Søren Kierkegaard, el filósofo impertinente

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Søren Kierkegaard, del que celebramos el bicentenario de su nacimiento, fue una de esas impertinencias con las que de tanto en tanto nos abofetea la historia para que no nos dejemos arrastrar por la corriente, para que no olvidemos que todo “orden establecido” se encuentra bajo sospecha. Con su pluma vigorosa y su pensamiento radical sacudió la sociedad y la fe de su tiempo, y sigue inquietando al lector de hoy.

Søren Kierkegaard nació en Copenhague el 5 de mayo de 1813. Fue el hijo menor de un próspero negociante de la capital danesa que inculcó en el niño un fuerte sentimiento de culpabilidad, así como el gusto por las disquisiciones teológicas. En 1840 se comprometió con Regina Olsen, pero trece meses después rompió el compromiso. Estaba convencido de que tenía una misión religiosa que cumplir y veía el matrimonio como un obstáculo. Después de una intensa actividad literaria y de haberse instaurado en enemigo filosófico de Hegel y de la “Cristiandad establecida”, murió a los 42 años, en 1855.

Mantener despiertos los espíritus, aguijonear las conciencias, desmontar el “orden establecido”, dinamitar seguridades, resquebrajar el Sistema, será la severa tarea que Søren Kierkegaard se impondrá a sí mismo. Este encargo solo lo podrá llevar a cabo en solitario y mediante su actividad de escritor. Sabe que, como tal, puede acabar aclamado o crucificado, pero está dispuesto a ser el “filósofo impertinente” encargado de que las cosas sean más difíciles.

De carácter débil y enfermizo, inclinado a la melancolía, pero con una pluma genial, se hizo pronto famoso en Copenhague, por su impertinencia.

Desde su pequeña Copenhague, entró en liza con los encopetados idealistas alemanes

Lucha contra el racionalismo
Estamos ante un pensador bien peculiar, que se consideraba “autor religioso” por elección (según él, por elección de Dios) y filósofo “a pesar de sí”. Desde su pequeña Copenhague entró en liza con los encopetados idealistas alemanes. La guerra contra el sistema hegeliano se tradujo en una batalla contra la Cristiandad establecida, y esta en una refriega con los obispos protestantes de Copenhague, Mynster y Martensen, que pretendían subsumir las categorías netamente religiosas en un sistema absolutamente racionalista.

Pero aunque la lucha contra el racionalismo provinciano fue abierta, Kierkegaard apunta más alto, porque sabe que el enemigo a batir es Hegel, a quien pone en jaque con una objeción capital y, para él, definitiva: la razón absoluta es incapaz de captar la existencia concreta del hombre real. La prueba más fehaciente del error idealista estriba en que esa idea de Razón no puede ser vivida: nadie es idealista en la práctica.

Estadios en el camino de la vida
Una de sus doctrinas más populares es la conocida como los estadios en el camino de la vida, según la cual, la existencia humana pasa por tres etapas o estadios: estético, ético y religioso.

El hombre estético vive en la inmediatez, busca el instante placentero, es hedonista, está pegado a las cosas, no se compromete con nada ni con nadie. Pero desespera necesariamente ante la imposibilidad de encontrar la eternidad en el instante. La única forma de huir del tedio, la inquietud y la inestabilidad propios de esta esfera es optar por una vida ética auténtica.

La existencia ética aporta a la esfera estética un bien del que ésta carecía: la libertad. El hombre auténticamente libre no es el esteta, que vive esclavizado por los placeres, sino el ético, que es capaz de escoger responsablemente. El matrimonio refleja claramente esta esfera en que se recupera la sensibilidad estética en un orden más elevado y racional.

“Lo que la época necesita en el más profundo sentido puede decirse total y completamente en una sola palabra: necesita… eternidad”

Pero cuando la ética tiene que afrontar el problema del pecado, surge en el alma del hombre “un temblor de tierra” que le lleva al arrepentimiento. Ante el pecado el hombre se queda “solo ante Dios” y la universalidad de la moral ya no puede ayudarle.

La etapa culminante de la existencia humana es el estadio religioso. El existente llega así a la interiorización máxima: el amor. Solo si se entiende que Dios es amor, se puede comprender todo lo demás. Por amor, Dios, el eterno, se hace temporal, se encarna. Por amor, el hombre, en el tiempo, se hace eterno. Las obras del amor, entonces, siendo temporales, tienen un valor eterno.

El genio religioso
En El concepto de la angustia (1844) y en La enfermedad mortal (1849) expone su concepción antropológica: el hombre es una síntesis de lo corpóreo y lo psíquico sustentada por el espíritu. No es un simple ser natural, porque es espíritu, pero tampoco es un ser angélico, porque el espíritu pone la síntesis de cuerpo y alma. El espíritu es, a su vez, una segunda síntesis de tiempo y eternidad, por lo que el hombre, siendo temporal, tiende a la eternidad; siendo limitado, se sabe libre; pero también es el único animal que tiene conciencia del abismo de la nada que se abre a sus pies, por lo que es presa de la angustia y la desesperación.

El hombre auténtico, el “genio religioso”, es aquel capaz de realizar existencialmente la síntesis y de descubrir en sí mismo la realidad del pecado y de la angustia. Estas realidades le llevan a experimentar en sí mismo la presencia de Dios. Presencia que se descubre ligada a la experiencia del pecado y de la culpa.

Cuando la conciencia percibe en su seno la escisión entre finito e infinito, y busca el equilibrio en lo finito, aparece la desesperación. Solo cuando el hombre se deja fundamentar en Dios, es salvado de la desesperación.

“La sensatez de nuestra época es una personificación de alguien curioso, crítico e inteligente, pero con una pasión que a lo sumo alcanza para hacer apuestas”

Contra “el orden establecido”
Kierkegaard no cumplió con las expectativas que la sociedad danesa del momento albergaba sobre él. No optó por ninguna de las dos alternativas que se le ofrecían, pues rechazó tanto ser pastor de la Iglesia como casarse con su prometida Regina Olsen. Él mismo reconoce que no estaba hecho para la vida práctica, para lo que el común de los mortales considera vital: la familia, el matrimonio, los amigos. Ante todos mostró, como él mismo confiesa, “una superficie rugosa”, como una capa espinosa, que le sirvió para proteger su intimidad incomprendida.

En efecto, no fue comprendido por sus contemporáneos, con los que mantuvo una colisión intelectual y vital. En muchos momentos de su vida se vio despreciado por la opinión pública, por lo que él llama “la turba”, que le hará recluirse en su intimidad y en su actividad de escritor.

Topó también con la Iglesia danesa en demasiadas ocasiones, llegando a entender su vida como una lucha a vida o muerte contra lo que él llamaba la Cristiandad establecida, es decir, el Protestantismo oficial, que a su juicio tenía más de oficialista que de cristiano. Estaba convencido de que esa vida acomodada en lo temporal y mundano era “un invento de Satanás” que destruía el cristianismo. Esa contundencia le dejó al margen de todo y le convirtió en un pensador solitario “como un pájaro en la rama”.

Una “cura kierkegaardiana”
La obra de Kierkegaard no tendrá repercusión inmediata. Será descubierta ya en el siglo XX, entre otros, por Heidegger, Sartre, Jaspers, Adorno y Unamuno; sobre todo, en el ámbito del existencialismo se producirá una sonada Kierkegaard Renaissance: se le leerá y traducirá, y también se le traicionará. El auténtico pensamiento del danés tardará en ser rescatado y no lo hará hasta que se asuma su carga teológica. Aparte de influir en el pensamiento existencialista de todo signo, la sombra de Kierkegaard se puede apreciar también en la teología protestante, la psicología y el personalismo.

Nadie permanece indiferente tras haber leído a Kierkegaard. A cada cual le influye de distinta manera, pero nadie sigue siendo el mismo después de conocer sus escritos.

Tras un encuentro personal con él, porque no se puede entrar de otra manera en sus obras, se nos queda clavado un aguijón en la carne con el que hemos de vivir mientras sigamos pensando. Estoy absolutamente convencido de que el pensador actual que no haya pasado por Kierkegaard, que no se haya sometido a una “cura kierkegaardiana”, que no se haya tomado en serio siquiera una sola vez en su vida la experiencia de quedarse “solo ante Dios”, carece de ese plus intelectual que el “filósofo impertinente” llamaba seriedad.

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