El circo trashumante de la cultura

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El poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger critica la desmesurada proliferación de actos culturales, que cuestan grandes sumas que podrían utilizarse en la infraestructura cultural, como la educación y las bibliotecas (El País, Madrid, 17-VI-93).

«Mírese donde se mire, todo es un pulular de simposios, presentaciones, congresos, lecturas, mesas redondas, conversaciones entre autores, diálogos, discusiones, ciclos de conferencias, podios, talkshows, tertulias». Parece como si no se hubiese inventado la imprenta ni existiesen los modernos medios de comunicación. «A finales del siglo XX ha emergido ante nuestros ojos un subcultura en la que todo transcurre como a finales de la antigüedad o en el Medievo. Cantantes viajeros cruzan los países. Predicadores ambulantes y rétores vagabundeantes se tiran todo el año de viaje para llevar a las gentes sus mensajes, como si sufriéramos todos de una grave escasez de información y de contacto, o como si viviéramos aislados en una aldea tibetana y tuviéramos que estar pendientes de la llegada de viajeros para enterarnos de qué es lo que pasa en el mundo».

Esto se explica, dice Enzensberger, por la intervención de los tres agentes principales de la «cultura del acto y la conferencia». En primer lugar, los organizadores de los actos. En virtud de la ley de Parkinson, si se construye un centro de congresos o una sala de conferencias, habrá que celebrar congresos y conferencias; si se crean puestos de trabajo para animadores culturales, habrá que tenerlos ocupados organizando actos. Así, resulta que en Alemania se celebran anualmente unos 30.000 actos culturales.

En segundo lugar, los actores. Como en todo negocio del espectáculo, forman una clara jerarquía. «Los participantes en el circo saben exactamente quién está en ascenso y quién en descenso. Las cotizaciones fluctúan como en la Bolsa, y con ellos los honorarios. No es, pues, extraño que los mejores actores conviertan esa actividad secundaria en su fuente principal de ingresos. Con lo que enseguida se plantea la cuestión de si les quedará todavía tiempo para ejercer el oficio que está registrado en su carnet de identidad. La especialización tiene sus exigencias. Dado que los organizadores se copian unos a otros las listas de participantes, los invitados considerados como atracciones están crónicamente superocupados. Filósofos que, de tantos compromisos, no pueden dedicarse ya a filosofar; sociólogos cuyo sociotopo preferido es el vestíbulo del hotel, y poetas que se ven obligados a garrapatear sus versos en el avión no son ya ninguna rareza».

El tercer agente es el público. Aquí hay un enigma. ¿Por qué tanta gente acude a oír lo que puede encontrar, mucho mejor expuesto y en su propia casa, en un libro? Tal vez, conjetura Enzensberger, los oyentes creen que la actuación en directo del invitado es más auténtica que sus obras publicadas, o que el acto les proporciona un verdadero encuentro intelectual. Pero se trata de una ilusión, pues los habituales de esas tribunas acaban por repetirse y ejecutar su número de modo rutinario. «Aquí domina la ley de hierro de la repetición. Difícilmente pueden producirse sorpresas. Por lo menos por lo que respecta al caso de los participantes nacionales, que son, desde hace ya mucho, conocidos por la radio, el cine y la televisión. Lo que un club de debate incluye en el orden del día no puede dejarlo fuera el siguiente. De esta forma no queda más remedio que la vuelta, una y otra vez, de títulos, tesis y temperamentos».

Es inevitable, insiste Enzensberger. Los temas tratados son vagos y demasiado amplios para abordarlos razonablemente bien en una conferencia. Así, si el conferenciante quiere exponer un asunto con profundidad, tendrá que especializarse, y para hacer rentable tanto esfuerzo se verá obligado a multiplicar sus actuaciones, repitiendo una y otra vez la misma conferencia. La otra posibilidad es lograr la variedad por medio de la superficialidad, lo que da lugar a las mesas redondas y debates en que los invitados -generalmente los mismos: el círculo de los siempre dispuestos a opinar- hablan de cualquier tema que pueda atraer al público.

Frente a la vitalidad del mercado de los actos y conferencias, la cultura no espectacular parece siempre amenazada por recortes presupuestarios: desaparecen teatros, se cierran bibliotecas… ¿Cuál de las dos es la cultura que habría que impulsar? «La cultura -dice Enzensberger- es una cosa silenciosa, por no decir poco vistosa. Uno abre un libro, otro toca un poco la flauta; dos personas discuten toda una noche sobre Dios y el mundo, guerra y paz, nativos y extranjeros. La restauradora despega en su taller la amarillenta película. El compositor se inclina sobre su partitura. El investigador tiene una idea. Y así sucesivamente. Todo eso no impresiona mucho por sí mismo. Todo eso no ocurre delante de las cámaras de televisión. Todo eso no aparece en los periódicos. A aquellos que tienen que administrar presupuestos, distribuir medios, repartir budgets, o sea, a los políticos, la cultura no les ofrece, en los puntos donde aún es productiva, posibilidad alguna de rentabilización».

En cambio, festivales, simposios y demás dan publicidad. «Qué gris y poco gloriosa sería la vida del funcionario si tuviera que dedicarse a su tarea más propia, asegurar la infraestructura cultural». Pero la literatura, por ejemplo, no necesita conferencias, sino que se reduzca el IVA de los libros y que se favorezca a las bibliotecas. Así, concluye Enzensberger, «todos los medios públicos que se han tirado hasta ahora por la ventana en ese tipo de actos -y se trata de muchos millones- deberían dedicarse a finalidades más razonables; concretamente, al sostenimiento, reparación y mejora, por ejemplo, de nuestras bibliotecas públicas».

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