(Actualizado el 5-12-2016)
¿Cómo responder a la sensación de injusticia de quienes han sufrido recortes y pagado más impuestos durante la crisis, mientras ven que la corrupción persiste? ¿Y al hartazgo de quienes son tachados de racistas por exigir una regulación más estricta de la inmigración? ¿Y a la frustración de los parados de larga duración, que oyen hablar del flamante crecimiento del PIB? La revuelta contra las élites pone en primer plano el debate sobre las emociones en la política.
En el primer artículo de esta serie vimos que bajo la marea populista hay problemas reales, magnificados por la sensación de que los representantes políticos no se esfuerzan por resolverlos. El líder populista promete tomarse en serio esas inquietudes, asegurando que él sí comprende y representa la voluntad popular. A través de un lenguaje demagógico, con el que pretende dividir a la sociedad, agita emociones y miedos profundos.
El problema se agrava cuando la respuesta a los partidos populistas se centra en deslegitimar a sus votantes, presentándolos como irracionales. Porque entonces las élites quedan exoneradas de la parte de culpa que han tenido en la crisis de representación: no son ellas las que deben cambiar, sino las masas ignorantes.
Ante el creciente número de ciudadanos que hoy vuelven la espalda a los partidos tradicionales, ¿no habrá que preguntarse por los motivos de fondo de su descontento? Porque algo habrá pasado. Y a los grupos sociales que acusan un fuerte sentimiento de pérdida –de identidad o de nivel de vida, por ejemplo–, ¿no habrá que empezar a prestarles más atención? Porque a lo mejor resulta que es cierto, que han perdido algo. Y si nadie se toma en serio su pérdida, ¿por qué deberían ellos plantearse si han ganado otras cosas, como les dicen?
La calculadora no basta
La sentimentalización del debate público no es una buena noticia. Entre otras cosas, porque, como explica el filósofo Gabriel Albiac, pone en marcha un proceso de vaciamiento del Estado de Derecho, donde las emociones acaban teniendo más peso que la seguridad jurídica, el equilibrio de poderes, las instituciones y las leyes (ver Aceprensa, 17-12-2014).
Pero los excesos de sentimentalismo no deberían hacernos pasar por alto el componente emocional de las visiones del mundo, que es lo que lleva a percibir la realidad de una manera determinada, a menudo de forma inconsciente. Por eso, es importante tratar de entender cómo piensan las personas a las que nos dirigimos, respetarlas y activar su simpatía (ver Aceprensa, 11-09-2013). De lo contrario, sostiene George Lakoff en su libro Política moral, recién traducido al español, seguiremos arrojándonos datos en vano, “una conducta irracional desarrollada por muchos ciudadanos orgullosos de su racionalidad”.
En el debate público es preciso contrastar los datos para adoptar las políticas adecuadas. Pero los datos no siempre cambian las percepciones. En 2013, la Comisión Europea (CE) se propuso tranquilizar a los ciudadanos de la UE que se quejaban de que ciudadanos sin trabajo de otros Estados miembros iban a sus países y se aprovechaban de su generoso Estado del bienestar. La Comisión publicó un informe y concluyó que el llamado “turismo de prestaciones” no era tan “grande ni sistemático”, si bien reconoció que había diferencias entre países (ver Aceprensa, 16-10-2013)
Los medios sobreactúan cuando ponen al mismo nivel fenómenos de distinta gravedad
Uno de esos países era el Reino Unido, hoy en camino hacia el Brexit. Por entonces, este país era el único de la UE donde los extranjeros comunitarios hacían un menor uso proporcional que los nacionales de las prestaciones por desempleo contributivo: solo el 1% de los comunitarios sin empleo percibía prestación, frente al 4% de los británicos. Pero, por otro lado, los británicos podían quejarse de que el gasto sanitario en su país por desempleados comunitarios rondaba los 1.800 millones de euros, frente a los 4 millones de euros destinados por Francia.
La CE hizo algo necesario para elevar la calidad del debate público: delimitar mejor el problema. Y su conclusión fue: no es tan grave como se piensa. Pero no sabemos qué hizo después para mitigar la parte real del problema. Lo cierto es que muchos británicos votaron a favor de dejar la UE porque estaban convencidos –con razón o sin ella– de que “los burócratas de Bruselas” no les escuchaban. Al menos en este caso, sacar la calculadora no sirvió de mucho.
Sobreactuación mediática
Es importante reconocer las limitaciones de los datos, sobre todo ahora que va tomando cuerpo el debate sobre la posverdad. A raíz de la victoria de Trump, se ha empezado a decir que parte de su éxito se ha debido a la narrativa que crearon las noticias falsas que circulaban en Facebook. Si Trump ganó, sugieren algunos medios, es porque sus seguidores fueron manipulados. Pero esto es despreciar en bloque a los mismos votantes que protestan contra la falta de respeto por parte de las élites.
La sobreactuación tampoco ayuda a esclarecer las cosas. Ocurre, por ejemplo, cuando se compara a Trump con Hitler. Como escribe Brendan O’Neill, “la barbarie del Holocausto se rebaja seriamente cuando la ponemos al mismo nivel que a un político que simplemente dice cosas intolerantes”. Las comparaciones de este tipo, añade, prostituyen la Historia y nos incapacitan para comprender el presente.
También hay sobreactuación cuando se tacha de “austericidas” a quienes expresan su preocupación por la sostenibilidad del sistema del bienestar; de “racistas” a quienes piden medidas frente a la inmigración ilegal; de “ultraconservadores” a quienes se oponen al aborto; de “homófobos” a quienes creen que el matrimonio solo puede ser entre un hombre y una mujer… A fuerza de exagerar, banalizamos el lenguaje y nos quedamos sin vocabulario para encarar a los verdaderos ultras.
Viaje al corazón del fenómeno Trump
Un camino distinto es el que ha seguido la socióloga estadounidense Arlie Hochschild en un nuevo libro, Strangers in Their Own Land. Hochschild ha sido profesora durante 30 años en la Universidad de California en Berkeley, bastión de las élites progresistas de la Coste Oeste. Hace cinco años se decidió a pinchar la “burbuja política” en que vivía, explica en una entrevista publicada en Spiked. Dejó un entorno en el que todos compartían su visión del mundo y se fue a vivir a Luisiana, un estado del Sur, de mayoría republicana, y el más pobre del país por aquellos años.
En ese viaje “al corazón de la derecha estadounidense”, la socióloga de Berkeley entrevistó en profundidad a 60 personas, la mayoría militantes del Tea Party y ahora votantes de Trump. Al igual que Lakoff habla de unos marcos inconscientes, Hochschild cree que “la izquierda, la derecha y el centro” interpretan el mundo a través de una “historia profunda”; es decir, de una percepción de cómo son las cosas. Basta evocarla para que se activen un conjunto de emociones ligadas a esa percepción.
¿Y qué dice la historia profunda de los votantes de Trump? Algo parecido a esto: “Estás haciendo cola –como en una peregrinación– en la cima de una montaña, que es el sueño americano. Llevas mucho tiempo esperando tu turno. Tus pies están agotados. Tienes la sensación de que te mereces llegar. Has hecho lo que debías: has cumplido las normas y has trabajado bien. Pero la cola no avanza. Y ves que algunos empiezan a colarse…”. Ahí están, dice Hochschild, todas las minorías y grupos sociales beneficiados durante las últimas décadas por las medidas de discriminación positiva.
Hochschild no comparte esta visión del mundo, pero no deshumaniza a quienes piensan así. Porque sabe que el desprecio es la mecha que ha prendido fuego a esa historia profunda. Ridiculizarles o imponerles reglas sobre lo que deben sentir o dejar de sentir es lo que les ha llevado a rebelarse. Entre tanto, Trump les promete “llevarlos hasta la cumbre con los ganadores”. Y Fox News “les reafirma en lo que sienten y legitima esos sentimientos”.
En un comentario al libro, la también socióloga Jennie Bristow elogia a la honradez intelectual de Hochschild. A base de dedicarles tiempo, de hablar con ellos, de escucharles, ha conseguido lo que se había propuesto: “escalar el muro de la empatía” –en palabras de la profesora de Berkeley– y ayudar a comprender el mundo.
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