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La lucha contra el SIDA, privilegiada en el gasto sanitario

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Todos los años, en el Día Mundial del SIDA (1 de diciembre) los organismos oficiales y los grupos dedicados a la causa de los enfermos celebran actos y publican estimaciones sobre la extensión del mal. Pero no se suele situar tales informaciones en el contexto de la sanidad mundial. En concreto, son menos conocidos los datos sobre los recursos que se emplean en el SIDA, en comparación con otras enfermedades, y sobre su desigual distribución. El SIDA es, seguramente, la enfermedad que más atención recibe, aunque no es la que más víctimas causa.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en su informe mundial de este año, el SIDA ocupa el sexto lugar entre las diez infecciones más mortíferas. Lo preceden las infecciones respiratorias agudas (4,4 millones de muertes al año), las enfermedades diarreicas y la tuberculosis (3,1 millones en ambos casos), la malaria (2,1 millones) y la hepatitis B (1,1 millones). Los datos sobre el SIDA parecen menos seguros: según la OMS, mató a un millón de personas en 1995, 4 millones en total desde el comienzo de la epidemia; UNAIDS, el programa anti-SIDA de la ONU, ha publicado estos días que la mortandad acumulada asciende a 6,4 millones.

Tampoco se sabe a ciencia cierta cuántos infectados por el VIH, el virus del SIDA, hay actualmente en todo el mundo. Las estadísticas son objeto de controversia. Los progresos devastadores que se anunciaron hace algunos años no se han confirmado y, según reconoce ahora Peter Piot, director de UNAIDS, «nadie niega que en algún momento se hicieron previsiones exageradas». Los cálculos de la ONU oscilan entre 22 y 24 millones de infectados. Este número tan elevado es, sin embargo, pequeño en comparación con los de afectados por la malaria (500 millones, el 90% de ellos en África) o por la hepatitis B (350 millones).

El gasto público en investigación sobre el SIDA ronda los mil millones de dólares anuales, de los que quinientos millones corresponden a Estados Unidos. En la investigación sobre la malaria, por contraste, se gastan unos 60 millones de dólares anuales (cfr. The Economist, 29-VI-96). En Estados Unidos, el SIDA cuenta con el cuádruple de recursos que el cáncer de mama, veinte veces más que el cáncer de próstata y cincuenta veces más que las enfermedades coronarias; males todos ellos más mortíferos que el VIH.

Estas diferencias se explican por las peculiaridades del SIDA. Es una enfermedad nueva, que ha causado fuerte impacto en la opinión pública. Es más difícil de tratar y todavía incurable. Y, también, la causa del SIDA cuenta con más abogados, y más influyentes. Como ha dicho recientemente Gary Becker, premio Nobel de Economía, «la actividad política de los grupos de presión del SIDA ha contribuido mucho a que se le destinen más fondos» (Actualidad Económica, 9-IX-96).

Por otra parte, estos grupos son sobre todo occidentales, lo que contribuye a otra desigualdad, la que existe entre unos y otros enfermos de SIDA. La mayoría de ellos están en el Tercer Mundo (en África, más de la mitad del total), donde los tratamientos más eficaces -aunque no hay aún ninguno que lo sea del todo- son inasequibles. La diferencia se ha agrandado este año, con la salida al mercado de los inhibidores de la proteasa, los únicos medicamentos inventados hasta ahora que parecen congelar la acción del VIH.

Estos nuevos fármacos se emplean en combinación con el AZT y otro más de los usados hasta ahora. El tratamiento cuesta alrededor de 15.000 dólares por paciente y año. Esta suma es entre 20 y 30 veces la renta anual por habitante en los países africanos. En Francia y en España, la sanidad pública se ha comprometido a pagar el tratamiento, a pesar de la tendencia a frenar los gastos sanitarios. El aumento de coste por la nueva terapia anti-SIDA puede ser compensado en parte por la reducción de las complicaciones infecciosas de los pacientes, con lo que habría menos ingresos clínicos y menos bajas laborales.

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