sustancia, considera que religiosidad es sinónimo de cobardía, de temor a afrontar las ineludibles consecuencias del sinsentido final de la vida, ofreciendo en su lugar construcciones ilusorias para aplacar la inquietud y, en último término, la desesperanza que se alza como insuperable barrera en el horizonte de la existencia. (…)

El cristianismo, desde sus inicios, se esforzó por vincular la religión y la verdad. Un ejemplo de ello es el empleo habitual del término «filosofía» para denominar la religión de los seguidores de Cristo, que comenzó con Justino, el filósofo mártir, y se prolongó durante varios siglos, como Malingrey ha estudiado minuciosamente.

Uno de los más egregios representantes de esa religio nova que comenzaba a propagarse por todos los rincones del Imperio, Clemente de Alejandría, defendió en los primeros siglos del cristianismo que la fe no es solo conjetura u opinión (dóxa), sino que es también conocimiento verdadero, porque se apoya en la sabiduría divina: «la fe es un poder de Dios, porque es la fuerza de la verdad».

Hoy, a dieciocho siglos de distancia, estas palabras siguen teniendo validez para todos aquellos a quienes la afirmación de Cristo «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» les resulta familiar y reconocen en ella un programa que, según ha señalado Michel Henry, no se propone y transmite «como una verdad teórica e indiferente, sino como esta verdad esencial que les conviene por cierta afinidad misteriosa, hasta el punto de que es la única capaz de asegurarles la salvación», porque es la Verdad de Dios mismo, que se ha revelado en Cristo.

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