La impronta cristiana en la modernidad

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La modernidad se presenta a menudo como una conquista de la Ilustración. En cambio, en su libro How The West Won (1), Rodney Stark, profesor de ciencias sociales en la Baylor University (Texas) y especialista en historia de la religión, mantiene que el progreso de la civilización occidental vino de un sustrato cultural que fue alimentado en buena medida por el cristianismo.


Una versión de este artículo se publicó en el servicio impreso 17/15

La teoría clásica de la secularización daba por sentado que la modernidad iba acompañada de un proceso de erosión de lo religioso. A medida que una sociedad abrazaba la ciencia, el crecimiento económico, la estabilidad política… acababa perdiendo el sentido de lo sagrado. De ahí algunos concluyeron que Europa logró hacerse moderna cuando se libró de la religión.

Las revisiones posteriores de esta teoría mostraron que no tenía por qué haber contraposición entre fe y modernidad. Pero en el imaginario colectivo quedó la idea, alimentada por la Ilustración, de que las creencias religiosas son una rémora para el progreso. Ahora, Stark vuelve del revés esta narrativa y afirma que Europa se hizo moderna “no a pesar del cristianismo, sino gracias a él”. Una conclusión que sigue la estela del filósofo de la ciencia Stanley Jaki (2) y del historiador estadounidense Thomas E. Woods (3).

Stark ya se había dedicado a explicar, con los métodos de la sociología de la religión, las claves del éxito del cristianismo en los primeros siglos (The Rise of Christianity, 1996). Ahora intenta hacer ver que los avances de la modernidad tienen en gran parte una impronta cristiana.

Los brillantes avances obtenidos en el siglo XVII fueron la culminación natural del progreso científico, que se remonta a la fundación de las universidades en el siglo XII

Una ciencia posible y deseable

Si la modernidad surgió en Occidente antes que en cualquier otro sitio, sostiene Stark, fue debido a un sustrato cultural que combinó “la reserva fundamental del conocimiento científico y de los procedimientos, las poderosas tecnologías, los logros artísticos, las libertades políticas, los acuerdos económicos, las sensibilidades morales y las mejores condiciones de vida que caracterizan a Occidente y que están revolucionando las vidas del resto del mundo”.

En la configuración de ese sustrato cultural tuvo una importancia decisiva el cristianismo. Frente al determinismo de otras visiones del mundo, la fe judeocristiana proclamó la creencia en un Dios consciente y racional, que había creado un universo basado en leyes lógicas. “De aquí vinieron dos rasgos que distinguieron a Occidente del resto: la fe en la razón y la fe en el progreso”, explica Stark en una entrevista para el National Review online.

“El resultado es que los occidentales empezaron a desarrollar la ciencia, porque pensaron que era posible. Y por el mismo motivo, dedicaron esfuerzos inmensos al progreso: porque pensaban que cualquier cosa podía ser mejorada”.

En el libro, Stark hace un recorrido por las grandes civilizaciones de la historia, y concluye que “la ciencia solo surgió en la Europa cristiana porque solo la Europa medieval creyó que la ciencia era posible y deseable”.

En esto coincide con el filósofo suní Ibrahim Al-Buleihi, quien mantiene un discurso muy crítico con la cultura musulmana a la que acusa de haberse ocupado de los asuntos mundanos con una preocupación estrictamente religiosa. Aunque no han faltado excepciones, como el científico Ibn al-Haytham (Alhacén), Ibrahim Al-Buleihi denuncia que la tradición dominante en el entorno árabe los despreció mientras que Europa los festejó (cfr. Aceprensa, 8-10-2014).

En claro contraste con esta tendencia, y a diferencia también de las explicaciones del taoísmo, el confucionismo o el budismo, Stark recuerda que los pensadores cristianos se interrogaron desde muy pronto por las relaciones entre Dios, el hombre y el mundo.

“La ciencia solo surgió en la Europa cristiana porque solo la Europa medieval creyó que la ciencia era posible y deseable”

“El factor más decisivo del auge de la civilización occidental es la dedicación de la mayoría de sus mentes más brillantes a la búsqueda del conocimiento”. Y el fundamento de esa búsqueda se encuentra “en el compromiso cristiano con la teología”, que no se limitó a reflexionar sobre Dios sino que se interesó por toda la realidad.

La Edad Oscura inventada por la Ilustración

La narrativa que ha llegado a triunfar es que la ciencia surgió de repente, gracias al triunfo de la razón en Europa. Pero Stark argumenta que “no hubo una revolución científica durante el siglo XVII. Los brillantes avances conseguidos en esa época fueron la culminación natural del progreso científico, que se remonta a la fundación de las universidades en el siglo XII”.

Las universidades aportaron “una base institucional a la búsqueda sistemática del progreso y del conocimiento, un logro genuinamente occidental. Y todas ellas fueron instituciones religiosas gobernadas enteramente por clérigos”.

Religiosos eran también muchos de los grandes científicos del siglo XVII. “Cerca de una cuarta parte de ellos eran clérigos, y la mayoría del resto eran profundamente piadosos”.

Pero esta historia de éxito entre ciencia y religión se vio falseada cuando Voltaire, Rousseau, Edward Gibbon y sus epígonos popularizaron la creencia de que el cristianismo había producido en Europa a una época de ignorancia y superstición.

“La idea de una Edad Oscura europea es un mito inventado por los intelectuales del siglo XVIII, que se propusieron difamar al cristianismo y festejar su propia sagacidad. Pero fue en este período [la Edad Media] cuando Europa adoptó los grandes avances tecnológicos e intelectuales que le hicieron ponerse a la cabeza del mundo”.

Los historiadores serios, dice Stark, no tienen inconveniente en reconocer que las acusaciones de oscurantismo que todavía hoy recaen sobre la Edad Media son “un completo fraude”. La Enciclopedia Columbia o la Británica se refieren a la idea de la Edad Oscura como un mito.

Frente al determinismo de otras visiones del mundo, la fe judeocristiana proclamó la creencia en un Dios creador de un universo basado en reglas lógicas

Europa con mente abierta

Hace 40 años, explica Stark en un artículo en Intercollegiate Rewiew que sintetiza el libro, uno de los cursos más importantes que se impartían en las universidades de EE.UU. era el de “civilización occidental”. Aunque no era perfecto, acertaba a mostrar algunos de los logros más destacados del arte, la literatura, la filosofía o la ciencia occidentales.

Pero hoy estos estudios se están suprimiendo, pues a algunos les parece que son una defensa arrogante y etnocéntrica de Occidente. Stanford, Yale o, más recientemente, la Universidad de Texas, son ejemplos de campus donde triunfa una mentalidad dispuesta a elogiar cualquier avance cultural que no provenga de Occidente.

“Si esta mentalidad llega a prevalecer, los norteamericanos serán cada vez más ignorantes sobre las razones por las que el mundo moderno llegó a ser como es. Y peor todavía: corren el riesgo de ser engañados por una avalancha de invenciones absurdas y políticamente correctas, que se han hecho populares precisamente en los campus”.

Uno de esos mitos es la afirmación de que la modernidad nació en China. ¿Qué hay de cierto en ello? Es verdad, explica Stark, que durante muchos siglos China fue por delante de Europa en el desarrollo de tecnologías aplicadas a la vida cotidiana. Y que Occidente no dudó en adoptar (con sabiduría) algunos de sus inventos. Pero a Stark el debate sobre si ciertos inventos fueron una creación de cuño europeo o si vinieron del Este le parece estéril.

“Los inventos no solo tienen que hacerse: también deben ser suficientemente apreciados para ser usados”. En otras palabras: la invención no garantiza por sí sola el progreso de una civilización. “Más relevante es el entusiasmo con que una cultura acoge esos inventos y los pone en práctica”.

Sabemos, dice Stark, que en el siglo XIII los chinos habían descubierto la pólvora, pero siglos después seguían sin artillería ni armas de fuego. Los chinos también inventaron el reloj mecánico, pero los mandarines de la corte imperial ordenaron su destrucción. En el siglo XI, el monopolio estatal terminó por ahogar una prometedora industria del hierro surgida en el norte de China.

“¿Por qué tantas innovaciones e inventos fueron abandonados o incluso prohibidos en China? Porque la cultura confuciana se opuso al cambio con el argumento de que el pasado siempre era mejor”. La misma mentalidad fue la que se negó a dar continuidad a los viajes por el Índico del explorador chino Zheng He, anterior a Cristóbal Colón. ¿Por qué buscar algo de valor fuera de China?

“Comparen esto con la entusiasta acogida que hizo el Occidente medieval de las tecnologías inventadas en otros lugares”, escribe Stark. “Y ahora piensen cómo sería nuestro mundo si Occidente si se hubiera resistido en vez de estar abierto a esos inventos”.

El origen de la economía moderna

“No hubo una Edad Oscura. De hecho, [la Edad Media] fue una época de admirable progreso e innovación, que incluyó el capitalismo”, asegura Stark. Encontramos una forma temprana de capitalismo en el París del siglo IX, donde cerca de un tercio de las tierras que se extendían a lo largo del Sena contaban con molinos hidráulicos. Los monasterios invirtieron en este método puntero, de los que obtenían beneficios para dedicarse también a la banca y los préstamos. Y la gente se beneficiaba de tener unos acreedores más comprensivos.

Más notable es el caso de las ciudades-estado italianas, como Génova y Venecia, de mediados del siglo XII. Gracias al desarrollo del comercio y la manufactura, comerciantes, banqueros y trabajadores de las más variadas industrias fueron participando de la prosperidad de que gozaban ya la nobleza, el ejército y el clero. La Iglesia tuvo un papel importante en la democratización de la riqueza.

Mejor que sus alternativas

Stark sabe que la modernidad occidental no está exenta de errores. Pero tiene claro que “es mucho mejor que las alternativas conocidas. No solo, y ni siquiera principalmente, debido a su avanzada tecnología, sino por su compromiso fundamental con la libertad, la razón y la dignidad humana”.

Al hilo de esta reflexión, Samuel Gregg –director de investigación del Acton Institute– se pregunta en un comentario al libro si puede tener éxito a largo plazo el modelo de modernidad que lleva a muchos países “a adoptar la tecnología y los productos occidentales, sin abrazar también los compromisos normativos e institucionales que contribuyeron a crear esas técnicas y esos métodos”.

Pero la pregunta enseguida se vuelve contra el Occidente posmoderno. Está por ver, añade Gregg, “qué le pasa a una civilización cuando abandona su visión racional de Dios, cuando decide que el libre albedrío es una ilusión, cuando empieza a dudar de si hay algún conocimiento más allá de lo empíricamente verificable, y en su lugar opta por la ‘religión de la humanidad’ de John Stuart Mill”.

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Notas

(1) Rodney Stark, How the West Won: The Neglected Story of the Triumph of Modernity. ISI Books. Intercollegiate Studies Institute, Delaware (2014). 432 págs. 22,36 $.

(2) Stanley L. Jaki, The Road of Science and the Ways to God, University of Chicago Press, Chicago (1978). Cfr. Aceprensa, 31-08-1988.

(3) Thomas E. Woods, Cómo la Iglesia católica construyó la civilización occidental. Ciudadela Libros. Madrid (2007). Cfr. Aceprensa, 8-11-2006 y 16-05-2007.

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