Este domingo, 19 de octubre, Bolivia ha elegido a su próximo presidente: Rodrigo Paz. Aunque los resultados del cómputo oficial aún no se han anunciado, el conteo rápido le da una holgada victoria –casi diez puntos de ventaja– al candidato del Partido Demócrata Cristiano, que se impone frente al expresidente Jorge “Tuto” Quiroga.
Rodrigo Paz, nacido en Santiago de Compostela durante el exilio de su padre, el expresidente Jaime Paz Zamora, representa una centroderecha en construcción que busca conciliar la herencia popular del ciclo anterior con una agenda de libre mercado capaz de enfrentar la crisis que vive el país.
Aunque aún hay incertidumbre sobre el rumbo que tomará Bolivia bajo el nuevo gobierno, la noche electoral dejó una imagen clara: algo cambió. Primero, la secuencia de llamadas y mensajes que recibió –y los que no– revelan una nueva alineación geopolítica. Los primeros en felicitarlo fueron varios presidentes sudamericanos, marcando una reconexión regional tras años de aislamiento. Antes incluso de dirigirse al país, Paz conversó con Christopher Landau, subsecretario del Departamento de Estado de Estados Unidos, quien le transmitió los saludos de Donald Trump y de Marco Rubio. Ambos habían señalado días antes su disposición a trabajar con cualquiera de los dos candidatos. Poco después, la vicepresidenta argentina anunció que Bolivia había comunicado su alejamiento definitivo de Irán. Tan elocuentes como esos gestos fueron los silencios: ni La Habana, ni Caracas, ni Brasilia enviaron mensajes de felicitación.
Bolivia no solo cambia de cara al mundo, sino también para sí misma. Estas elecciones marcan, de facto, el fin de la era del MAS y de Evo Morales. Después de veinte años de hegemonía, el MAS quedó relegado: ninguno de sus candidatos llegó a la papeleta del domingo. Han pasado a segundo plano.
El MAS: ¿muerte por éxito?
Algunos sostienen que la caída del MAS es un caso de “muerte por éxito”: el crecimiento y desarrollo logrados durante los gobiernos de Evo Morales habrían modificado la demografía y las expectativas de los votantes. Quienes antes estaban movilizados por una causa indígena y socialista son hoy, mejor acomodados, parte de una clase media que ya no se siente interpelada por los discursos que antaño los movilizaban.
El MAS no solo dejó de interpelar: provocó rechazo, en parte por la corrupción que ha caracterizado tanto la gestión de Evo Morales como la de Luis Arce
Sin embargo, aunque Bolivia haya cambiado desde que Evo Morales llegó al Palacio de Gobierno, resulta poco plausible que su derrota se explique solo por un exceso de éxito. El MAS no solo dejó de interpelar: provocó rechazo. Parte de ese rechazo se debe a la corrupción que ha caracterizado tanto la gestión de Evo Morales como la de Luis Arce. En las últimas semanas surgieron nuevos casos de corrupción –aún por probar–, algunos que implican a familiares del todavía presidente Arce. Estos se suman a la larga lista de escándalos que el MAS ha acumulado.
Además de la corrupción, el desencanto proviene de las promesas incumplidas de los gobiernos del MAS. Decían ser el gobierno de los indígenas, pero han olvidado a los indígenas del oriente boliviano que más de una vez se han visto atropellados por el Estado de Evo Morales y sus hábitos extractivistas. Decían ser el gobierno del pueblo, de las grandes mayorías, pero durante veinte años apostaron por una estructura clientelista y prebendaria que benefició a algunos y dejó de lado a los más vulnerables. Las calles de Bolivia siguen llenas de pobres, incluidos niños, que migran a las ciudades importantes para pedir algo de comer.
El personalismo de Evo Morales
Evo Morales no ha dejado de interpelar, pero ya no lo hace como antes. Ya no es “el buen salvaje” que gran parte del mundo –y los bolivianos– glorificó en sus primeros años. Sus tendencias autoritarias –como el desconocimiento del referéndum de 2016 que lo inhabilitaba para buscar la reelección– y su resistencia a permitir nuevos liderazgos dentro del partido explican en parte el desgaste. En su intento por ser el centro del MAS, ha seguido el destino astrofísico de los cuerpos con demasiada masa: colapsan en un agujero negro del que nada escapa. En el caso de Morales, ese agujero negro es su personalismo y el culto a su figura. Una semana antes de las elecciones inauguró –a pesar de no ser representante del Estado– una estatua en su honor en el Trópico de Cochabamba. El domingo, además, reclamó para sí la victoria de Paz: “Ganaron con el voto evista”. La existencia del término “evista” describe bien la omnipresencia de su figura.
Evo, sin embargo, conserva fuerza política. Paz tendrá que decidir qué hacer con él. Morales, por su parte, no tiene demasiado tiempo para hacerse preguntas: su siguiente problema es legal. Deberá regularizar su situación ante la justicia boliviana por casos que incluyen acusaciones de estupro, trata de personas y otros delitos que figuran en expedientes judiciales. En caso de que la justicia boliviana no le asuste, puede entonces estar asustado por los casos relacionados con el narcotráfico que empiezan a circular en tribunales estadounidenses y llevan su nombre.
Retos urgentes
Además de la encrucijada que plantean Morales y su legado, Rodrigo Paz afrontará dos grandes retos urgentes. El primero es resolver la crisis económica. El país que Luis Arce le entregará el 8 de noviembre está en situación crítica: recesión confirmada, inflación elevada y un tipo de cambio en caída casi libre. Hay riesgo de estanflación, que el nuevo presidente tendrá que combatir sin recursos: las reservas bolivianas están casi vacías, en sentido literal, pues según informes recientes, el gobierno ha recurrido a vender incluso el oro físico que quedaba en las arcas.
Rodrigo Paz tendrá que gobernar sin mayoría parlamentaria y con unos aliados heterogéneos cuya lealtad no está garantizada
El segundo reto es interno: gobernabilidad. Para afrontar la crisis tendrá que ser capaz de gobernar y eso tampoco parece estar asegurado. Al intentar ser un candidato popular, ha tenido que acoger dentro de su paraguas una masa heterogénea cuya lealtad no está garantizada. Es probable que, tras la celebración de la noche del domingo, la mañana del lunes haya sido de cálculos y negociaciones. Pronto habrá que cortar el pastel y todos intentarán quedarse con la mayor parte. Además, tendrá que garantizar pactos con las otras bancadas que componen la Asamblea legislativa, pues no le alcanza para gobernar solo. Y, por si fuera poco, deberá resolver el problema de su vicepresidente, Edman Lara, que durante la campaña se mostró errático y demagógico, protagonizó numerosas controversias y dejó entrever autonomía respecto del presidente. La comunicación entre ambos no parece buena: la noche del domingo Lara prefirió celebrar en Santa Cruz y no acompañar a Paz en la sede de gobierno para esperar resultados.
Más allá de esos dos retos urgentes, Paz deberá hacerse tiempo para lo importante. El país sufre una crisis política e institucional que clama por ayuda. Desde los tribunales hasta los ministerios deben ser reformados. Para ello se necesita experiencia técnica –algo que ambos candidatos ofrecieron en campaña–, pero también hace falta una visión de país; y ese es un bien más escaso. Rodrigo Paz cerró la noche del domingo, como cerró la mayoría de sus actos de campaña, señalado el núcleo de su política: “Bolivia, Bolivia, Bolivia…”. Está claro que es patriota y que quiere construir una nueva Bolivia; falta, sin embargo, que demuestre que ha pensado con suficiente claridad la Bolivia que pretende construir. Si no lo ha hecho, no es tarde para pedir ayuda.
La cantidad y magnitud de los retos, sin embargo, no debe distraer a los bolivianos de lo importante: Bolivia ha ganado. Esta victoria democrática, obtenida en las urnas, es motivo de esperanza y alegría: una nueva oportunidad para empezar un nuevo proyecto de país. Puede que, gracias a la dura –y no siempre limpia– campaña electoral de los últimos meses, esto se haya oscurecido y polarizado, y que muchos bolivianos se hayan ido a dormir el domingo sin darse cuenta de lo esencial, sin advertir que lo ocurrido era, hace apenas diez años, impensable. Ambos candidatos, el que en noviembre será presidente y el que no, deberán responder por esto: el país ha pagado el precio de su ambición y polarización. Sin embargo, eso no quita que Bolivia haya cambiado su rumbo y parezca encaminada hacia algo mejor. En estas elecciones, Bolivia ha mostrado que ya no quiere MAS, por lo menos para los siguientes cinco años. La victoria no se reduce a que Bolivia haya girado hacia la derecha y se haya alejado de la izquierda. La victoria, más bien, consiste en que Bolivia se aleja de una forma de hacer política instrumental, dañina e irracional, hacia la oportunidad de hacer las cosas de manera diferente. Bolivia ha cambiado; queda por saber si ha cambiado para bien.