Simon Leys

Las noticias, reportajes o crónicas que publican habitualmente los medios de comunicación sobre China encajan, invariablemente, en dos categorías: las que aluden a su potencial económico y tecnológico, y las que denuncian el control ideológico y social ejercido por su gobierno sobre el pueblo. De una de las civilizaciones más antiguas del mundo, heredera de una cultura tres veces milenaria, solo se muestran su infatigable crecimiento económico y los desmanes de su sistema dictatorial, como si estas dos circunstancias hubiesen sepultado para siempre el acervo filosófico, literario, artístico y humano de una nación a la que sus habitantes conocían como el “Reino del Centro”, porque no imaginaban que existiera otra igual en el mundo. Simon Leys, agregado cultural de la embajada belga en Pekín a principios de los setenta, recibió el encargo de redactar un informe sobre el país, que amplió por su cuenta hasta convertirlo en Sombras chinescas, publicado originalmente en 1974. Antes había escrito El traje nuevo del presidente Mao (1971), sobre esa Revolución Cultural que convirtió a China en un descomunal campo de concentración, y que arrasó con todo aquello que se identificase como burgués o “antiguo”, fuesen edificios, restos arqueológicos, libros o seres humanos. Esa devastación no bastó para convencer a un gran número de intelectuales de Occidente de que el maoísmo era un “régimen socialfascista de carácter feudal”. Leys escribiría, en parte, contra la idealización del comunismo chino, a la que sucumbieron, entre otros, Sartre, Deleuze, Lacan, Barthes, Althusser e incluso, brevemente, André Glucksmann –luego antimarxista–, y que propagaron en las universidades numerosos historiadores y sociólogos especializados en el país asiático. “Observador, historiador y filósofo, Leys sigue siendo, en efecto, en todos sus escritos, sobre todo un hombre, y un escritor, en el que la clarividencia y el saber se mezclan maravillosamente con la indignación y la sátira”. Estas palabras de Jean-François Revel en el prólogo resumen bien el tono del libro. En sus ocho capítulos, el profesor belga analiza esa China falsificada para consumo de los visitantes extranjeros, a los que se oculta “el noventa por ciento de las ciudades y el noventa y nueve por ciento del campo”; la parálisis de la burocracia, sometida a unas directrices deliberadamente ambiguas para que ningún funcionario pueda aferrarse a una orden escrita, o el marasmo de las universidades, con un sistema de admisiones basado en cualquier criterio menos el académico. Obviamente, hay espacio también para hablar de la cultura, convertida en una sucesión de eslóganes en bucle, en la que la pervivencia de los intelectuales –“testigos intransigentes de la verdad”– se ha vuelto inviable, o del triste destino de la ópera, antaño predilecta de las clases populares y en ese momento sometida a las veleidades artísticas de Madame Mao. A las virtudes glosadas por Revel cabe añadir la extraordinaria capacidad de Leys para afinar el tono en cada uno de sus registros. Cada idea, cada anécdota, cada encuentro fortuito o provocado se plasman en ese estilo brillante y culto, pero también apasionado, ya conocido por los lectores de La felicidad de los pececillos o del deslumbrante Breviario de saberes inútiles. A pesar de los años transcurridos, todavía hoy se puede aprender mucho sobre China leyendo a Leys, porque el trasfondo de sus observaciones permanece, y porque el alma de ese reino precisa de unos intérpretes que se expresen en un idioma distinto del de los yuanes.

Simon Leys

Sombras chinescas

Breviario de saberes inútiles

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