75 años de la Declaración Schuman: solidaridad e integración europea

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75 años de la Declaración Schuman: solidaridad e integración europea
Sede del Parlamento Europeo (Bruselas, Bélgica). Foto: Fabrizio Maffei / Shutterstock

El 9 de mayo se cumplen 75 años de la Declaración Schuman, uno de los hitos de la historia de Europa en el siglo XX, con la que se pretendía cortar un largo período de conflictos entre Francia y Alemania, que en menos de un siglo habían tenido tres guerras. La Declaración inició el proceso de integración europea, abierto a otros países, principalmente entonces de Europa Occidental.

A diferencia de aniversarios anteriores, el de 2025 parece un tanto deslucido por la irrupción de la segunda presidencia de Trump, que cuestiona abiertamente la histórica relación entre Estados Unidos y Europa, y por el ascenso de partidos populistas europeos que ponen el énfasis en las respectivas soberanías nacionales frente a la idea de supranacionalidad.

Los orígenes de la Declaración Schuman y el principio de solidaridad

Hay que reconocer que Robert Schuman, el ministro de asuntos exteriores francés, fue audaz en el lanzamiento de un plan que proponía una asociación francoalemana en un tema específico: la producción de carbón y de acero. Schuman era un hombre discreto y reservado, no pasaba por ser un líder con carisma y resultaba un orador parlamentario sin demasiado brillo, aunque preparaba concienzudamente sus intervenciones. Además, estaba cuestionado en la propia Francia por sus adversarios políticos, que recelaban de sus vínculos alemanes, pues sus orígenes estaban en Lorena, una de las dos regiones que Francia había que tenido que ceder al Reich tras su derrota en la guerra de 1870. Sin embargo, Schuman nunca se planteó el establecimiento de una federación europea. Su plan era más limitado y concreto, un tanto fragmentario, aunque pragmático y ajeno a toda discusión prematura sobre aspectos doctrinales o jurídicos.

La Declaración fue un primer y necesario paso para la constitución de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero

Schuman no era un experto en cuestiones económicas y de hecho el plan fue elaborado por un técnico, Jean Monnet, representante del llamado funcionalismo, que propugnaba una cooperación internacional limitada a sectores que pudieran interesar a los países implicados. Sin embargo, era mucho más que una cooperación intergubernamental, pues se trataba también de establecer una autoridad supranacional que coordinara el proyecto. En 1949 se había creado el Consejo de Europa, que respondía a los rasgos de la cooperación intergubernamental. Los países miembros compartían la convicción de la defensa de la democracia, los derechos humanos y el estado de derecho.

Pero el Consejo no era una Comunidad, algo que sí buscaba Schuman pero que un país como el Reino Unido, muy celoso de su soberanía, no estaba dispuesto a suscribir. Por eso, el político frrancés no hizo partícipe de su plan a los británicos, y sí lo hizo, aunque unas horas antes de darlo a conocer a la prensa, al canciller alemán Konrad Adenauer, pese a las diferencias y los recelos entre los gobiernos de dos países que habían estado poco antes en guerra. Una vez aceptado el plan por Adenauer, se publicó la Declaración Schuman, primer paso en la constitución en 1951, por el tratado de París, de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, abierta a otros países del Viejo Continente.

De la Declaración Schuman destaca, en primer lugar, su carácter funcional, una cooperación entre Estados que puede contribuir a la paz: “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho. La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada, por lo que la acción emprendida debe afectar en primer lugar a Francia y Alemania”. La cooperación pretende ser realista y se hace sobre una base concreta: “El Gobierno francés propone que se someta el conjunto de la producción francoalemana de carbón y de acero a una Alta Autoridad común, en una organización abierta a los demás países de Europa. La puesta en común de las producciones de carbón y de acero garantizará inmediatamente la creación de bases comunes de desarrollo económico, primera etapa de la federación europea, y cambiará el destino de esas regiones, que durante tanto tiempo se han dedicado a la fabricación de armas, de las que ellas mismas han sido las primeras víctimas. La solidaridad de producción que así se cree pondrá de manifiesto que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino materialmente imposible”.

La Declaración Schuman adoptó un método novedoso para la integración europea. Es cierto que se habla en ella de “una primera etapa de la federación europea”, pero en ningún momento se alude a que sea de carácter político. La finalidad es sustancialmente económica porque se habla de “la creación de bases comunes de desarrollo económico”, aunque esto tenga también consecuencias políticas. Además, otro objetivo de la nueva organización era la paz. No se trataba solo de evitar, prevenir o arbitrar posibles conflictos. Había que ir más allá de los buenos propósitos y coordinar actividades en diversos ámbitos de los países europeos en la búsqueda de un bien común supranacional. Los tratados que fueran surgiendo no deberían limitarse a establecer obligaciones sino también órganos supranacionales, con autoridad propia e independientes. Serían autoridades que detentarían poderes autónomos, y no meros poderes delegados.

Por lo demás, el término clave en la Declaración sería el de solidaridad, que implicaba un reconocimiento de la interdependencia de los estados miembros que permitiera progresivamente a Europa salir de los marcos estrechos del nacionalismo político, del proteccionismo autárquico y del aislacionismo cultural. Cabe añadir que la idea de solidaridad volverá a aparecer en el Tratado de Roma, origen de la Comunidad Económica Europea (CEE), de 1957. Sobre este particular, el primer ministro luxemburgués, Joseph Bech, afirmó que la CEE “solo vivirá y tendrá éxito si, durante su existencia, se mantiene fiel al espíritu de solidaridad europea que la creó y si la voluntad común de la Europa en gestación es más fuerte que las voluntades nacionales”. Recordemos que la importancia de la solidaridad como motor de la construcción europea fue destacada por el papa Francisco en su discurso a los jefes de Estado y de gobierno de la UE el 24 de marzo de 2017: “Ese espíritu es especialmente necesario ahora, para hacer frente a las fuerzas centrífugas, así como a la tentación de reducir los ideales fundacionales de la Unión a las exigencias productivas, económicas y financieras”.

Los enemigos de la Declaración Schuman

La Europa de la CECA, propuesta en la Declaración Schuman, encontraría muy pronto enemigos declarados. El primero fue el Reino Unido, gobernado entonces por los laboristas de Clement Atlee, que rechazó la idea de una Alta Autoridad de carácter supranacional para controlar la producción británica de carbón y acero. Los partidos comunistas de Francia e Italia, que tenían en la posguerra una amplia base electoral, acusaron al proyecto de ser un instrumento del imperialismo norteamericano. De hecho, con el Plan Marshall (1947) Washington había dado su espaldarazo a futuros planes de integración económica en Europa occidental. En el caso de Italia, los comunistas tacharon la iniciativa de “medievalista y vaticanista”, habida cuenta de que tres políticos católicos, Schuman, Adenauer y De Gasperi, la habían impulsado. La respuesta de De Gasperi, en un discurso al Senado italiano el 15 de marzo de 1952, fue subrayar que la integración europea se basaba en la democracia y la libertad, y que no nacía al margen de las realidades nacionales, pues las naciones eran realidades históricas y factores de pluralismo cultural. Por tanto, la nación era una realidad intangible.

En los últimos veinte años se han sucedido distintas crisis que han amenazado –algunas siguen haciéndolo– el proceso de integración europea

Por lo demás, en aquellos mismos años el escritor Thomas Mann manifestaba su interés por la integración europea con su preferencia por una Alemania europea y no por una Europa alemana, pues su oposición al nazismo lo había llevado a exiliarse en Estados Unidos. El proyecto europeo era, por tanto, preferible a una Europa fascista o una Europa bolchevique, pues ambas posibilidades pudieron hacerse realidad en algún momento.

Crisis sucesivas de la UE y auge de las grandes potencias

Durante algunas décadas, las grandes bazas del proceso de integración europea fueron los tratados que ampliaron el marco institucional, el mercado único o la progresiva ampliación a los antiguos países comunistas europeos. Sin embargo, en los últimos veinte años se han sucedido graves crisis: el fracaso del proyecto de Constitución Europea, la crisis financiera de 2008 con la consiguiente repercusión en las economías europeas, el Brexit, la pandemia, la guerra de Ucrania, el desapego de la Administración Trump hacia Europa… Y a esto habría que añadir el ascenso de los populismos de signo diverso que cuestionan la integración europea, unos en nombre de la identidad nacional y otros en nombre de un rechazo frontal al capitalismo.

Es indudable que el tiempo actual parece marcado por el auge de las grandes potencias como Estados Unidos, Rusia y China. Las tres tienen en común su preferencia por las relaciones bilaterales y sus recelos hacia las entidades supranacionales. Su divisa, no siempre enunciada explícitamente, es el clásico divide et impera. Y lo aplican, en mayor o menor medida, a Europa. Se podría afirmar que ninguna de estas potencias se lamentaría por la desintegración de la UE, y en algún caso hasta echaría una mano para conseguirlo.

Por otra parte, en la actual UE juegan un importante papel los países del centro y este de Europa que, en su día, tuvieron regímenes comunistas. Para muchos era una cuestión de justicia tras la guerra fría. Recordemos que el escritor checo Milan Kundera denunciaba en la década de los 80 la existencia de un Occidente secuestrado, del que su propio país formaba parte.

Contra lo que suele afirmarse, la ampliación de la UE, paralela a la de la OTAN, puesta en marcha en la década de 1990, era un deseo de los Gobiernos de entonces de aquellos países. Pretendían escapar de un espacio geográfico “gris” o neutralizado que se extendería entre Europa occidental y Rusia. No estaban dispuestos a sustituir la influencia soviética por una especie de limbo geopolítico.

La ampliación fue un éxito aparente, pero había un pequeño detalle que en Bruselas pareció olvidarse: los antiguos países comunistas habían visto limitada su soberanía por Moscú, que en algunas ocasiones llegó incluso a invadirlos. Surgieron en los nuevos países miembros algunos grupos políticos que trasmitieron a amplios sectores de la opinión pública la imagen de que la pertenencia a la UE era una nueva limitación de la soberanía. Se creó así una interesada percepción de que la UE era una “cárcel de pueblos”, al igual que lo había sido la URSS. Esta idea también ha hecho fortuna al otro lado del Atlántico: en un discurso en la conferencia de seguridad de Múnich, el 14 de febrero de 2025, el vicepresidente estadounidense James David Vance no se privó de describir a los Kommisars de la UE como personas que restringían la libertad de expresión en Europa. El emplear un término de origen ruso demostraba una vez más la intención, alejada de toda realidad histórica, de comparar a los comisarios europeos con los comisarios soviéticos de la época de Lenin y Stalin.

La integración europea celebra su 75º aniversario en el punto de mira de las grandes potencias que tienen una visión hegemónica de la escena internacional. Hay quien pronostica una implosión interna de la UE, de un modo similar a la del viejo Imperio austrohúngaro, pero, pese a sus muchas contradicciones internas, la alternativa de una Europa dividida en una constelación de soberanías nacionales, recelosas entre sí, no es nada atractiva. Por eso, es importante resaltar el valor de la “solidaridad de hecho”, inserta en la Declaración Schuman, frente al individualismo colectivo de los populismos.

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