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Por una autoridad emancipadora

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El estilo autoritario de ejercer la paternidad está hoy universalmente rechazado. Al mismo tiempo, sin embargo, la sociedad echa en falta que los padres practiquen la autoridad. Algunas ciudades de Estados Unidos y Gran Bretaña, cansadas del gamberrismo juvenil, han impuesto toques de queda a los adolescentes. En Francia se ha planteado hacer que los padres paguen por los delitos de los hijos menores de edad, y hay un hervor de estudios y coloquios sobre la autoridad en la familia. Este es uno de los temas que ahora más ocupan a los orientadores familiares, porque parece que el ejercicio de la autoridad paterna ya no se aprende por tradición.

Desde siempre se ha teorizado sobre los conflictos que acarrea el ejercicio de la autoridad paterna, así como sobre la dificultad que encuentran los padres para plasmar en actitudes y hábitos concretos los valores que pretenden transmitir a sus hijos. Ahora bien, la situación en nuestros días, cuando ya no existe un modelo familiar admitido de un modo generalizado, resulta especialmente problemática. No sólo se discute el cómo y hasta dónde de la autoridad, sino también los fines básicos de la propia familia; no sólo hay perplejidad respecto a los medios para transmitir valores, sino que a menudo están en discusión precisamente esos mismos valores. El resultado está a la vista: las situaciones que antes se consideraban irregulares o excepcionales son ya habituales.

Este panorama no parece preocupar de un modo especial a los padres jóvenes. Solamente con el paso de los años, al llegar la adolescencia de los hijos, aparece cierto desconcierto, que lleva a algunos matrimonios a preguntarse si sus criterios educativos -su falta de criterios- habrán sido los correctos. Y si la situación se escapa por completo de sus manos (ruptura de la comunicación familiar, fracaso escolar, drogas, alcohol, sexo precoz e incontrolado), la excusa de tratar el mal como «signo de los tiempos» atempera lo que en el fondo resulta un tremendo sentimiento de fracaso.

Cuando el ambiente puede más

Porque si la familia tiene una finalidad, si la educación se refiere a unos objetivos, habrá éxito o fracaso. Cuando en una familia hay proyecto educativo, cuando los padres se esfuerzan en concretar y resaltar aquellos valores que consideran importantes para la vida de sus hijos, lo normal y habitual será que éstos conozcan esos valores y que, en mayor o menor medida, los hagan suyos. Pero cuando el único proyecto educativo relevante se refiere siempre al dinero y al placer, entonces sólo la suerte decide cómo los hijos orientarán sus vidas.

A veces ocurre que sí hay proyecto educativo, pero los padres se ven imposibilitados para transmitir los valores a sus hijos. Son padres que saben lo que quieren, y que intentan proponerlo a sus hijos, pero ven consternados cómo el ambiente, los medios de comunicación, los amigos, etc. pueden más. Y se encuentran con que carecen del prestigio, de la capacidad de motivar, de la ejemplaridad que sería necesaria para contrarrestar la marea que se lleva a sus hijos. No es una cuestión de fácil respuesta, pero hay algo en lo que coinciden muchos orientadores familiares: cuando no hay autoridad, el problema se complica extraordinariamente.

Padres sumisos

No hace mucho recogía la prensa francesa el debate que se está produciendo en ese país sobre la dejadez de los padres de jóvenes delincuentes, problema que al final afecta a toda la sociedad (1). «No se planta cara al problema», se repite como un leitmotiv en boca de numerosos padres y madres. Hace diez años era la falta de escolarización; hoy el problema es la falta de padres. Últimamente no pasa una semana, dice Le Monde, sin que se organice en Francia un coloquio sobre la autoridad paterna. Emerge toda una literatura sobre la transmisión de valores, la decadencia de la figura paterna, la necesidad de «nuevos padres». La situación no es exclusiva de una clase social: ricos o pobres, legiones de padres dimisionarios, desasistidos y desconcertados acuden a las consultas de diversos psis (psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas).

¿Quién no conoce algún caso de una madre joven, universitaria, trabajadora brillante, que confiesa, literalmente, que «no puede» con su pequeño de cuatro o seis años? Después de incontables cesiones y batallas perdidas, ya ni siquiera acude a las antiguas amenazas, que ambos saben que nunca se cumplieron. Incapaz de resistir los caprichos o de frenar las rabietas del hijo, la madre satisface cualquiera de sus exigencias; el diminuto dictador la manipula a su gusto, impone su ley y marca con sus inconstantes apetencias el ritmo de la casa, la hora y el contenido de las comidas, los paseos o los juegos. Sólo cuando el agotado angelito se duerme -donde, cuando y como quiere- llega el momento en que la madre toma la iniciativa.

Es un fenómeno cada día más generalizado, y que hace algún tiempo se hubiera resuelto con apenas tres consejos llenos de sentido común. Pero hoy ya no son posibles soluciones así: una generación de padres sumisos ignoran que con su falta de autoridad, con el corto deseo de que sus hijos lo pasen hoy lo mejor posible, les están permitiendo que destrocen una facultades que les posibilitarían una felicidad futura mucho mayor y duradera. Recoge Le Monde unas declaraciones de Geneviève R., institutriz que enseñaba en un barrio acomodado: «En el centro, los padres cedían en todo, y cuando yo les decía que había un problema, me respondían que tenía que resolverlo yo». Marie- Dominique Bazot, pediatra en un barrio elegante de París, hace el mismo diagnóstico: «Muchos padres se cruzan de brazos. Están de acuerdo en delegarlo todo, hay una especie de laxitud». Según ella, el esquema es clásico: madres que se culpabilizan por estar trabajando, cubren a sus retoños de regalos para compensar, y delegan. «Los padres no encuentran otro camino», concluye la pediatra.

Muchos especialistas centran la causa en el desvío de la función paterna. Desde el punto de vista afectivo, todo parece marchar bien entre padres e hijos, pero el proyecto educativo familiar no va más allá. Pierre-Louis Rémy, de la Delegación Interministerial de la Familia, en Francia, detecta en esto un fenómeno mucho más profundo: el individuo ya no se siente responsable de la creación y el mantenimiento de la cohesión social, y le adjudica esta función a la escuela, a la Justicia, al Estado. Y Alain Bruel, presidente del Tribunal de Menores de París, concluye en un informe elaborado por cuenta del Ministerio de Trabajo y Solidaridad: «La crisis paternofilial, cuyas dimensiones aumentan cada día, colocan a la presente generación en situación de disgregación». Y añade: «La única idea que se nos ocurre consiste en revitalizar la función familiar de transmisión de valores, única que garantiza a largo plazo la cohesión social» (2).

La fuerza del cariño

La autoridad es «la principal influencia externa de los padres respecto a la educación positiva de los hijos» (3), en acertada descripción de Fernando Corominas, pionero en las pedagogías innovadoras que están marcando el principio de una nueva cultura educativa. Sin autoridad, la tarea de los padres se complica extraordinariamente, y su misión educativa resulta prácticamente imposible.

Hoy es un lugar común la «crisis de autoridad», no sólo en el seno de la familia, sino en general en cualquier institución. Pero habría que precisar, antes que nada, de qué autoridad estamos tratando, o, más en concreto, en qué pretendemos basar la autoridad en la familia. Porque muchas veces es una autoridad cuyo único fundamento es el poder: el padre manda porque «puede» al hijo, físicamente al principio, más tarde limitando su autonomía por otros medios (dinero, horario, etc.).

Pero hay otra autoridad distinta, basada en los años de experiencia, en la «fuerza del cariño»: cuando los hijos obedecen no por temor, sino porque confían en sus padres; y cuando esa confianza se basa en la percepción de que sus padres son sinceros y justos, o, al menos se esfuerzan por serlo. Por eso se habla en ocasiones de problemas derivados, no de la «desobediencia» de los hijos, sino de la «arbitrariedad» de los padres. Cuando los padres no gritan, ni repiten inconsistentemente las órdenes; cuando no amenazan sin ton ni son, ni imponen castigos sin avisar; cuando las órdenes son pocas, pero siempre se hacen cumplir; cuando se motivan los mandatos, evitando las arbitrariedades impulsivas; cuando se alaba y se agradece a los hijos su obediencia, no hay crisis de autoridad.

¿Por qué, entonces, tantos padres ni se plantean el verdadero significado de su autoridad, o creen que es un arma contra la libertad de sus hijos? Eusebio Ferrer, periodista, autor de un excelente y simpático trabajo sobre la exigencia (4), lo resume admirablemente: «El prestigio de la autoridad requiere un cuidado constante». Y en cosas tan simples como cumplir lo que se dice, o no desentenderse de problemas que, aunque nos incomoden, desconciertan a los hijos. No es una cuestión de grandes principios, o sesudos análisis, sino más bien del día a día, en una tarea que sólo el cariño es capaz de respaldar.

Ya no se lleva, evidentemente, el puñetazo sobre la mesa, y el «esto se hace porque lo mando yo, y basta». El proceso mediante el cual los padres consiguen asentar su autoridad comienza en los primeros meses de existencia de los hijos, y consiste en una constante y decidida actuación para fijar en éstos el convencimiento de que sus padres conocen las normas, se esfuerzan por seguirlas, y todas ellas son coherentes con los fines que se persiguen.

Mandar poco y exigir obediencia

Por eso los especialistas recomiendan cosas tan simples, y tan eficaces, como ser extremadamente parcos en el ejercicio de la autoridad, con los menos mandatos posibles, pero exigiendo siempre su cumplimiento. La madre que de pasada, mientras hace otra cosa, dice a su hijo, que está en ese momento jugando con el camión en miniatura, «recoge el puzzle y déjalo guardado en su caja», acaba de dar una orden, y no puede seguir sin más con sus quehaceres sin preocuparse de que su hijo cumpla lo indicado. Si en esos momentos estaba ocupada con otras cuestiones, o estaba cansada para proponer más tareas, cosa muy admisible, y no se sentía con fuerzas para conseguir ser obedecida, debería haberse callado.

La autoridad es la mayor arma que tienen los padres para conseguir llevar a sus hijos a buen puerto, y no es algo banal, que se pueda utilizar sin ton ni son, o como excusa para lograr una tranquila sobremesa sin molestas actividades infantiles. Como arma importante debe tener, lógicamente, un uso prudente y meditado, nunca arbitrario ni disparatado.


Cómo ganar autoridad

Perder autoridad está al alcance de cualquiera, pero ganarla no es tan sencillo. Y el ejercicio del autoritarismo, de la autoridad en beneficio propio, es quizás el mayor y más habitual obstáculo con el que se enfrentan los padres en la vida diaria. Cuando se envía a los hijos a la cama antes de hora para poder ver un programa de televisión que avergonzaría compartir con ellos; cuando sin motivo suficiente se castiga a los hijos en otro cuarto para disfrutar con más tranquilidad la compañía de unos amigos; cuando se dan órdenes porque sí, sin razonar los motivos; cuando se descarga con los hijos la tensión del día, reprendiendo con dureza o con ironía conductas que en una situación normal ni se hubiesen comentado; cuando se exige a los hijos comportamientos o actitudes que los padres manifiestamente incumplen; en esos y en otros muchos casos similares se pierde autoridad, se ponen las bases para que más adelante la desobediencia de los hijos estalle como una bomba de efecto retardado.

En resumen, coherencia y sentido común. La verdadera finalidad de la autoridad es lograr que el niño haga suyos, llevándolos a la práctica, los valores que regirán su comportamiento maduro, y no simplemente conseguir «conductas correctas». Por eso, la necesidad de la autoridad viene dada por el propio desarrollo de los hijos. La exige la realidad social, para que conozcan las normas que rigen la sociedad, y también la requiere la propia maduración normal de la personalidad, para facilitar el control de sí mismo. Adicionalmente hay que tener en cuenta que, sin autoridad, los valores y normas de conducta moral serían inalcanzables. Y como esta autoridad se desarrolla en un clima de confianza, los padres la refuerzan evitando las actitudes contrarias: el sarcasmo, la intimidación, la ironía, el negativismo, el desprecio, etc.

Y como en casi todos los capítulos educativos, para el afianzamiento de la autoridad resulta decisiva la actitud de los padres en los primeros años de la vida del niño, pues éste necesita de la constancia y el orden para aprender bien los objetivos básicos de esta edad y poner los fundamentos de un correcto proceso de maduración posterior. Los «terribles» dos años y las desagradables rabietas y pataletas del tercero son el resultado de haber tratado blandamente a los hijos, sin objetivos precisos y, sobre todo, permanentes. Aquellos hijos que saben lo que sus padres esperan de ellos, tienen una mayor facilidad para estar tranquilos y serenos; agradecen que sus padres dejen claros los límites, actuando con cariño y con firmeza, y lo demuestran con su conducta.

En este sentido resulta muy ilustrativa la recomendación ofrecida por el FERT, una de las asociaciones educativas de padres con más experiencia, que se recoge en una de las notas técnicas que se distribuyen a los padres que participan en sus cursos de orientación: «Si el hijo se encuentra atendido y aceptado, los padres no deben tener problemas en fijar claros límites antes del primer cumpleaños del bebé. Durante los primeros meses de vida los padres deben volcarse en amor y atenciones y responder casi incondicionalmente a cualquier petición razonable. A partir de los ocho meses, y especialmente durante el período del ‘negativismo’, entre los quince y veinticuatro meses de edad, cuando las peticiones de muchos niños son simplemente pruebas para saber hasta dónde pueden llegar, los padres deben reaccionar dándoles a conocer en términos precisos que los demás también tienen derechos» (5). Y es muy importante este momento, porque si los padres salen derrotados ahora, después será mucho más difícil lograr un ejercicio mínimamente equilibrado de la autoridad.

Transmitir valores

Actuando de ese modo, y con un adecuado ejercicio de la autoridad, muchos padres han logrado transmitir a sus hijos los valores que ellos consideraban básicos y fundamentales. Otros no lo logran, pues aunque intuyen que el proceso educativo requiere esfuerzos y actuaciones concretas, la vida misma y los agobios del presente les impiden pensar en el futuro. También influye la actual configuración mayoritaria de la familia occidental, en la que la ruptura generacional es muy fuerte. El modelo de familia que había estado vigente durante muchas generaciones ya no es universal, y en muchas ocasiones tampoco los sistemas mediante los cuales los valores se trasmitían de una generación a otra.

Pero lo que continúa vigente en todos los casos es la necesidad que tienen los padres de marcarse objetivos educativos, y de buscar y poner los medios necesarios para lograrlos. Los hijos, posteriormente, en ejercicio de su legítima libertad, orientarán su vida por uno u otro camino, quizás en algunas ocasiones lejos de los ideales que los padres intentaron transmitirles. Pero ello nunca será excusa para que éstos hagan dejación de su mayor responsabilidad como tales, permitiendo que el ambiente social de cada momento o las distintas corrientes culturales sean influencias decisivas para sus hijos.

_________________________

(1) Cfr. Le Monde, 30-XI-98.
(2) Alain Bruel (coordinador), Un futur pour la paternité?, Syros, París (1998).
(3) Fernando Corominas, Educar en positivo, Palabra, Madrid (1998).
(4) Eusebio Ferrer, Exigir para educar, 8ª edición, Palabra, Madrid (1997).
(5) Associació FERT, Primeres Passes, FT810-5.

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