El surrealismo en su centenario

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El surrealismo en su centenario
Man Ray, “A la hora del observatorio / Los amantes”, 1934 / 1967. Litografía. Colección Marion Meyer. Association Man Ray, París. © Man Ray 2015 Trust / VEGAP, 2024. Fotografía de obra: © Marc Domage, Cortesía de Association Internationale Man Ray París

Hace cien años nació el surrealismo, un movimiento que se propuso romper con las tradiciones artísticas anteriores. Se fraguó en una sociedad desolada por la Primera Guerra Mundial, cuando el descontento generalizado de pensadores y artistas se plasmaba en obras de arte con un marcado carácter crítico. La literatura, la pintura, la moda y el cine fueron algunas de las disciplinas que experimentaron profundos cambios y que ampliaron su campo de visón al incorporar los aspectos irracionales que anidan en el subconsciente.

Este movimiento artístico surgió en la década de 1920 en París, en torno a la figura del poeta André Breton, que en 1924 publicó el Manifiesto del surrealismo. Una revolución definida por su fundador como: “Automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral».

Además, surgieron revistas como Littérature, que ahondaban en procesos irracionales como el conocimiento de la suprarrealidad, la exploración de los sueños, los estados hipnóticos, el automatismo o los efectos del azar, procesos todos ellos que solían acompañarse de la ingesta de drogas, a fin de potenciar los estados automáticos al margen de la razón. En el número 15 de la rue Grenelle de París, los surrealistas abrieron un local donde realizaron una serie de experimentos colectivos: fue ahí donde surgió el famoso juego del cadáver exquisito: dibujar una figura o escribir una palabra sobre un papel, que se dobla para que otra mano vaya continuando el dibujo o el escrito, sin saber lo que ha hecho la persona anterior, y así sucesivamente; el resultado final recrea una historia totalmente absurda e inconexa.

Marcel Duchamp, Rotoreliefs. Discos ópticos, extraídos de la edición Rotoreliefs (1935/1965) © Association Marcel Duchamp

Hablar de surrealismo es necesariamente recordar el movimiento Dadá, que nació en 1915 en plena guerra y cuyo líder fue el poeta Tristan Tzara, junto con los artistas Hugo Ball y Hans Arp. Estos basan sus postulados en la crítica al hombre moderno y la condena del arte usual, que es tildado de “antiarte” porque no sirve para nada. El pesimismo existencial del dadaísmo no es capaz de sanar heridas y desembocará en el surrealismo, que tiene una visión más esperanzada.

Por otro lado, hay que mencionar la huella que dejaron el psicoanálisis y las teorías de Sigmund Freud, que explicaban el comportamiento humano a través de la exploración del inconsciente. Esta atención a los fenómenos irracionales caló con fuerza en el surrealismo y se convirtió en una de sus premisas principales. Pero también es importante rastrear la huella de otros creadores del pasado: Paolo Ucello, el Bosco, Goya, Arcimboldo, Füssli, Blake o Gustave Moreau. Además de estos artistas, hay que añadir el papel destacado que tuvieron los libros de magia y de alquimia, y los jeroglíficos.

En el surrealismo, el arte es la forma idónea de plasmar las imágenes del subconsciente huyendo de cualquier análisis racional. Por ello, en esta especie de cajón de sastre no existen normas vinculantes y tienen cabida la abstracción y la figuración, que son las dos grandes corrientes coexistentes en el siglo XX.

La era de la máquina

Para conmemorar el centenario de este movimiento, la Fundación Canal presenta en Madrid la exposición “Surrealismos. La era de la máquina” (hasta el 21 de abril). Consta de más de 100 obras (fotografías, pinturas, esculturas, grabados, dibujos, revistas, catálogos, libros y ready-made) realizadas por cuatro grandes artistas: Alfred Stieglitz, Marcel Duchamp, Francis Picabia y Man Ray. Todas ellas nos permiten ahondar en los diferentes procesos y técnicas que evidencian el diálogo entre el movimiento Dadá y el surrealismo.

Alfred Stieglitz, El entrepuente, 1907. De Portfolio Commemorativo Stieglitz. Twice a Year Press, Nueva York, 1947. Offset litográfico. Colección Juan Naranjo Galería de Arte y Documentos, Barcelona. © Georgia O’Keeffe Museum / VEGAP

El espacio expositivo se ha diseñado en torno a cuatro áreas temáticas y se ha tenido muy presente la importancia que adquirió el objeto industrial seriado, producto de la máquina, una novedad que apareció entonces por primera vez en la historia del arte y aún permanece. Para estos artistas, la necesidad de cambio viene de la mano de la ciencia y de los avances tecnológicos. Como apuntó el fotógrafo Paul Haviland, vivimos en la “era de la máquina”, y esta fue primordial en los procesos creativos, no solo como un elemento que se incorpora al arte, sino también como un método para realizar obras de arte.

La fotografía pura

En la Europa de principios del XIX surge la fotografía, con una clara dependencia de la pintura. Pero será en Nueva York donde los creadores den un salto de calidad y la fotografía adquiera el valor de “obra de arte”.

En 1910, Alfred Stieglitz experimentó con la fotografía buscando la armonía visual a través de los elementos de la imagen, en la que acentúa las líneas, las formas y los patrones, proponiendo un arte más natural, desligado del pictorialismo y con entidad propia: es lo que llamamos “fotografía pura”. En El entrepuente, la composición geométrica se resuelve con acierto en la línea horizontal de la pasarela y la vertical de la chimenea. Esta compartimentación le sirve para crear el escenario perfecto donde los pasajeros del SS Kaiser Wilhelm II son divididos en clases sociales: en la parte alta de la cubierta, burgueses y pudientes, y en la parte baja, pobres y humildes. A continuación, nos fijamos en la fotografía que dedica a su mujer, que también era artista. En las fotografías de las manos de Georgia O’Keeffe, a través del fragmento transmite la creatividad y alude al “yo fragmentado” tan de moda en aquel momento.

Stieglitz también nos dejó inolvidables imágenes de Nueva York. La ciudad se recrea en sus rascacielos humeantes y el bullicio de la gente. Es una ciudad moderna, en continuo movimiento, como si se tratara de una máquina.

Con el deseo de introducir en Nueva York a los artistas exiliados de Europa durante la Primera Guerra Mundial, Stieglitz creó el club de la Photo-Secession, que fue un espacio de encuentro del arte moderno y donde en 1915 surgió la Revista 291; una publicación que exaltaba los valores de la técnica, como se observa en los “retratos máquinas” que Picabia hace de sus amigos: a Stieglitz como cámara fotográfica, a Zayas como circuito eléctrico, a Haviland como lámpara de viaje, a Meyer como bujía de motor…

Del desnudo al cuerpo como máquina

El desnudo es un tema clásico de la historia del arte que, sin embargo, a finales del siglo XIX no despertaba ningún interés; serán los dadaístas los que lo retomen con fuerza, pero lo hacen desde el cuerpo fragmentado, dando el todo en el fragmento, como se presenta en el diseño de un seno que Marcel Duchamp realizó para la portada de la exposición surrealista de 1947.

Francis Picabia, Revista 291, núm. 5-6. En portada: retrato de Alfred Stieglitz por Francis Picabia. Julio y agosto 1915. Comitè Picabia, París. © Francis Picabia, VEGAP, Madrid, 2024

La mitología y el desnudo van de la mano, como se aprecia en Torero alucinógeno: una obra de Salvador Dalí, donde la Venus de Milo se va transformando y descomponiendo en otra figura que es la cara de un torero que, curiosamente, es el famoso Manolete. La imagen resuelta con el método paranoico crítico interesa por su belleza y sus absurdos e inquietantes matices.

En los procesos experimentales de trabajo encontramos un artista multidisciplinar como Man Ray, que por encima de todo era fotógrafo. Así explicaba este maridaje: “Pinto lo que no puede ser fotografiado, es decir, lo que proviene de la imaginación, del sueño o de un impulso inconsciente. Fotografío las cosas que quiero pintar, las que ya tienen existencia”. Entre sus obras destacan el Violín de Ingres, con la presencia de una mujer de espaldas a modo de violín: sabemos que es la modelo Kiki de Montparnasse, aunque no le vemos la cara. En A la hora del observatorio / Los amantes, juega a descontextualizar los elementos artísticos: los enormes labios rojos seductores (labios y a la vez dos cuerpos unidos) flotan entre las nubes, y el Observatorio (elemento realista) de París parece querer observar.

De la abstracción a la máquina

Estos artistas no solo hablan de máquinas o tecnología: abordan también las matemáticas, la óptica, los juegos de azar… Un buen ejemplo lo tenemos en los collages Revolving Doors, donde Man Ray realiza un trabajo seriado con formas abstractas de colores brillantes y llamativos que se articulan en torno a un eje de metal que, al moverlo, crea juegos ópticos. Aquí tenemos el origen del op-art.

Una novedad que aparece ahora son los ready-made, los objetos encontrados de Marcel Duchamp. La provocación en él era su seña de identidad y decidió elevar un urinario o una rueda de bicicleta sobre un taburete a la categoría de obra de arte: “Todo objeto fuera de contexto puede llegar a ser una obra de arte”. En este caso, el artista no hacía nada: tan solo tenía la idea, y aquí está el germen de lo que será el arte conceptual.

Man Ray, Revolving Doors, 1916-17, en la exposición “Surrealismos. La era de la máquina” (foto: Fundación Canal)

Eros y la máquina

En esta sección llegaremos al absurdo, aquí se ha perdido el “yo fragmentado” por el erotismo de la máquina, como refleja El gran vidrio, de Marcel Duchamp. Una obra que habla de la complejidad de las relaciones amorosas y que tiene mucho de conceptual.

Nos despedimos de estos artistas y de lo absurdo con una de sus frases inspiradoras: “Era tan bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”

 

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