Kampala. En África nos quejamos no poco de los Estados Unidos y de su papel de gendarme mundial que trata de extender su tipo de democracia, pero si tuviéramos que elegir entre los Estados Unidos y China para desempeñar la misión de fuerza pública del planeta, elegiríamos mil veces al Tío Sam.
La percepción que tienen en África de los chinos es la de gente que viene a hacer su trabajo, que mientras está allí permanece junta y que luego regresa a su tierra
La “invasión” china de África no es ningún secreto. En los últimos veinte años se han hecho presentes a lo grande construyendo carreteras y puentes, estadios deportivos y otras infraestructuras básicas. Ahora, los africanos están devolviéndoles el favor. Mientras que hasta hace dos años los empresarios africanos realizaban sus compras en Dubái y Bangkok, ahora Dubái es la escala para hacer transbordo a aviones rumbo a Cantón, donde ha llegado a establecerse una comunidad nigeriana.
Pero, ¿llegará China, a pesar de todo, a sustituir a los Estados Unidos en el corazón de la gente, incluso si supera a Norteamérica y se convierte en la primera economía del mundo? Es muy poco probable.
La comunidad nigeriana de Cantón constituye más la excepción que la regla. Porque los Estados Unidos no sólo tienen ventaja en lo relativo a nuestra lealtad, sino que cuentan con un pasado y un presente culturales con los que los africanos se identifican.
En cualquier calle de África podemos ver a jóvenes y a menos jóvenes luciendo camisetas de universidades norteamericanas: desde Harvard hasta el más remoto instituto de enseñanza superior; oiremos música africana y afroamericana en la radio y la veremos en televisión; pero no encontraremos camisetas con caracteres chinos, por más que las de Harvard sean confeccionadas por obreros infrarremunerados en algún taller chino.
Tampoco encontramos las películas chinas, aunque esporádicamente nos lleguen copias pirateadas de Kung Fu y algún que otro drama, y aunque aparezcan tímidamente en medio de tanta producción norteamericana y nigeriana. Nadie come con palillos, ni es probable que jamás lo haga, aunque en ocasiones especiales las personas más acomodadas saquen su mejor porcelana china. Y, naturalmente, son pocas las personas dispuestas a hacer el enorme sacrificio de aprender a hablar chino, pese a que algunas universidades hayan empezado a impartir dicho idioma para quienes viajan por motivos profesionales.
Sin embargo, el factor decisivo no se limita a la lengua. Y aunque los africanos que hacen negocios en el sureste de China encuentren amigables a sus habitantes, en especial a las generaciones más jóvenes –¡allí, a los niños les gusta tocar la piel negra!–, e interesados en el mundo exterior, es dudoso que los africanos emigren allí en número considerable. En cambio, en los Estados Unidos son incontables los inmigrantes africanos, al igual que en las ciudades de las antiguas metrópolis: el Reino Unido, Francia y Bélgica.
Un grupo cerrado
La percepción que aquí tenemos de los chinos es la de gente que viene a hacer su trabajo o a explotar nuestros recursos; que mientras está aquí permanece junta y que luego regresa a su tierra. No se abren a los naturales del país; cuando se les pregunta, a través de un intérprete, sobre la religión o los derechos humanos en China, por ejemplo, se sienten provocados o no comprenden. Tampoco, aparte de la formación que imparten en técnicas agrícolas o piscícolas, ayudan a la población nativa a hacerse cargo de ninguna actividad, que es la clase de ayuda que África necesita realmente. Los norteamericanos sí que se franquean con la población además de ayudarle a formarse; lo mismo hacen los europeos, especialmente los jóvenes, movidos por sus ideales de cooperación, para participar en la creación de un África mejor.
Pero no sólo es China el lugar a donde es improbable que los africanos emigren en gran número; las economías emergentes del mundo, como Brasil, India y Rusia, no ejercen la misma magia que los EE.UU. o el Reino Unido –y, repito, a pesar de todo–. Los africanos admiran a Brasil por el fútbol –y ahí reside el problema porque, para la mayoría, Brasil es fútbol y carnaval y no hay que tomarlo muy en serio–. En el caso de la India, muchos africanos se han desplazado allí para cursar estudios, pero todos regresan; ninguno se establece en el país pues encuentran difícil integrarse. Algunos viajaron a Rusia, también para recibir educación universitaria, pero no se quedaron debido al clima y a esporádicos ataques racistas.
Éstas, no obstante, son razones de menor importancia. Estos países carecen del atractivo de los Estados Unidos: la cómoda sociedad en la que todo cabe y en la que a uno le dejan en paz siempre que pague sus impuestos, cumpla el código de la circulación y no robe ni haga daño físico a nadie. Y la elegancia de Londres, donde se habla el mejor inglés, donde uno hace su propia vida y donde, en general, las personas son educadas y tolerantes; o de París, con idénticas cualidades salvo la lengua francesa, muy atractivo para el inmigrante originario del África francófona.
En otras palabras, todo ello puede reducirse a dignidad humana y respeto mutuo. Las potencias occidentales introdujeron la idea, aun cuando a menudo no la practicasen. Los países de Oriente han traído otras cosas: el comercio con la India a través del Océano Índico lleva siglos desarrollándose, y los chinos probablemente realizaron su primer viaje a la costa oriental de África hace unos 500 años (existen dibujos que muestran una jirafa en la corte imperial que se remontan a esa época). Pero el comercio y los negocios no representan todo lo que el hombre necesita.