Alauda Ruiz de Azúa acaba de presentar en el Festival de San Sebastián Los domingos, su última película, que suena con fuerza como posible Concha de Oro. La cinta ha puesto de acuerdo a toda la crítica, que es casi un milagro, pero ha conseguido otro mucho más complicado: que creyentes y no creyentes se encuentren en una misma película que refleja con respeto y credibilidad la experiencia religiosa.
En la vida real, creyentes y ateos hablamos. Y es verdad que por la polarización quizás un poco menos, pero ateos y creyentes siguen trabajando y saliendo juntos, se prestan la sal, son vecinos y algunos, incluso, se casan.
En el cine no pasa tanto… reconozco que yo, que soy creyente, cuando sale un sacerdote en la pantalla, me echo a temblar: en el mejor de los casos, será un pariente del padre Amaro o del pájaro espino y, con suerte, seducirá a una feligresa mayor de edad. En el peor, será un asesino en serie o un pederasta. Si es una monja, el repertorio irá desde las tontas, las amargadas, las arpías, o las ninfómanas. Si creen que exagero, dense un paseo por el cine de terror y comprueben cuántos de sus personajes visten un hábito.
En cuanto a los laicos, aunque quizás con más matices, o son unos fanáticos o unos meapilas. O las dos cosas a la vez.
En cualquier caso, gente con la que no apetece nada hablar.
Confieso que, cuando supe que Alauda Ruiz de Azúa estaba rodando una película sobre una chica que quería hacerse monja pensé que en menudo jardín se había metido. Pero también pensé que, de la directora de Querer, otro jardín, se podía esperar el milagro. Acerté.
La cineasta bilbaína ha contado un proceso de discernimiento religioso en la España del 2025 desde el asombro, la duda, la perplejidad… y el respeto. Que es, por otra parte, como se plantea casi todo el mundo este proceso. Cuenta Ruiz de Azúa que la película nació en su cabeza hace mucho tiempo, cuando conoció el caso de una chica que quería ingresar en un convento y la conmoción que esto creó en su familia. Una conmoción que afecta en la vida real, por supuesto, a las personas no creyentes que ven cómo una hija, un hermano o un amigo dejan todo por una especie de Alien, un amigo imaginario. Pero que también afecta a las personas creyentes que temen que esa hija, hermano o amiga se esté sugestionando, que alguien haya influido en ella e incluso que esté tirando por la borda una vida feliz al optar por otra llena de privaciones. Y es que una cosa es tener fe y otra tenerla tan fuerte como para creer que apostar por Dios, sin red, merece la pena. Lo complejo, además, es que quienes suelen tomar estas decisiones no son los señores o señoras octogenarios que acuden a diario a la iglesia, maduros, experimentados y no sugestionables, sino chavales o chavalas que bailan reguetón, estrenan la vida y se enamoran como se enamora la gente joven, apostando todo al mismo número.
La cineasta confiesa que, para documentarse, ha hablado con mucha gente que ha vivido este proceso, y se nota en la película. Es muy difícil, casi imposible, trasladar en imágenes el sentimiento religioso. Muy pocos cineastas lo han conseguido y Ruiz de Azúa lo hace. Sus personajes hablan del amor de Dios con convicción, y de temas espirituales con naturalidad, sin que rechine; y, lo que es más complicado, rezan sin resultar ridículos. Y todo esto lo logra gracias a un lenguaje cinematográfico de primer nivel, con una planificación milimetrada, con el cuidado de la. luz, con un tratamiento de la música exquisito… y después de horas y horas –años– dándole vueltas al guion en su cabeza.
Ruiz de Azúa también cuenta la otra postura, en cierto modo la suya, y es aquí donde muestra, de nuevo, su honestidad como creadora. Porque, si introduce la duda en los motivos últimos del proceso vocacional y de quienes lo apoyan, se cuestiona también la actitud de quien, en aras de la libertad, y desde una óptica de cierta superioridad moral, no tolera lo que no comprende. La paradoja de quien, convencido de estar en el lado bueno de la historia, defiende con la misma visceralidad que un adolescente cambie de sexo –porque lo desea– y que no entre en un convento, aunque lo desee. Y aquí, de nuevo, entendemos también sus argumentos, las dudas, incluso la rabia y la impotencia de enfrentarse a algo que no se puede tocar como es la fe.
A la salida del pase, en el Festival, se me acercó un buen amigo periodista, bastante escéptico en cuestiones religiosas. “Me interesa tu opinión”. Me había quitado la frase de la boca porque a mí me interesaba exactamente lo mismo. Queríamos hablar de la fe y de la vocación. Y hablamos. Como la mayoría de los que estábamos en el Kursaal. Preguntando y tratando de entendernos. Y agradeciendo, unos y otros, que ninguna de las monjas de Los domingos hubiese cometido, al final, un asesinato.
Definitivamente, Alauda había hecho el milagro.
Un comentario
Buenos días. Gracias por tu crítica. No he visto la película y no sé si la veré. Pero si la postura de la directora es «escéptica», me temo que al final prevalecerá la duda y a mi eso no me vale la pena. De todos modos esperaré a que otros la vean y me hablen de ella. Saludos