¿Por qué ir a Misa?

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Amy Welborn, profesora de religión en una escuela secundaria católica de Florida, afirma en un artículo publicado en First Things (agosto-septiembre 1998) que los jóvenes valoran la Misa dominical cuando se cuida la liturgia y se habla de Dios.

(…) Hay muchas razones [por las que los jóvenes dejan la Misa dominical], concienzudamente estudiadas por «expertos» en pastoral. Los adolescentes están marginados en las parroquias. Las iglesias católicas no dedican suficientes esfuerzos a la pastoral juvenil. Las homilías les superan. Los pobres chicos se sienten abandonados. Se rebelan. Están muy ocupados.

Algo hay de todo eso. Pero por debajo de las quejas de los adolescentes, que dicen «no saco nada de la Misa», subyace la misma experiencia que aleja a tantos adultos (…) que se sienten apenas capaces de llevarse a sí mismos a rastras hasta la iglesia el domingo.

La liturgia católica de rito latino, tal como se ofrece en la mayoría de las parroquias norteamericanas a fines del siglo XX, está tan chocante y asombrosamente trivializada que resulta, en lo externo, una experiencia fútil, incapaz de conmover y que incluso pone a prueba la fe. (…)

Este año empecé a llevar a mis alumnos de excursión a un monasterio benedictino. El momento más memorable para ellos es la Misa a mediodía en la capilla del monasterio. Se celebra en una bella y pequeña iglesia de piedra; los monjes van entrando mientras suenan las campanas y no hay muchos cantos, aunque, cuando los monjes entonan sus canciones, sus voces suenan fuertes y claras.

Después de comer nos reunimos para charlar sobre liturgia. Casi todos dicen que les ha gustado mucho más que la Misa dominical de sus parroquias. «No hacían todas esas cosas cargantes que hacen allí». «Podías rezar mejor». «La música era apacible». En la última visita, aunque resulte sorprendente, un alumno de octavo grado dijo así: «El domingo en la parroquia es como si todo fuera algo entre nosotros. Esto tenía que ver con Dios».

Lo que ha ocurrido es que en los últimos treinta años el centro del culto católico -la Eucaristía- se ha perdido en un mar de asuntos como el sentimiento de pertenencia a la comunidad, los ministerios laicales, el lenguaje litúrgico, la batalla sobre la música y las imágenes religiosas, y más sentimiento de pertenencia a la comunidad.

La Eucaristía es lo que mis alumnos han experimentado en el monasterio benedictino. Me gusta ir a los monasterios porque, aunque los monjes son muy amables, no les importa si tú vienes o no. No sienten la necesidad de darte la bienvenida, ni hacerte sentir como en casa ni de implicarte en nada, porque no están allí para eso y saben que tú tampoco lo estás buscando; al contrario, te tratan como una persona adulta a la que no hay que manipular ni engatusar para conseguir que viva sus creencias.

Estos nietos del Concilio Vaticano II suspiran por una verdadera Misa, aunque no sepan decirlo. Mis alumnos mayores nacieron en 1980; durante sus vidas, la Iglesia ha estado presente en todos los asuntos del mundo excepto en la Eucaristía.

Si no quieren ir a Misa es porque «no sacan nada» de lo que les han enseñado que pueden conseguir. Les han enseñado -con palabras y sobre todo con el silencio- que la religión es básicamente una respuesta emocional a la buena música, a la calidad de la homilía o al sentimiento de pertenencia a una comunidad. El problema es que ellos pueden encontrar estas cosas en otras partes: mejor música, mejores sermones y grupos de jóvenes en las iglesias protestantes, y mejor sentimiento de pertenencia a un grupo en una pandilla de amigos que ellos elijan libremente. Más aún, incluso cuando vienen, les ofrecemos trivialidades y distracciones. (…)

El asunto no tiene que ver con el latín, la liturgia tridentina, las imágenes o hacia qué lado mira el celebrante. (…) El problema, como Thomas Day escribió en Why Catholics Can’t Sing, está en el ego más que en otra cosa. Las reformas litúrgicas, tal como se han realizado en nuestro país, nos han puesto a nosotros mismos -al que preside y a la congregación misma- en el centro de la liturgia y han colocado a Dios entusiásticamente a un lado. Y yo aseguro que esto no funciona.

Los nietos del Vaticano II están tremendamente hambrientos. Lo más trágico es que el alimento que necesitan está justamente delante de ellos; sin embargo, los que tenemos la posibilidad de dárselo estamos demasiado ocupados transmitiéndoles tonterías de nuestra propia invención, que no les sirven de ninguna ayuda. Son fruslerías que parecen atractivas por un momento, entretienen y satisfacen el ego de sus inventores, pero que dejan vacía, a tientas y vulnerable a toda una generación.

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