La aventura de la verdad

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El cardenal Ratzinger reflexiona sobre la fe y la razón
En un mundo marcado por el relativismo, la publicación de la encíclica Fides et ratio en 1998 supuso una audaz invitación a plantearse las preguntas radicales sobre la verdad. Con la perspectiva del debate que suscitó, el cardenal Joseph Ratzinger ha reflexionado sobre las cuestiones propuestas en el documento de Juan Pablo II en una conferencia pronunciada en Madrid en un Congreso Internacional organizado por la Facultad de Teología de San Dámaso (1). Ofrecemos una selección de párrafos.

¿N ecesita la fe realmente de la filosofía, o la fe -que en palabras de San Ambrosio fue confiada a pescadores y no a dialécticos- es completamente independiente de que exista o no una filosofía abierta en relación con ella?

(…) Lo propio de la fe cristiana en el mundo de las religiones es que sostiene que nos dice la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre, y que pretende ser la religio vera, la religión de la verdad. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»: en estas palabras de Cristo según el Evangelio de Juan (14, 6) está expresada la pretensión fundamental de la fe cristiana. De esta pretensión brota el impulso misionero de la fe: solo si la fe cristiana es verdad, afecta a todos los hombres; si es solo una variante cultural de las experiencias religiosas del hombre, cifradas en símbolos y nunca descifradas, entonces tiene que permanecer en su cultura y dejar a las otras en la suya.

Pero esto significa lo siguiente: la cuestión de la verdad es la cuestión esencial de la fe cristiana y, en este sentido, la fe tiene que ver inevitablemente con la filosofía. Si debiera caracterizar brevemente la intención última de la encíclica, diría que ésta quisiera rehabilitar la cuestión de la verdad en un mundo marcado por el relativismo; en la situación de la ciencia actual, que ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad, la encíclica quisiera hacer valer dicha cuestión como tarea racional y científica, porque, en caso contrario, la fe pierde el aire en que respira. La encíclica quisiera sencillamente animar de nuevo a la aventura de la verdad.

Una cuestión implanteable

Hasta qué punto no es moderno preguntar por la verdad, lo ha representado magníficamente el escritor y filósofo C.S. Lewis en un libro de éxito aparecido en los años cuarenta, Cartas del diablo a su sobrino. Está compuesto por cartas ficticias de un demonio superior, Escrutopo, que imparte enseñanzas a un principiante sobre el arte de seducir al hombre, sobre el modo correcto como tiene que proceder. El demonio pequeño había expresado ante sus superiores su preocupación de que precisamente los hombres inteligentes leyesen los libros de los sabios antiguos y pudiesen de este modo descubrir las huellas de la verdad.

Escrutopo le tranquiliza con la aclaración de que el historicismo del que los espíritus infernales han conseguido afortunadamente persuadir a los eruditos del mundo occidental significa precisamente esto: «Que la única cuestión que con seguridad nunca se planteará es la relativa a la verdad de lo leído; en su lugar se pregunta acerca de las repercusiones y dependencias, del desarrollo del respectivo escritor, de la historia de su influjo, y otras cuestiones análogas».

(…) Una cientificidad ejercida de este modo inmuniza frente a la verdad. La cuestión de si lo dicho por el autor es o no, y en qué medida, verdadero, sería una cuestión no científica; nos sacaría del campo de lo demostrable y verificable, nos haría recaer en la ingenuidad del mundo precrítico. De este modo, se neutraliza también la lectura de la Biblia: podemos explicar cuándo y bajo qué circunstancias ha surgido un texto y, de este modo, lo tenemos clasificado dentro de lo histórico, que a la postre no nos afecta.

La dictadura de lo coyuntural

En el trasfondo de este modo de interpretación histórica hay una filosofía, una actitud apriórica ante la realidad que nos dice: no tiene sentido preguntar sobre lo que es; solo podemos preguntar sobre lo que podemos hacer con las cosas. La cuestión no es la verdad, sino la praxis, el dominio de las cosas para nuestro provecho. Ante tal reducción aparentemente iluminadora del pensamiento humano surge sin más la pregunta: ¿qué es propiamente lo que nos aprovecha? Y ¿para qué nos aprovecha? ¿Para qué existimos nosotros mismos?

El observador profundo verá en esta moderna actitud fundamental una falsa humildad y, al mismo tiempo, una falsa soberbia: la falsa humildad, que niega al hombre la capacidad para la verdad, y la falsa soberbia, con la que se sitúa sobre las cosas, sobre la verdad misma, en cuanto erige en meta de su pensamiento la ampliación de su poder, el dominio sobre las cosas.

(…) Aquí hemos llegado al punto central de la discusión de la fe cristiana con un tipo determinado de cultura moderna, que le gustaría pasar por ser la cultura moderna sin más, pero que, afortunadamente, es solo una variedad de ella. Se pone de manifiesto, por ejemplo, muy claramente en la crítica que el filósofo italiano Paolo Flores d’Arcais ha hecho a la encíclica. (…) Le reprocha consecuencias mortíferas para la democracia e identifica su enseñanza con el tipo «fundamentalista» del Islam. Argumenta remitiendo al hecho de que el Papa ha calificado como carentes de validez auténticamente jurídica las leyes que permiten el aborto y la eutanasia. Quien se opone de este modo a un Parlamento elegido e intenta ejercer el poder secular con pretensiones eclesiales, muestra que el sello de un dogmatismo católico permanece esencialmente estampado en su pensamiento.

Tales afirmaciones presuponen que no puede haber ninguna otra instancia por encima de las decisiones de una mayoría. La mayoría coyuntural se convierte en un absoluto. (…) Por eso no es «fundamentalismo», sino un deber de la Humanidad, proteger al hombre contra la dictadura de lo coyuntural convertido en absoluto y devolverle su dignidad, que justamente consiste en que ninguna instancia humana puede dominar sobre él, porque está abierto a la verdad misma.

Distintas culturas, abiertas a la verdad

(…) Una encíclica que está dedicada por entero a la aventura de la verdad debía plantear también la cuestión de la relación entre verdad y cultura. Debía preguntar si puede darse una comunión de las culturas en la única verdad, si puede decirse la verdad para todos los hombres, trascendiendo las diversas formas culturales, o si a la postre hay que presentirla solo asintóticamente tras formas culturales diversas e incluso opuestas.

A un concepto estático de cultura, que presupone formas culturales fijas que a la postre se mantienen constantes y solo pueden coexistir unas con otras, pero no comunicarse entre ellas, el Papa ha opuesto en la encíclica una comprensión dinámica y comunicativa de la cultura. Subraya que las culturas, «cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia».

(…) Por eso, las culturas no están fijadas de una vez para siempre en una forma. Les es propia la capacidad de progresar y transformarse, y también el peligro de decadencia. Están abocadas al encuentro y fecundación mutua. Puesto que la apertura interior del hombre a Dios las impregna tanto más cuanto mayores y más genuinas son, por ello llevan impresa la predisposición para la revelación de Dios. La revelación no les es extraña, sino que responde a una espera interior en las culturas mismas. (…)

La superación de las culturas

(…) La cuestión es insoslayable: hasta qué punto es griega o latina la fe, que por lo demás no ha surgido en el mundo griego o latino, sino en el mundo semita del antiguo Oriente, en el que estaban y están en contacto Asia, África y Europa. (…)

La Biblia no es mera expresión de la cultura del pueblo de Israel, sino que está continuamente en disputa con el intento, totalmente natural de este pueblo, de ser él mismo e instalarse en su propia cultura. La fe en Dios y el sí a la voluntad de Dios le van desarraigando continuamente de sus propias representaciones y aspiraciones. Él sale constantemente al paso frente a la religiosidad propia de Israel y a su propia cultura religiosa, que quería expresarse en el culto de los lugares altos, en el culto de la diosa celeste, en la pretensión de poder de la propia monarquía.

Empezando por la cólera de Dios y de Moisés contra el culto al becerro de oro en el Sinaí, hasta los últimos profetas postexílicos, de lo que siempre se trata es de que Israel se desarraigue de su propia identidad cultural, de que debe abandonar, por así decir, el culto a la propia nacionalidad, el culto a la raza y a la tierra, para inclinarse ante el Dios totalmente otro y no apropiable, que ha creado cielo y tierra, y es el Dios de todos los pueblos. La fe de Israel significa una permanente autosuperación de la propia cultura en la apertura y horizonte de la verdad común. (…)

Todos los pueblos son invitados a entrar en este proceso de superación de lo propio, que ha comenzado en primer lugar en Israel. (…) Este patrón determina también el encuentro del mensaje revelado con la cultura griega (…) Los Padres no han vertido sin más al Evangelio una cultura griega que se mantenía en sí y se poseía a sí misma. Ellos pudieron asumir el diálogo con la filosofía griega y convertirla en instrumento del Evangelio allí donde en el mundo griego se había iniciado, mediante la búsqueda de Dios, una autocrítica de la propia cultura y del propio pensamiento.

(…) Hace poco Richard Schäffler ha dicho certeramente al respecto que la predicación cristiana ha exigido desde el principio a los pueblos de Europa (que, por lo demás, no existía como tal antes de la evangelización cristiana) «la renuncia a todos los respectivos ‘dioses’ autóctonos de los europeos, mucho antes de que entraran en el campo de su visión las culturas extraeuropeas».

A partir de ahí hay que entender por qué la predicación cristiana entró en contacto con la filosofía, y no con las religiones. Cuando se intentó esto último, cuando, por ejemplo, se quiso interpretar a Cristo como el verdadero Dionisio, Esculapio o Hércules, tales intentos cayeron rápidamente en desuso. Que no se entrara en contacto con las religiones, sino con la filosofía, tiene que ver con el hecho de que no se canonizó una cultura, sino que se podía entrar a ella por donde había comenzado ella misma a salir de sí misma, por donde había iniciado el camino de apertura a la verdad común y había dejado atrás la instalación en lo meramente propio. Esto constituye también hoy una indicación fundamental para la cuestión de los contactos y del trasvase a otros pueblos y culturas.

La diferencia de las religiones

(…) Ahora se ha impuesto de modo bastante general esta tesis: las religiones son todas ellas caminos de salvación. Quizás no el camino ordinario, pero al menos sí caminos «extraordinarios» de salvación: por todas las religiones se llega a la salvación.

Esta respuesta corresponde no solo a la idea de tolerancia y respeto del otro que hoy se nos impone. Corresponde también a la imagen moderna de Dios: Dios no puede rechazar a hombres solo porque no conocen el cristianismo y, en consecuencia, han crecido en otra religión. Él aceptará su vida religiosa lo mismo que la nuestra. Aunque esta tesis -reforzada entre tanto con muchos otros argumentos- es clara a primera vista, sin embargo suscita interrogantes. Pues las religiones particulares no exigen solo cosas distintas, sino también opuestas.

(…) ¿Nos tenemos que conformar con esto? ¿Es inevitable la alternativa entre rigorismo dogmático y relativismo humanitario? Pienso que en las teorías reseñadas no se han pensado suficientemente tres cosas. En primer lugar, las religiones (y también el agnosticismo y el ateísmo) son consideradas todas ellas como iguales. Pero precisamente esto no es así. De hecho, hay formas religiosas degeneradas y enfermas, que no elevan al hombre, sino que lo alienan: la crítica marxista de la religión no carecía totalmente de base. Y también las religiones a las que hay que reconocer una grandeza moral y que están en camino hacia la verdad, pueden enfermar en ciertos trechos del camino. (…)

Con el indiferentismo de los contenidos y de las ideas, que todas las religiones sean distintas y sin embargo iguales, no se puede ir adelante. (…) La renuncia a la verdad no sana al hombre. No puede pasarse por alto cuánto mal ha sucedido en la Historia en nombre de opiniones e intenciones buenas.

En el cielo y en la tierra

Con ello tocamos ya el segundo punto que ordinariamente es desatendido. Cuando se habla del significado salvífico de las religiones, sorprendentemente se piensa, la mayoría de las veces, solo en que todas posibilitan la vida eterna, con lo cual se acaba neutralizando el pensamiento en la vida eterna, pues uno llega de todos modos a ella. Pero así se empequeñece inconvenientemente la cuestión de la salvación.

(…) La salvación del más allá debe reflejarse en una forma de vida, que hace aquí humano al hombre y, de este modo, conforme a Dios. Esto significa nuevamente que, en la cuestión de la salvación, hay que mirar más allá de las religiones mismas y a ese horizonte pertenecen reglas de vida recta y justa, que no pueden ser relativizadas arbitrariamente. (…)

Esto significa que la salvación no está en las religiones como tales, sino que depende también de hasta qué punto llevan a los hombres, junto con ellas, al bien, a la búsqueda de Dios, de la verdad y del bien.

Dos conceptos de conciencia

Este título lleva al tercer punto que quería abordar aquí. La unidad del hombre tiene un órgano: la conciencia. Fue una osadía de san Pablo afirmar que todos los hombres tienen la capacidad de escuchar la conciencia, separar así la cuestión de la salvación del conocimiento y observancia de la Torá, y situarla sobre la exigencia común de la conciencia en la que el único Dios habla, y dice a cada uno lo verdaderamente esencial de la Torá: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguando su conciencia…» (Rom 2, 14ss).

Pablo no dice: si los gentiles se mantienen firmes en su religión, eso es bueno ante el juicio de Dios. Al contrario, él condena gran parte de las prácticas religiosas de aquel tiempo. Remite a otra fuente, a lo que todos llevan escrito en el corazón, al único bien del único Dios.

De todos modos, aquí se enfrentan hoy dos conceptos contrarios de conciencia (…). Para Pablo, la conciencia es el órgano de la trasparencia del único Dios en todos los hombres, que son un hombre. En cambio, actualmente la conciencia aparece como expresión del carácter absoluto del sujeto, sobre el que no puede haber, en el campo moral, ninguna instancia superior. Lo bueno como tal no es cognoscible. El Dios único no es cognoscible. En lo que afecta a la moral y a la religión, la última instancia es el sujeto.

Esto es lógico, si la verdad como tal es inaccesible. Así, en el concepto moderno de conciencia, esta es la canonización del relativismo, de la imposibilidad de normas morales y religiosas comunes, mientras que, por el contrario, para Pablo y la tradición cristiana había sido la garantía para la unidad del hombre y para la cognoscibilidad de Dios, para la obligatoriedad común del mismo y único bien. (…)

Filosofía y teología, servicio mutuo

Al final de mis reflexiones quisiera llamar nuevamente la atención sobre una indicación metodológica que da el Papa para la relación entre la teología y la filosofía (…). La encíclica habla de un movimiento circular entre teología y filosofía, y lo entiende en el sentido de que la teología tiene que partir siempre en primer lugar de la Palabra de Dios; pero, puesto que esta Palabra es verdad, hay que ponerla en relación con la búsqueda humana de la verdad, con la lucha de la razón por la verdad y ponerla así en diálogo con la filosofía.

(…) Tampoco la filosofía como tal debería cerrarse en lo meramente propio e ideado por ella. Así como debe estar atenta a los conocimientos empíricos, que maduran en las diversas ciencias, así también debería considerar la sagrada tradición de las religiones, y en especial el mensaje de la Biblia, como una fuente de conocimiento del que ella se deja fecundar. De hecho, no hay ninguna gran filosofía que no haya recibido de la tradición religiosa luces y orientaciones, ya pensemos en la filosofía de Grecia y de la India, o en la filosofía que se ha desarrollado en el ámbito del cristianismo, o también en las filosofías modernas, que estaban convencidas de la autonomía de la razón y consideraban esta autonomía como criterio último del pensar, pero que se mantuvieron deudoras de los grandes temas del pensamiento que la fe cristiana había ido dando a la filosofía: Kant, Fichte, Hegel, Schelling no serían imaginables sin los antecedentes de la fe, e incluso Marx, en el corazón de su radical reinterpretación, vive del horizonte de esperanza que había asumido de la tradición judía.

Cuando la filosofía apaga totalmente este diálogo con el pensamiento de la fe, acaba -como Jaspers formuló una vez- en una «seriedad que se va vaciando de contenido». (…)

_________________________(1) Joseph Ratzinger. Fe, verdad y cultura. Congreso Internacional de Teología sobre la encíclica Fides et ratio. Facultad de Teología de San Dámaso (Madrid, 16 febrero 2000).

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