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Semidivino Comandante

publicado
DURACIÓN LECTURA: 9min.

Ha muerto Fidel Castro. Para simpatizantes y enemigos dentro de Cuba, sencillamente “Fidel”; para los de fuera de la Isla, “Castro”. Para una parte del mundo, un adalid de las masas oprimidas del África, Asia y América Latina; para otros, un revolucionario que se metamorfoseó en dictador.

A los cubanos, dondequiera que estemos, nos parece extraño un día como este. Casi nos habíamos acostumbrado a creer que estaría ahí para siempre –había acabado de cumplir “sus primeros 90 años”–. Y no: al final, la persona que perfiló la vida política y económica de Cuba desde 1959 hasta la fecha; que cambió muy tempranamente el color de la Revolución, de ser “verde como las palmas” a un rojo intenso, importado de Moscú –un color ideológico del que intentó teñirnos a todos­–, ha demostrado ser, para nuestra sorpresa, mortal.

Su deceso, como mismo su vida, ha sido divisivo. En La Habana, unos lo lloran con sinceridad; otros, para no desentonar, seguramente fuerzan alguna lágrima, y otros se contienen a duras penas para no salir a la calle con un tambor y una cerveza.

En 2018, Raúl Castro culminará sus ocho años al frente del gobierno cubano

En Miami, capital del exilio cubano, una buena parte de los inmigrantes sí que celebran la noticia. Muchos de ellos emigraron muy pronto, dejando atrás sus hogares para escapar de un proyecto que amenazaba la propiedad privada y la libertad de pensamiento (esta ciertamente ya escaseaba entre 1952 y 1959, bajo la dictadura de Fulgencio Batista). Muchos otros, la inmensa mayoría, lo han hecho más recientemente para dejar atrás una pobreza bastante peculiar. No una pobreza que impide el acceso a servicios de salud o a una educación de calidad (que puede recibir cada cubano desde la guardería a la universidad, sin pagar un céntimo), pero que sí lastra las perspectivas profesionales y económicas del individuo, atado a salarios misérrimos si es empleado  del sector estatal, o pendiente de los límites de la tímida apertura económica si desea aventurarse en el incierto mundo de la pequeña empresa privada.

La Cuba que lo hizo posible

“Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la que voy a echar contra los americanos”

¿Dónde encuadrar a Fidel Castro? Es complejo. Para sus detractores más acérrimos, su retrato puede ser colocado en la misma galería de Stalin, Hitler, Pinochet, Videla… Pero en la Cuba de Castro no han amanecido, tirados por las calles, cadáveres de disidentes políticos con un tiro en la nuca. En este sentido, con todo y su concepción de l’État c’est moi, su sistema unipartidista de corte marxista ha sido algo más light. Es entendible, no obstante, que los cientos, miles de opositores presos en su momento por rechazar el modelo –algunos fueron encarcelados durante más de 20 años y después marcharon al exilio–, discrepen del benévolo adjetivo.

La historia no comenzó con tintes tan negros. Castro, un abogado que desarrolló muy tempranamente ansias de liderazgo político, comenzó a organizar en 1953 el movimiento revolucionario que terminó derrocando a Batista tras una lucha de seis años, en la que contó con las simpatías mayoritarias del pueblo.

El panorama nacional pedía un cambio. Ciertamente, las cifras macroeconómicas que exhibía el país eran envidiables para el resto de América Latina, pese a estar sometido a un modelo económico monoproductor –el del azúcar de caña– y asolado por la grave corrupción de las élites gobernantes tuteladas por EE.UU., que avalaba a varias dictaduras en el hemisferio.

La situación real de buena parte del pueblo distaba de la alegría de los datos. En 1957, un estudio de la Asociación Católica Universitaria sobre las condiciones de vida de las poblaciones rurales cubanas, reveló los graves déficit de ingreso, bienestar material, situación higiénico-sanitaria, etc., en que estaba postrada buena parte de los trabajadores del campo. Una de las fuentes consultadas en el estudio expresaba en ese entonces: «En todos mis recorridos por Europa, América y África, pocas veces encontré campesinos que vivieran más miserablemente que el trabajador agrícola cubano”.

«Deja que Fidel se entere»

Las quejas de la población acerca de la incompetencia del Estado intentaban siempre salvar la responsabilidad de Castro

Con la llegada de Castro al poder, y gracias en buena medida a la ayuda económica de la entonces Unión Soviética, se produjeron cambios radicales en los estándares de vida del pueblo cubano. Y claro, en hospitales, escuelas, estadios, vallas publicitarias, presidía la imagen del líder que “proveía” esos beneficios. Al observador foráneo puede parecerle una exageración, pero no era raro escuchar a un cubano decir: “si no fuera por Fidel, yo no habría estudiado”, o “no tendría casa”, e incluso –y esto lo ha escuchado este redactor– “yo no estaría vivo”.

A este Fidel semidivino, incapaz de cometer errores, no se le podía culpar del paulatino deterioro que la excesiva centralización fue provocando en la economía y que, tras la caída de la URSS y el cierre del grifo, derivó en una crisis de supervivencia diaria para los ciudadanos de a pie. “Si el Comandante supiera lo que está pasando…”, o “deja que Fidel se entere…” ha sido la queja de la gente ante la incompetencia de la burocracia estatal en todos los órdenes, de la que el “jefe” no tendría responsabilidad alguna –“lo tienen engañado”, se añadía–.

La realidad, sin embargo, es que ha sido el mismo exgobernante, con su legendaria tozudez y su capricho de no dejar materia ni asunto en que el Estado no tenga la voz cantante, el que ha propiciado el actual estado de cosas: un país que vive una sangría migratoria sin precedentes, y cuyo bienestar continúa seriamente afectado por unos manejos económicos que quieren jugar al capitalismo sin abandonar los erráticos dogmas del marxismo.

La “superpotencia” del Caribe

En la década de los 50, pese a la buena salud de la economía cubana, existían graves desequilibrios sociales y una corrupción alarmante

Pero Castro ha sido, a diferencia de los dictadores mencionados más arriba, una figura de más matices. Su empeño por participar, en igualdad de condiciones con las grandes potencias, en el ordenamiento mundial le llevó a aceptar el emplazamiento de misiles nucleares soviéticos en Cuba en 1962, y más tarde a enviar tropas cubanas a Angola en 1975, lo que derivó en la liberación de Namibia y en el empujón final al tambaleante régimen del apartheid, según reconoció en su momento el propio Nelson Mandela.

De igual modo, al hacer de la salud pública y la educación sus temas estrella, se propuso enviar contingentes de doctores y maestros cubanos a los rincones más remotos del planeta, algo que muchos países han agradecido y han dejado patente en su rechazo, año tras año en la Asamblea General de la ONU, al embargo norteamericano contra la Isla.

Para los cubanos, sin embargo, su obstinación en plantarle batalla a EE.UU. en todo escenario posible ha sido fuente de desgracias personales y colectivas. Millones de familias cubanas quedaron divididas a ambos lados del estrecho de la Florida en cuanto La Habana subió el volumen de su retórica antiimperialista; algunos, de hecho, no pudieron volver a ver jamás a sus seres queridos –la célebre cantante Celia Cruz no recibió permiso de Castro para asistir al funeral de su madre en la Isla–, al tiempo que mantener algún tipo de comunicación con los familiares asentados en EE.UU., escuchar música en inglés o profesar alguna religión comenzó a ser visto como una tendencia al “diversionismo ideológico”. Y ni qué decir de quien se atreviera a discrepar en cuestiones políticas: el disidente era –aún lo es– automáticamente calificado de “mercenario al servicio del Imperio”, como si su capacidad de pensar y de emitir críticas fuera modelada desde Washington.

Todo este sinsentido ha sido, en el fondo, el resultado de la obsesión personal de un hombre que en 1958, luego de que la aviación de Batista arrojara bombas made in USA sobre poblados campesinos en las montañas orientales, escribió a una cercana colaboradora: “Los americanos van a pagar bien caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero”.

Un destino al que todos los cubanos, sin que se nos preguntara, fuimos arrastrados.

Mejor esperar a 2018

Ha muerto Fidel Castro. Para simpatizantes y enemigos dentro de Cuba, sencillamente “Fidel”; para los de fuera de la Isla, “Castro”. Para una parte del mundo, un adalid de las masas oprimidas del África, Asia y América Latina; para otros, un revolucionario que se metamorfoseó en dictador.

La pregunta más frecuente, ahora que ya no está el “Comandante”, es qué rumbo tomará Cuba. La celebración en las calles de Miami pudiera recordar la de los alemanes del este cuando calló el muro de Berlín, que supuso un hito importante en el desmoronamiento del sistema prosoviético.

Sucede, sin embargo, que el Castro que muere ya no estaba en el poder. No es el piloto que sufre un síncope en pleno vuelo y las aeromozas no saben qué hacer. Fidel ha estado a un lado desde hace una década, como una suerte de depositario y “guardián de la fe” de la Revolución, lo que no ha impedido que su hermano Raúl diera algunos pasos que inevitablemente han terminado haciendo de la sociedad cubana un espacio más plural y con más acceso a la información, por más que el gobierno mantenga la ficción de que todo está bajo su control.

Los motivos reales de inquietud sobre el futuro de Cuba pueden estar ahora mismo en otro sitio, en Washington, donde habrá que ver qué posición adopta el presidente electo, Donald Trump, respecto a la política del saliente Barack Obama; una estrategia que, guste o no a algunos recalcitrantes, está impulsando serenamente la apertura de la Isla, al desmontar el argumento sempiterno de la “hostilidad yanqui”.

Por otra parte, más que esperar que la muerte de alguien que ya decidía muy poco tenga un súbito efecto transformador, habrá que estar atento a 2018, año en que Raúl Castro terminará su segundo mandato de cinco años y dará paso a un nuevo liderazgo, quizás menos proclive a vivir de efemérides y glorias pasadas, y más atento a las necesidades de prosperidad y libertades de la población.

En cualquier caso, lo que casi todos deseamos, y lo que Cuba precisa, es que el proceso transcurra en paz, y que en los cauces democráticos que tome nuestra tierra no repitamos los mismos errores que ya nos han traído tiranías y dramáticas revoluciones.

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