Daniel Gascón: “Defendemos el pluralismo, pero somos crecientemente tribales”

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Daniel Gascón: “Defendemos el pluralismo, pero somos crecientemente tribales”
Foto: Santi G. Barros

Daniel Gascón: Zaragoza, 1981. Filología Inglesa y Filología Hispánica. Es editor de la versión española de la revista Letras Libres. Escritor. Autor de ensayos como El golpe posmoderno (2018), novelas como Un hipster en la España vacía (2020) –cuya versión cinematográfica se estrena el 27 de marzo– o La muerte del hipster (2021); y cuentos-relatos, como El padre de tus hijos.

Guionista. Columnista en El País y colaborador de La Tarde, de COPE. Multifacético en son de paz, pero dando la batalla contra las paradojas de los mundos dicotómicos. Detector de la falacia informal del falso dilema. La mansedumbre irónica como falla letal de los prejuicios sin sostén.

Sus viñetas tuiteras son la expresión más simbólica de una mirada al fondo, con retranca, pero sin caer en la tentación de la dictadura monocromática a la que empujan el relativismo y la posmodernidad. Y tú. Y yo. Y él. Ejemplo gráfico transcrito: Dice uno con cara de Antonio Machado: “Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Responde el otro: “¿Cómo que una? ¡Las dos!”.

Traductor de talentos como Saul Bellow, George Steiner, Mark Lilla, Sherman Alexie y V. S. Naipaul.

Hace sol en las inmediaciones de la Puerta de Alcalá. Recta final de un febrero-gris con ráfagas de luz propia. Por el parque del Retiro, pasea esta conversación:

Ejerces un modo de estar en el periodismo muy pegado a la actualidad, pero muy despegado de los bandos. Percibo una actitud honesta ante la realidad que llama la atención. Hablas claro, pero sin exposiciones taxativas. Cuando analizas el contexto político y social, dices que “toda sátira es profecía”. ¿La España de los extremos es pantomima oficial a full?

— Me inventé esa frase cuando escribí Fake news. Cómo acabar con la política española, porque he experimentado unas cuantas veces que cuando quieres parodiar la realidad, ella misma ya ha ido por delante… Vivimos en un contexto particularmente extremado, donde sobreabundan las declaraciones desconectadas de los hechos, y eso da mucho pie a la parodia. Mirar la actualidad con ojos humorísticos permite ver de otra forma, quizá más abstracta y, a la vez, más objetiva. A veces, la reducción al absurdo sirve para revelar los contrasentidos, pero con menos agresividad. El peligro para el periodismo es que esa mirada se convierta en un refugio demasiado cómodo. Lógicamente, la actualidad no es una broma y exige acciones, no sólo contemplaciones.

Cuando la parodia y la reducción al absurdo se convierten en la mejor manera de entender lo que nos está pasando, ¿qué conclusiones podemos sacar?

— El retrato de la realidad admite muchas miradas, muchas herramientas y muchas disciplinas. Seguramente, cada cual busca la manera y el ángulo que mejor se le da. Es cierto que vivimos inmersos en un ciclo informativo que ya no se interrumpe nunca, y de ahí brotan diariamente situaciones bastante esperpénticas. El enfoque, en mi caso, tiene que ver con mi formación literaria y mi manera de ser.

¿Cuáles son las claves de tu mirada?

— Uno nunca sabe cómo mira lo que mira…

“Desconfiar de la contaminación es un prejuicio positivo para la opinión. No me gusta el periodismo activista”

Quizá exista una cierta predeterminación para destacar determinadas cuestiones en tus intervenciones públicas.

— Siempre hay unos temas que interesan más, que dominas más, que has trabajado más y que te parecen más importantes. En mi caso, destacaría dos: la libertad de expresión y el imperio de la ley. Además, me gusta resaltar las desconexiones con la cultura, y eso es fruto de mi propia formación, que tiene que ver con la literatura y el cine. Desde las ciencias sociales se entiende mejor la actualidad y la sociedad de la que formamos parte. Podemos aprender de las ciencias sociales para resolver mejor nuestros problemas. Ese enfoque es interesante también para el ejercicio del periodismo.

En el mundo de los medios, ¿te ves como uno más, o como alguien a contracorriente?

— Estoy en muchos sitios, y digo lo que pienso en cada lugar, independientemente de las líneas editoriales de cada casa. Hay quien piensa que eso no puede ser… Me gusta mucho esa frase de Cristopher Hitchens, cuando aconseja: “No te refugies en la falsa seguridad del consenso”.

¿Cómo se sale de una corriente cuando se opina casi en directo y en una dinámica de bloques que parece que se consolida?

— Muchas veces prefiero escribir dos días después de la cuestión sobre la que se genera una corriente de opinión, porque la fuerza de ese tsunami puede dirigir las propias reflexiones ansiando el reconocimiento masivo. Busco no ir por ir hacia una opinión, sino tomar mis propias consideraciones sobre la opinión, con mejor conocimiento de causa. Tampoco quiero ir a la contra de las mayorías sólo por ir a la contra. Coincido con Hitchens en que lo importante no es lo que piensas, sino cómo piensas.

¿El periodismo sería más constructivo en esta sociedad vertiginosa si opinara con dos días de retraso?

— Los periodistas de opinión hablamos mucho de nosotros mismos, pero somos una minoría dentro de la profesión. La esencia de los periódicos es dar noticias buenas, baratas y rápidas, y eso exige contarlas sobre la marcha. Los ritmos sociales hacen que la opinión a veces tenga que contarse casi en directo, cuando es posible que se prescinda de todos los elementos necesarios para armar la columna. Conocer el tiempo del oficio, pero jugarlo con armas honestas puede ser una clave importante del ejercicio de esta profesión. Lo ideal es especializarse en ámbitos de los que podamos hablar con equilibrio y sensatez. Yo, ante las cuestiones más polémicas, trato de darme un tiempo de escucha y de reflexión.

¿Ese tiempo de escucha y reflexión ha hecho que cambies opiniones?

— Algunas veces, sí. En general, el pause logra que afines y matices, o que encuentres otros ángulos para expresarte.

¿El periodismo que toma distancias es excepcional? ¿Es buena recomendación también para quienes no opinan, pero hacen información?

— No soy nadie para dar consejos, pero sí tengo claro que no me gusta el periodismo activista. Mantener una cierta distancia permite una claridad que es indispensable para ejercer bien este oficio. Pero, al final, todos nos apasionamos con según qué temas. Desconfiar de la contaminación es un prejuicio positivo, creo. Tomar una cierta distancia irónica –incluso de uno mismo y de los logros personales– no significa que las cosas no sean importantes. A veces, tomamos partido por simpatía. Otras, por obligaciones que desencadenan las debilidades económicas de los medios. Sucede a todos los niveles del periodismo mundial.

“Todos somos muy Savonarolas para los otros y muy Maquiavelos para nosotros mismos. La intemperie argumental robustece los bloques”

Hablas mucho de moralismo y de pluralismo.

— Todos somos muy Savonarolas para los otros y muy Maquiavelos para nosotros mismos. La opción de atribuirle al adversario malas intenciones y juicios de crisis moral es bastante estándar, cuando, a veces, lo único objetivo es sólo que profesan una mirada diferente o protagonizan una visión distinta. Es curioso: defendemos el pluralismo, pero sólo entre quienes piensan más o menos como nosotros. ¡Esa no es la idea del pluralismo!

Nos quejamos con frecuencia de que se abren debates ya superados, y si se reabren, es porque no están cerrados. Apelamos al consenso como terapia impuesta a favor del inmovilismo. Si rompes ese consenso aparente, te piden que te calles, siempre con circunloquios políticamente correctos. La palabra pluralismo significa originariamente casi lo contrario de lo que da a entender hoy.

Se insiste mucho en la pelea entre la política y la moral, pero después nos pasamos el día moralizando con críticas y enjuiciando comportamientos e ideas con mucha soltura. En ese imperio de la moralización hay algo muy inmoral, sobre todo ante una política en la que se cambia de opinión tan rápido. Hoy, los partidos consienten con propuestas que hace un tiempo, cada vez menos, eran el mal absoluto. Y, en ese viraje, ¿dónde está el mal o quiénes son los buenos? Vivimos en una sociedad donde el discurso desquiciante se impone a empujones y eso mismo no es digno de tomarse en serio, salvo para quien funcione a régimen de adhesiones tribales.

El sectarismo y el pluralismo conviven, paradójicamente, en paralelo.

— En Los años peligrosos, Ramón González Férriz ha escrito de eso. Dice que pensaba que se iba a atenuar la dinámica polarizadora con el tiempo, pero que constata que vamos a más. Somos crecientemente tribales. ¿Y por qué tiene éxito esa visión polarizadora? Hay muchos componentes de identidad que se han debilitado, entre ellos, los posicionamientos ideológicos, y de alguna manera paralela nos tendremos que distinguir… La intemperie argumental robustece los bloques y la distancia con “los otros”. Esa realidad imperante es un poco asfixiante y empobrecedora. De todas formas, es probable que todo esto sean cosas que veamos nosotros, que somos periodistas, porque estamos muy pendientes de esas cuestiones, pero que a la gente de la calle no le importen tanto… Puede ser que la mayoría social no viva tan neuróticamente la política y la discusión en torno a la política.

¿Tienes la impresión de que, en el discurso público, hemos pasado muy pronto de vender “construir puentes” a que esté bien visto pisar y vencer?

— Los muros encierran, y eso siempre está mal visto, aunque sus arquitectos ganen dos votos o varios retuits.

“Los muros encierran, y eso siempre está mal visto, aunque sus arquitectos ganen dos votos o varios retuits”

Después de esta era de la exageración política, mediática y social, ¿vendrá un tiempo de ateísmo radical contra la política, los medios y los representantes sociales?

— Honestamente, no sé lo que vendrá… Mi temor es que el ruido genere miradas cínicas, como ya estamos viendo. Se observa, por ejemplo, en la idea que se impone de que las instituciones políticas o sociales son del que llega al poder… Muchas veces, la exageración es una cuestión de economía de la atención en un mundo en el que suceden muchas cosas a la vez y queremos que se nos escuche. El ecosistema de la comunicación tiene que cambiar mucho para que, de repente, nos gusten más las conversaciones calmadas que los debates coléricos.

Ese “ecosistema de la comunicación” vive entre el creciente apego a los bandos y sus dogmas de interés, y el creciente desapego por parte de la sociedad, que cada vez considera más prescindibles a los medios.

— El descrédito de los medios tiene que ver con muchos errores propios, pero es peligroso no entender su importancia en cualquier democracia, porque siguen siendo un instrumento de fiscalización del poder. Es irresponsable pensar que los medios y los políticos nunca dicen la verdad o que todos son una mierda. Ni todos los periodistas mienten, ni todos los políticos son iguales.

Foto: Santi G. Barros

¿Todo lo que tiene que ver con la opinión pública es marketing?

—En el caso de los medios de comunicación, hay de todo. Conviven la valentía, la ética, la vocación de servicio, y también la defensa cerril de los proyectos ideológicos y la conversión de las redacciones en lugares de recolocación de “mi” gente. Hay de todo. Es justo admitir que, en nuestra sociedad, el marketing es, también, una manera importante de estar presente.

Más allá de los libros de estilo de los medios, o de los libros blancos de las buenas intenciones, ¿en qué momento está la ética en la vida pública española?

— Como diría Savater, “la ética es lo que les falta a los otros”… Siempre hay ejemplos no éticos, pero sí veo muestras de progreso social en ese ámbito, como se observa en el cambio de tendencia evidente de rechazo a la violencia por posicionamientos políticos, aunque se tenga que recordar lo que hemos vivido y aunque haya gente que esté empeñada en olvidarlo. Problemas como la soledad o la desigualdad cada vez nos interpelan más a todos como sociedad, y esos son avances positivos.

La cultura española, entendida como sector con posibilidades de influencia en la conversación pública, ¿suma?

— En la cultura española se expresan muchas voces, y se hacen muchas cosas, aunque sea evidente una cierta fragmentación, tan propia de nuestra época. En el ámbito de la literatura, es muy difícil que existan autores que repliquen la excelencia literaria, el proyecto sólido y particular, y el éxito sostenido entre el público como Javier Marías, por ejemplo.

El contexto social ha hecho que el papel de un novelista actual sea menos influyente, sin que eso tenga relación con la calidad de los libros. Sucede algo similar con las películas: pocas son grandes éxitos, y casi todas llegan a menos público, aunque siga habiendo películas muy bien hechas. Además, todo lo cultural ahora envejece antes, también porque la prensa cultural va muy de la mano de la industria y de las modas, y quizá avance con paso desnortado y apresurado. La abundancia de la oferta cultural es buena, pero, como nos sucede con todo, en un océano extenso es más fácil que se pierda la calidad…

“En un contexto donde la transgresión es la norma, ya hay pocas propuestas desafiantes”

En nuestro ámbito cultural destacan referentes como Irene Vallejo o Juan Mayorga, ambos con un tono reflexivo, conciliador y constructivo evidente y cuyo modo de decir las cosas influye en la opinión pública elevando el dintel de la conversación.

— Admiro las columnas de Irene Vallejo y los textos de Juan Mayorga, pero también creo que existe un espacio para miradas distintas que son más críticas o más burlonas, y también están bien. La polifonía es sana. Me gusta mucho lo que escribe Víctor J. Vázquez, que es como un profesor particular de Derecho Constitucional en la palestra de una columna, o lo que hacen José Luis Pardo, Rafa Latorre, e incluso Arcadi Espada, que no es muy conciliador, pero escribe artículos con los que aprendes. En la variedad está el gusto. A veces, una columna de navajeo es obligatoria.

— En una sociedad relativista, ¿cómo se digiere ese pluralismo con acierto? Porque podemos estar ante un concierto polifónico, pero para personas que no escuchan en ese registro.

— No soy pesimista. Creo que la democratización de la información y la posibilidad de atender voces diferentes son logros positivos. Cuando hablamos de opinión pública, siempre hay que tener en cuenta la existencia del ruido. Hay medios que intentan hacerlo muy bien y que son una garantía de calidad informativa. También creo que cuando los medios son menos veraces, padecen las consecuencias en las carnes de su prestigio y en el alcance de sus audiencias. La sociedad fiscaliza y penaliza también a los medios de comunicación. Pero destaco que muchos periodistas y muchos medios aportan bastante a la calidad de la conversación pública. La polifonía es buena. Ahora se trata de no ser sordos para la pluralidad, y aprender a escuchar mejor.

— El humor puede ser un buen vehículo para intervenir en la opinión pública en este contexto de polarización. ¿Cómo lo usas tú?

— El sentido del humor es un registro muy potente y muy inmediato. Entre otras cosas, nos permite mirar la realidad desde dos sitios a la vez ayudándonos a entendernos con más claridad. Dentro del humor, hay opciones más amables o más brutas. A mí me gusta mucho el tono de las viñetas de The New Yorker, pero no sé dibujar como ellos y me sale algo más expresionista. A veces me sorprende que una viñeta hecha para criticar a unos, a los seis meses puede servir para criticar a los de enfrente. Conseguir quitar un poco de gravedad a los asuntos importantes puede servir para conciliar. Un día sin risa es un día perdido. En eso creo bastante. Además, el humor siempre llega a más gente.

Haces un humor sin trincheras.

— Intento que los protagonistas de las viñetas puedan ser de cualquier bando. De todas formas, el humor es más interesante como vía de comunicación social cuando se hace contra el poder.

¿La cultura es más democrática que la opinión pública?

— En La libertad del artista, Víctor J. Vázquez habla mucho de eso. En un contexto donde la transgresión es la norma, ya hay pocas propuestas desafiantes. Es lo que hace Juan Carlos Ortega en Las noches de Ortega, de la Cadena Ser, cuando satiriza tanto unanimismo en sectores culturales. De todas formas, si te apartas de las galas y hablas con las personas que dan vida al mundo cultural, se observa mucha variedad y mucha libertad.

“Tener hijos es un acto de optimismo. Si pensáramos que el mundo se va a acabar y que es un sitio infernal, no seríamos padres”

¿Qué lecturas contemporáneas pueden servirnos para salirnos voluntariamente de los bloques con conocimiento de causa?

— Ojo, porque después se puede acabar formando parte del rebaño de las mentes independientes… A mí me ha gustado mucho La banalidad del bien, de Jorge Freire. Me interesa todo lo que escribe el filósofo y ensayista José Luis Pardo, y los libros de Ivan Krastev en Debate. Y hay mucha gente en las periferias jugando, satirizando y enredando positivamente.

Eres más optimista que los catastrofistas.

— Sí. A lo mejor es sólo por llevarles la contraria… O a lo mejor es sólo este día tan luminoso que hace…

Como padre, ¿eres más optimista todavía?

— Tener hijos es un acto de optimismo. Si pensáramos que el mundo se va a acabar y que es un sitio infernal, no seríamos padres.

¿Te ha cambiado la paternidad?

— Pocas cosas suscitan tantos cambios en una vida como la paternidad. De repente te conviertes en un ser responsable de otros. Sobre todo, cambia mucho la mirada sobre la realidad. Incluso la mirada sobre tus propios padres, porque reconoces que tuvieron una gran paciencia… La verdad es que me lo paso muy bien con mis hijos. Mi relación con ellos me está sirviendo para reconectar mucho con la infancia, con el juego, y con otros reencuentros.

Esta lucha tuya serena por la honestidad y el equilibrio, ¿tiene algo que ver con un sentido más latente de trascendencia?

— Tiene que ver con el deseo de hacer las cosas más o menos bien. Creo en la potencia social y personal del trabajo bien hecho.

Álvaro Sánchez León
@asanleo

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