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México: La voz de la calle y la de las urnas

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Claroscuros de una joven democracia
Mientras México vivió bajo el fantasma del priísmo, prolongados esfuerzos se sumaron para conquistar la democracia. El año 2000 abrió ya la mayoría de edad de la democracia mexicana. La transparencia y la transición de esos comicios supieron honrar a las instituciones democráticas nacionales, ante todo al Instituto Federal Electoral (IFE). Hoy esa democracia sufre una dura prueba.

El domingo 2 de julio los ciudadanos mexicanos se aglomeraron alrededor de las urnas para votar al nuevo Presidente de la República. La participación fue generosa: 58,9%. Por primera vez los mexicanos residentes en el extranjero fueron considerados. Nunca antes se celebró una elección tan supervisada por los propios ciudadanos y observadores norteamericanos y europeos.

Tras las elecciones, el IFE se ha ocupado del cómputo de los votos, de un nuevo conteo en algunas casillas con resultados polémicos, de la custodia militar de las boletas y del escrutinio riguroso de las quejas levantadas por el candidato Andrés Manuel López Obrador (AMLO). El candidato ganador, Felipe Calderón, se ha mantenido discreto a la espera de que lo nombren «Presidente electo». Esto sucederá cuando el Tribunal Federal Electoral manifieste su última resolución.

Por su parte, AMLO niega la honestidad de estas elecciones. Fiel a dos rasgos de su personalidad política -movilización de masas y manía de sufrir asechanzas-, ha congregado un gentío sólo comparable quizá al que participa en fenómenos como la festividad de la Virgen de Guadalupe, las visitas papales, el terremoto de 1985 y los partidos de la selección nacional. En paralelo, señaló a una caterva de culpables: el IFE, Fox, el PAN, los representantes y observadores de su propio partido…

Acusaciones no demostradas

Desde las elecciones, el país se encuentra sumido en una serie de dificultades y otras perplejidades.

Las quejas contra un presunto fraude no se sustentan en pruebas suficientes. En un Estado de Derecho rige la inocencia del acusado hasta que se demuestre su culpabilidad. Pero la sensación de engañado parece ser la naturaleza habitual del mexicano hasta que se demuestre lo contrario. En el terreno electoral la experiencia del PRI despliega aún en la memoria ese rumor. La insistencia de AMLO en que ha habido fraude en los comicios es una estrategia ante la cual el mexicano medio es previsiblemente receptivo.

Las instituciones construidas con esfuerzo en los últimos lustros, como el IFE, han probado con resultados ser garantes de la democracia. Su transparencia ha sido elogiada, en primer lugar, por los propios ciudadanos, que reconocieron en la transición de 2000 la sinceridad de su voto. Mientras los ciudadanos y los observadores especializados, tanto internos como internacionales, no den motivos de alarma, debe seguirse confiando en la legitimidad de dichas instituciones y trabajando en su fortalecimiento, un bien deseable.

La difamación incesante de las últimas semanas puede debilitar sustancialmente la confianza del electorado mexicano en esos mecanismos certificados. Podría ocasionar un daño grave. El propio AMLO corre el peligro de que, disparándose el tiro por la culata, su palabra pierda credibilidad.

Ganar en las imágenes

La insistencia en el fraude puede agravar la división ya existente por motivos socioeconómicas. La izquierda ha insistido en la expropiación de las riquezas a manos de los ricos. Y aunque todos reconocen que las diferencias entre los mexicanos más pobres y los más ricos son escandalosas (de las peores en el mundo), uno de los efectos menos benéficos ha sido diseminar el rencor. Si hasta ahora esa animadversión se debía a estrictos motivos socioeconómicos, con las complicaciones raciales bien conocidas, hoy parece que la grieta podría abrirse aún más por motivos de corte político aún no comprobados.

¿Es esto materia de división o signo de apertura y pluralidad?, cabe preguntarse. Si una de las premisas de la pluralidad es la tolerancia, en la medida en que ésta guíe la clarificación de la disputa podrá hablarse de apertura. Por desgracia, el talante de AMLO, el tono de sus quejas y la actitud de algunos de sus seguidores parecen encontrarse en otro litoral.

Cuando la veracidad de la elección está en disputa, la legislación ofrece procedimientos capaces de dirimir el claroscuro. A la atmósfera democrática convienen los reclamos serios y profesionales, justos. Sin embargo, AMLO no ha sabido (¿o querido?) hacer hincapié en el aparato de la ley, escurriéndose por la ya muy ridiculizada tesis del complot. Su arrebato es un pobre servicio a la educación democrática del electorado nacional. Pareciera que confía en la ley sólo si el bóreas le favorece.

El menosprecio de los recursos oficiales y la campaña callejera distorsionan enfáticamente la auténtica imagen de la democracia. Cuando AMLO moviliza a miles de ciudadanos planea una maniobra: consciente de que la información corre en México sobre todo por imágenes (en la televisión o periódicos retacados de fotografías), desea transmitir la sensación de que masas incontables votaron por él, a diferencia de los escasos seguidores que se aglomeran alrededor de Felipe Calderón para festejar el triunfo. Ello crea la ilusión de que la democracia está ante todo en las manifestaciones y protestas viales, como si la voz de las urnas fuera secundaria. Que AMLO sea capaz de movilizar muchedumbres enteras prueba el ambiente democrático en México. Pero sería ingenuo pretender que esas movilizaciones posean una importancia aún mayor que la reunión convocada el pasado 2 de julio.

AMLO ha ido demasiado lejos cuando aseguró con ambigüedades que las condiciones actuales de incertidumbre pueden amenazar la estabilidad política, social y económica del país. De la respuesta ciudadana al comportamiento de AMLO depende que esta crisis, o bien comprometa el avance democrático de México, o bien se convierta en el bacilo inducido para generar los anticuerpos que le serán útiles en un futuro.

Enrique G. de la Garza

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